La huella palpitante de Rosario Castellanos

Sin duda alguna, el legado literario, poético, dramatúrgico, ensayístico y periodístico de Rosario Castellanos ha influenciado a una generación tras otra de creadores, críticos, docentes y lectores. Sus libros siguen cruzando océanos y Rosario Castellanos continúa siendo la embajadora de las letras mexicanas ante el mundo.

Rosario Castellanos nunca pasa de moda; su nombre resuena siempre, cristalino y a la vez punzante porque aprendió a tener voz y supo de la palabra que no se amedrenta. Comparable a Sor Juana por ese deseo de aprender, su inquebrantable disciplina, una capacidad productiva avasalladora, su creatividad y pasión por las letras, su lucha incendiaria en defensa de los derechos de la mujer, Rosario Castellanos representa un icono en la literatura femenina universal, un estandarte, un ejemplo a seguir para mujeres y hombres. 

          José Emilio Pacheco dijo sobre su colega y amiga, en 1959:

Emilio Carballido no se equivoca al designar a Rosario Castellanos como el talento lírico más brillante y espontáneo de su generación. La poetisa que hacia 1948 comenzara con Apuntes para una declaración de fe, a fuerza de un constante insistir sobre las formas literarias ha logrado una novela, entreverada de constante poesía, Balún Canán, traducida a varios idiomas, y un poema “Lamentación de Dido” que puede contar entre los mejores que han escrito las mujeres en México. (…) Más que perseguir la perfección inocua, Rosario Castellanos extiende sus sentidos en busca de un testimonio que clarifique el mundo. Quien ha logrado estos sonoros, dramáticos poemas justifica en plenitud las palabras de Carballido: Rosario Castellanos redescubre, ilumina los sentidos últimos del idioma y los pone al servicio del hombre.

Rosario Castellanos Figueroa nació en la Ciudad de México el 25 de mayo de 1925. El 7 de agosto de 1974 murió electrocutada en su departamento de Tel Aviv, Israel, donde ocupaba el cargo de embajadora de México en aquel país desde 1971.

          Su infancia y adolescencia transcurrieron en Comitán, Chiapas, junto con sus padres, César Castellanos Castellanos y Adriana Figueroa Abarca. La familia sólo tuvo dos hijos, Rosario y Mario Benjamín, quien murió de apendicitis a los siete años. Desde niña, Castellanos experimentó la marginación por ser mujer; es decir, que aunque fue la primogénita, las atenciones y los derechos le correspondían a Mario por ser el hijo varón, el heredero del apellido, así como de los bienes de la familia. La autora creció en medio de un ambiente de terratenientes que abusaban de los indios de Chiapas para seguir llenando sus arcas. Rosario rechazó ese abuso y optó por el pensamiento y la cultura; sabía que era el único medio para salvarse de las injusticias, pues ella misma revirtió el destino que se les imponía a las mujeres: el matrimonio y la maternidad como fuentes de realización para su género.

          En 1939 llegó a la Ciudad de México para hacer estudios de secundaria, preparatoria y posteriormente ingresar a la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. En 1948 fallecieron sus padres: doña Adriana el 2 de enero, víctima de cáncer y don César, veintiún días después de un paro cardiaco mientras caminaba con su hija por las calles de República de Brasil, en la Ciudad de México. A partir de entonces, Rosario asumió la escritura como una profesión; ya no escribe desde la clandestinidad, como lo hacía cuando en la adolescencia le pedían “versos por encargo”, es decir, intelectualmente se libera. Ese mismo año, en septiembre de 1948, apareció su primer libro de poemas Trayectoria del polvo.

          En 1950 se graduó de Maestra en Filosofía por la UNAM, con la tesis titulada Sobre cultura femenina, texto con el que cuestionó —como lo hizo Simone de Beauvoir un año antes en El segundo sexo— las condiciones de subordinación femenina en un mundo predominantemente patriarcal donde las mujeres no tienen acceso a la cultura en equidad con los hombres, por eso la autora cuestionó: “¿Existe una cultura femenina?” Con esta pregunta argumentó la construcción que se hace de la mujer y el derecho negado a construirse y pensarse a sí misma a lo largo de la historia.

          También en 1950 obtuvo una beca del Instituto de Cultura Hispánica para realizar estudios de Estética y Estilística en Madrid a donde viajó con su amiga Dolores Castro (Lolita). A su regreso de Europa, a finales de 1951, Castellanos se desempeñó como profesora de Literatura en el Instituto de Ciencias y Artes de Tuxtla Gutiérrez, Chiapas.

          Siempre infatigable, deseosa de expresarse y conocer, solicitó y se convirtió en becaria Rockefeller en el Centro Mexicano de Escritores en el ciclo de 1954-1955, para realizar una investigación sobre la participación de las mujeres en el proceso cultural de México y para escribir poesía: Eclipse total (publicado bajo el título de Poemas) y Testimonios

          Entre 1956 y 1957 volvió a Chiapas para trabajar en el Instituto Nacional Indigenista (INI) —hoy Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas— como coordinadora del teatro guiñol en San Cristóbal de las Casas.

          En 1957 apareció su novela Balún Canán, por la cual se hizo acreedora del Premio Chiapas 1958.

          En enero de 1958, Rosario Castellanos se casó con el filósofo Ricardo Guerra Tejada. María Escandón, su niña-nana, su madre, amiga, hermana, su compañera inseparable, decidió que era tiempo de separarse de su “niña Chayo”, y depositarla con el hombre que ella había elegido. María no quiso irse a vivir con el matrimonio Guerra Castellanos.

          De 1959 a 1960 —instalada en su nueva vida matrimonial en la Ciudad de México— se desempeñó como redactora de textos escolares en el INI; participó en la interpretación de la Constitución Mexicana para los indígenas y redactó en español el libro de texto bilingüe Mi libro de texto, también para los niños indígenas de los Altos de Chiapas.

          Los conflictos no tardaron en manifestarse entre Rosario y su esposo, principalmente a causa de las relaciones extramaritales de Ricardo Guerra. A pesar de los problemas amorosos, Rosario Castellanos escribió siempre: poemas, cuentos, novelas, cartas, artículos, prólogos. Se desempeñó como directora general de Información y Prensa de la Universidad Nacional Autónoma de México (1960-1966), puesto al que renunció como un gesto de solidaridad con el rector Ignacio Chávez, quien había sido obligado a dejar la rectoría de la UNAM; también fue profesora en la Facultad de Filosofía y Letras (1962-1971), en donde impartió clases de Literatura Iberoamericana y Literatura comparada; además dictó un sinfín de conferencias y asistió a congresos de escritores.

          El 10 de octubre de 1961 recibió el Premio Xavier Villaurrutia por su libro de cuentos Ciudad Real, y al día siguiente nació su hijo Gabriel Guerra Castellanos.

          En 1962 su novela Oficio de tinieblas obtuvo el Premio Sor Juana Inés de la Cruz. El reconocimiento fue siempre constante: premios, invitaciones para dar cursos y conferencias, llamadas de felicitaciones de escritores y amigos, fueron el impulso para escribir.

          La maternidad no interrumpió ni canceló su intensa actividad como docente y escritora. Castellanos viajó a Estados Unidos en calidad de Catedrática invitada en 1966. Primero dio clases sobre literatura hispanoamericana en Madison, Wisconsin, y a finales de ese año, recibió otra invitación para impartir clases en Bloomington y Boulder, Colorado, donde radicó hasta mediados de 1967. 

          La etapa desolada de la escritora la encontramos en su poesía, pero la confirmamos en algunos pasajes de las Cartas a Ricardo, que sin duda alguna representan un documento revelador de la relación entre Rosario Castellanos y Ricardo Guerra, esas misivas de amor de una mujer que pide a gritos contestación, saber que todavía le interesa a su interlocutor, que se preocupa por lo que hace, lo que escribe y siente. Las cartas de Rosario Castellanos permiten leer y descubrir el proceso de formación intelectual de la escritora, sus gustos literarios, viajes, proyectos de escritura e invitaciones a participar como profesora visitante en diversas universidades, la relación con su hijo Gabriel, así como esa triste faceta de la mujer rebelde y anticonvencional: la intelectual exitosa, la escritora reconocida a nivel internacional, no puede tener el amor de Ricardo Guerra.

          En 1967, Rosario Castellanos fue merecedora al Premio Carlos Trouyet de Letras como mérito a su carrera literaria; recibió el premio de manos de Agustín Yánez, entonces Secretario de Educación Pública. Pero, como sucede en el caso de las mujeres mexicanas exitosas, cultas y creadoras de discursos, Rosario Castellanos avanzó sola en su camino literario. Ricardo Guerra, por citar un ejemplo, no estuvo con ella el día que se enteró de que ser acreedora de dicho premio porque andaba de viaje.

          Ese mismo año fue nombrada “La Mujer del Año”, premio otorgado por la revista Kenna a las mujeres destacadas en los ámbitos de la política y la cultura. Recibió el premio de manos de Guadalupe Borja de Díaz Ordaz, esposa del entonces presidente Gustavo Díaz Ordaz.

          Pero los incentivos literarios no parecen compensar el desamor, la angustia, la soledad que la abrazan y que sólo ella sabe encapsular y transformar en poesía. Rosario Castellanos podía escribir y sufrir porque era un genio, una mujer brillante a la que podemos incluir en la lista de escritoras y artistas mexicanas que sufren y escriben, que piensan y crean discursos, que en varios sentidos son el medio que les da vida, o sobre el que vuelcan sus terribles dolores, sufrimientos y agonías.

          En 1962, con su experiencia como promotora en el Instituto Nacional Indigenista, Rosario Castellanos publicó el libro de cuentos Ciudad Real; dos años después, Los convidados de agosto, obra a la que podemos considerar de “transición” entre los espacios de provincia y los citadinos. Con este texto la autora cerró el “Ciclo Chiapas”, según el crítico literario y académico, Joseph Sommers.

          Para los años sesenta, Castellanos se había consolidado como una de las plumas más sólidas de la literatura del medio siglo mexicano, amén de su condición genérica que supondría, como en el caso de otras plumas femeninas, la delimitación o el reduccionismo editorial y gubernamental, por no hablar de las preferencias literarias masculinas. A pesar de que contamos con estudios críticos muy valiosos sobre la obra de Rosario Castellanos, algunas de sus obras apenas se han esbozado; tal es el caso de su obra ensayística, que está completamente descuidada y que es muy importante para la resemantización de la obra narrativa, sobre todo por la preocupación de la autora por hablar de los marginados (las mujeres, los indios y la escritura).

          En su libro de cuentos Álbum de familia (1971), Castellanos exploró la problemática femenina en la Ciudad de México, aunque con condiciones de vida distintas. Las mujeres presentadas a manera de álbum en estos cuentos, siguen pensando en ciertos códigos sociales como la familia, el matrimonio, la maternidad y la casa. La mayoría de ellas vive desde la apariencia, incluso teniendo estudios universitarios. Ninguna ha podido realizarse como mujer; no importa si se trata de la mujer universitaria, intelectual, de la escritora o de la “Cabecita blanca”; todas padecen en diferentes grados su condición de mujeres insatisfechas.

          En su novela póstuma Rito de iniciación (1997), la protagonista, Cecilia Rojas, el alter ego de Rosario Castellanos, lucha en su rito iniciático por ser reconocida y aceptada como mujer intelectual con aspiraciones literarias.

          En buena parte de sus obras, Castellanos vuelve siempre sobre dos temas: la mujer y las desigualdades sociales. Autora de poesía, cuento, novela, ensayo y periodismo, su labor sin lugar a dudas abrió muchas posibilidades para que otras creadoras de cultura pudieran escribir. La cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en universidades norteamericanas o en la Universidad Hebrea de Israel, fueron el espacio para que se desarrollara como crítica literaria y maestra. Más de una vez escribió sobre las obras que no le gustaban; no tuvo reservas en destrozar a las autoras que seguían escribiendo temas “femeninos” y descuidaban la calidad estética; las ridiculizó en textos como Tablero de damas, el cuento “Álbum de familia” y en varios ensayos.

           En medio de su faceta de estudiante, esposa, madre, mujer, académica y escritora, Rosario Castellanos produjo a lo largo de su carrera un amplio y sólido legado literario, por el cual ha sido considerada un estandarte del feminismo mexicano. Lo cierto es que Castellanos escribió siempre, ejerció la cátedra y la diplomacia, estaba pendiente de su casa y se ocupaba de ella; sabía que el mejor medio para la emancipación femenina era el trabajo, la producción de discursos para vivir con libertad.

          Finalmente, Rosario Castellanos comprendió que la relación mediada por la traición y las infidelidades de Guerra no tenían remedio; ya habla de vivir separados en las cartas de 1967,pero no es sino hasta 1969 cuando le pidió el divorcio a su esposo. La relación matrimonial entre Guerra y Castellanos quedó anulada a finales de 1970, cuando de mutuo acuerdo se separaron. En la primavera de 1971, Rosario partió con su hijo Gabriel como embajadora de México en Israel.

          Dos años antes de morir, en 1972, el presidente Luis Echeverría le entregó a la autora el Premio Elías Sourasky de Letras, nuevamente como reconocimiento a su obra literaria.

          En el verano de 1974, Gabriel Guerra Castellanos regresó a la Ciudad de México para pasar las vacaciones con su padre. Rosario se quedó a cumplir sus compromisos como diplomática; Elena Poniatowska nos dice que murió “un día antes de emprender el viaje a México para ser la única oradora en un desayuno oficial en la residencia de Los Pinos”.

          María Luisa Mendoza valoró en su justa medida la trascendencia de la obra de su par, Rosario Castellanos, en agosto de 1974, cuando la embajadora en Israel acababa de morir. Le comentó a Beth Miller:

Para mí, Rosario Castellanos era la más importante, la más famosa, la más volátil, la más hábil en todos aspectos y la única poeta. Y era también, tal vez, la única que repartía la admiración en este “páramo de espejos” que es mi país, entre las mujeres que tenían, como ella, la manía divina de escribir. Rosario no tenía derecho a morirse. Nos dejó, me quedé íngrima, sin la voz de la madre en mi literatura.


Sabina Berman relató apasionadamente —en entrevista con Emily Hind— el impacto que ejerció sobre ella la vena teatral de Castellanos:


Rosario Castellanos. Me deslumbró ver, cuando tenía doce años, El eterno femenino. Ver a las mujeres allí arriba, el desparpajo de Rosario. Su tremenda frescura para hablar de lo femenino desde lo femenino. Me influyó muchísimo. Si no hubiera sido escritora yo, de todos modos me hubiera influido. Hay estas autoras que te cambian la vida.


          Por su parte, el crítico literario, Gerardo Bustamante Bermúdez, expresó:


Para 1960 era reconocida como una de las mejores escritoras mexicanas del siglo XX, se le comparaba sólo con sor Juana Inés de la Cruz en calidad y entrega. Casi trescientos años separan a la monja de la embajadora y que se les compare son palabras mayores, aunque muy justas. Su trágica muerte llegó a interrumpir una brillante carrera, la carrera de una mujer apasionada que dejó un legado para el hombre y la mujer actual en el cual ella encontró “otro modo de ser humano y libre”.


Sin duda alguna, el legado literario, poético, dramatúrgico, ensayístico y periodístico de Rosario Castellanos ha influenciado a una generación tras otra de creadores, críticos, docentes y lectores. Sus libros siguen cruzando océanos y Rosario Castellanos continúa siendo la embajadora de las letras mexicanas ante el mundo.

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Para celebrar su huella palpitante comparto su artículo periodístico “Y las madres, ¿qué opinan?” (compilado en El uso de la palabra, 1974). Aquí se revela la palabra transgresora de Rosario Castellanos; se trata de un texto feminista en donde la autora defiende el derecho de la mujer a decidir sobre su cuerpo, a decidir si quiere o no tener hijos; se trata de un texto que si bien fue necesario leerlo hace 55 años, de la misma manera es imprescindible retomarlo hoy.

Y las madres, ¿qué opinan?

Rosario Castellanos

En los últimos años se ha debatido con pasión, con violencia y hasta con razonamientos, el problema del control de la natalidad. Desde el punto de vista religioso, es un delicadísimo asunto que pone en crisis las concepciones ancestrales acerca del respeto incondicional a la vida humana en potencia y que obligaría a la revisión de muchos dogmas morales que rigen nuestra conducta. Los economistas, por su parte, se atienen a las cifras y éstas indican lo que se llama en términos técnicos una explosión demográfica que seguirá una curva ascendente hasta el momento en que ya no haya sitio para nadie más en el planeta ni alimentos suficientes para el exceso de la población. Esta sombría perspectiva no tenemos que imaginarla para darnos cuenta de su gravedad sino que basta con que ampliemos nuestra visión actual de los países en los que la miseria es la regla y la opulencia la excepción de la que gozan hasta reventar, unos cuantos; en los que el hambre es el estado crónico de la mayoría; en los que la educación es un privilegio; en los que, en fin, la salud es una lotería con la que resultan agraciados unos cuantos pero que ninguna de las condiciones propician, ninguna institución preserva y ninguna ley asegura.

          Los sociólogos ponen el grito en el cielo clamando por un remedio, tanto para lo que ya sucede como para evitar que la catástrofe prevista se consume. Los sicólogos estudian los inconvenientes y las ventajas de las familias numerosas y de las constituidas por los padres y un hijo único. Los políticos calculan de qué manera pesará, en las asambleas mundiales, la voluntad de un país cuando cuenta (o no cuenta) con el brazo ejecutor de una multitud que sobrepasa cuantitativamente, como decía la Biblia, a las estrellas del cielo y a las arenas del mar.

          Entre tantos factores que intervienen para hacer de este problema uno de los más complejos y arduos con los que se enfrenta el hombre moderno, se olvida uno, que acaso no deja de tener importancia y que es el siguiente: ¿quién tiene los hijos? Porque un niño no es sólo un dato que modifica las estadísticas ni un consumidor para el que no hay satisfactores suficientes ni la ocasión de conflictos emocionales ni el instrumento para acrecentar el poderío o para defender las posiciones de una nación. Un niño es, antes que todo eso (que no negamos, pero que posponemos), una criatura concreta, un ser de carne y hueso que ha nacido de otra criatura concreta, de otro ser de carne y hueso también y con el que mantiene —por lo menos durante una época—, una relación de intimidad entrañable. Esta segunda criatura a la que nos hemos referido es la madre.

          Al pronunciar la palabra “madre” los señores se ponen en pie, se quitan el sombrero y aplauden, con discreción o con entusiasmo, pero siempre con sinceridad. Los festivales de homenaje se organizan y los artistas consagrados acuden a hacer alarde gratuito de sus habilidades mientras el auditorio llora conmovido por este acto de generosidad que es apenas débil reflejo de la generosidad en que consumió su vida la cabecita blanca que casi no alcanza ya a darse cuenta de lo que sucede a su alrededor, por lo avanzado de su edad, lo que la hace doblemente venerable.

          Pues bien, aunque nos cueste trabajo reconstruir el pasado, esa anciana que suscita paroxismos de gratitud fue, en su hora, la protagonista del drama sublime de la maternidad. Durante los consabidos nueve meses, sirvió de asilo corporal a un germen que se desarrolló a expensas suyas, que hizo uso y abuso de todos los órganos en su propio provecho y que cuando fue apto para soportar otras condiciones rompió con los obstáculos que le impedían el acceso al mundo exterior.

          Después vienen la lactancia o sus equivalentes y las noches en vela y los cuidados especiales que deben prodigarse a quien no se aclimata con facilidad en la tierra, que es frágil, que es precioso.

          Las responsabilidades se multiplican con los años. Ya no es únicamente la atención al bienestar físico sino la vigilancia de la evolución intelectual y del equilibrio de los sentimientos. Y la preocupación por equipar, lo mejor posible, a quien pronto ha de apartarse del seno materno para su viaje y su aventura, para la lucha y el éxito.

          Si la tarea de ser madre consume tantas energías, tanto tiempo y tanta capacidad, si es tan absorbente que no se encuentra raro que sea exclusiva, lo menos que podían hacer quienes deliberan en torno al asunto del control de la natalidad, es qué opinan de él las madres.

          Porque tanto si se mantienen los tabús que hasta ahora han tenido vigencia como si se destruyen; tanto si la natalidad continúa asumiéndose como una de las fatalidades con que la Naturaleza nos agobia como si se extendiese hasta allí el campo de dominio del hombre, vale la pena plantarse, como si nunca se hubiera hecho (y a propósito, ¿se hizo alguna vez?… ¿cuándo?, ¿con qué resultados?), un cuestionario acerca de lo que la maternidad significa no como proceso biológico sino como experiencia humana.

          Porque a ratos se dicta, como un axioma, la sentencia de que la maternidad es un instinto que marcha con absoluta regularidad tanto en la mujer como en las hembras de las especies animales superiores. Si esto es verdad (lo que habría que probar primero porque luego nos salen los investigadores con el domingo siete de que el instinto maternal en los animales es esporádico, se extingue una vez cumplido cierto plazo con una absoluta indiferencia de la suerte que corran las crías, aumenta, disminuye o desaparece por variaciones de la dieta, de las hormonas, etc. —por lo que, como fatalidad es bastante deficiente—), sería un atentado contra ese instinto impedir que se ejercite con plenitud y sacrificarlo a otros intereses.

          Súbitamente se recuerda entonces que en el nivel de la conciencia los instintos se supeditan a otros valores. Y que la maternidad, en el mundo occidental, ha sido uno de los valores supremos al que se inmolan diariamente muchas vidas, muchas honras, muchas felicidades.

          Pero es un valor que, según demuestran la historia y la antropología, no estiman por igual todas las culturas y aun se da el caso de que en algunas sea lo contrario de un valor. Así que no puede tener pretensiones absolutistas y si las tiene debe renunciar a ellas.

          La consecuencia es que resulta un atentado contra la libre determinación individual imponer obligatoriamente la maternidad a mujeres que la rechazan porque carecen de vocación, que la evitan porque es un estorbo para la forma de vida que eligieron o de la que se alejan como de un peligro para su integridad física.

          Mas para proceder de esta manera se necesitaría, previamente, considerar a las mujeres no como lo que se les considera hoy: meros objetos, aparatos (por desgracia, insustituibles) de reproducción o criaturas subordinadas a sus funciones y no personas en el completo uso de sus facultades, de sus potencialidades y de sus derechos.

6 de noviembre, 1965

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Nació en Tuxpan, Veracruz (1954). Actualmente es profesora de literatura mexicana en Chicana y Chicano Studies (CCS), en la Universidad de Nuevo México (UNM). Ha publicado la biografía de Elena Garro en tres volúmenes: Yo sólo soy memoria. Biografía visual de Elena Garro (Ediciones Castillo, 1999); Testimonios sobre Elena Garro. Biografía exclusiva y autorizada de Elena Garro (Ediciones Castillo, 2002) y El asesinato de Elena Garro. Periodismo a través de una perspectiva biográfica (Editorial Porrúa, 2005). Compiladora y autora de Yo quiero que haya mundo... Elena Garro 50 años de dramaturgia (Editorial Porrúa, 2008); coordinadora y autora de la “Introducción” de Elena Garro. Obras reunidas II. Teatro (FCE, 2009); coordinadora y autora de la “Advertencia” de Elena Garro. Obras reunidas III. Novelas (FCE, 2010). Asimismo compiladora y autora de dos antologías: Transgresión femenina. Estudios sobre quince escritoras mexicanas (1900-1946) (Floricanto Press, 2010) y de Óyeme con los ojos. De Sor Juana al siglo XXI. 21 escritoras mexicanas revolucionarias (UANL, 2010, 2 vols.). Como parte de su labor para recuperar a escritoras mexicanas rezagadas ha publicado Nahui Olin: sin principio ni fin: Vida, obra y varia invención, en donde se reúne la obra poética de Carmen Mondragón (UANL, 2011), y las Obras completas de Guadalupe Dueñas que contiene los trabajos publicados e inéditos de la autora jaliscience (FCE, 2017). Publicó la segunda edición aumentada de El asesinato de Elena Garro. Periodismo a través de una perspectiva biográfica, un significativo volumen de 1090 páginas, con un acervo fotográfico de 100 imágenes, que recogen los artículos, entrevistas y reportajes de Elena Garro (UANL, 2014). Para celebrar el centenario del nacimiento de Elena Garro (1916-2016) dio a conocer su poesía en Cristales de tiempo. Poemas inéditos de Elena Garro (UANL, 2016). Dos años más tarde, La Moderna, editorial con sede en Cáceres, Extremadura, publicó Cristales de tiempo en España. También es autora y compiladora de Diálogos con Elena Garro. Entrevistas y otros textos (Editorial Gedisa, 2020, 2 vols.). Su interés por reconocer las innovaciones de diez escritoras mexicanas del siglo XX, la llevó a conformar la serie Insurrectas. De esta colección ya se encuentran en librerías Nahui Olin. El volcán que nunca se apaga y Antonieta Rivas Mercado. Torbellino de voluntades (Editorial Gedisa, 2022).