Este verano se conmemora el centenario de Eliseo Diego. Nació en La Habana el 2 de julio de 1920 y murió, mientras dormía, el 1 de marzo de 1994 en la ciudad de México. Poco después de que cerrara sus ojos para siempre, Octavio Paz expresó su admiración por él y le dijo a la prensa que morir “era lo único que le faltaba para convertirse en leyenda de la poesía latinoamericana”, mientras que Gabriel García Márquez, su amigo, le daba su lugar como “uno de los más grandes poetas de la lengua castellana”. La entrevista a continuación, una de las últimas que dio el autor de Conversación con los difuntos, seis meses antes de decirle adiós al mundo, revela la historia que lo convirtió en escritor.
Eliseo Diego echa al aire las palabras y cuando descienden las acomoda de tal modo que se convierten en poesía. Lo mismo sucede con sus recuerdos de infancia y uno a uno caen poemas, cuentos, canciones de cuna, que su memoria recoge con exactitud asombrosa. Y es que, a este destacado escritor cubano, autor de más de 20 poemarios, los cuentos que le contaron de niño lo marcaron para toda la vida y lo han seguido a lo largo de toda una trayectoria como poeta, como traductor de literatura infantil, como promotor de la lectura en la niñez de su país, como padre y como abuelo.
“Los niños viven en el reino de la poesía y tienen el privilegio de hallar la maravilla en la realidad y la realidad en la maravilla”, sostiene el poeta.
En su primera infancia, que ocurrió en una finca cubana de nombre “Arroyo Naranjo”, Eliseo Diego tuvo un primer contacto con la literatura: “Mi madre era lectora fanática de Charles Dickens, a ella le debo mi inglés. En 1895, cuando empezó la guerra de Cuba, ella era una bebita y se la llevaron a Estados Unidos. Entonces su primer idioma fue el inglés y siempre, a cualquier ocurrencia en casa, ella salía con un dicho o una frase de Dickens. También conocía de memoria el cuento de Alicia en el país de las maravillas. Era una mujer extraordinaria. A los 87 años se fracturó la cadera, ya había perdido la vista, pero su mente estaba lúcida, y dos o tres días antes de morir me llamó junto a su cama para decirme, como en aquél episodio de Humpty Dumpty:”My son, I am afraid that all the king’s horses,and all the king’s men, cannot put me together again” ( Me temo hijo, que ni todos los caballos, ni los hombres del rey, podrán juntar mis piezas otra vez).
“Sí, fue en casa, mucho más que en la escuela donde se dio mi formación lectora”, asegura el autor de Por los extraños pueblos.
Pero el episodio definitivo en esta formación sucedió en Francia cuando él tenía sólo seis años y los cuentos le salvaron la vida: “En aquella época era frecuente en La Habana que a los hombres de la burguesía media les recetaran baños sulfurosos en Europa. Mi abuela y mi madre no querían llevarme a Francia, pero armé tal pataleta que lo hicieron. A los seis meses aprendí el francés, así de receptivos son los niños. Al llegar Paris me hice Bonapartista, Napoleón era mi ídolo; sabía el nombre de todas las batallas…
“Yo era mucho más simpático e inteligente de lo que soy ahora y me gané el cariño de Olga, una linda francesa y de su esposo Luigi, un italiano, conocidos como ‘Los Señores de los Pasteles de Francia’ en la Hostería de León en la Auvernia, tierra de bosques y corazón de la Galia. Me comí tantos y tantos pasteles una tarde que mi estómago no pudo con ellos. En una enorme cama con dosel y cortinajes pasaron días y días sin hablar ni querer saber del mundo…”
Cuenta Eliseo Diego que más que las pócimas, de aquella situación lo salvó Olga quien, paciente, contaba en la penumbra, uno tras otro, todos los cuentos de Mamá Oca. “Yo no sabía leer, así que aquí comenzó mi contacto con los cuentos oralmente. Me contó aquella francesita El gato con botas, La caperucita roja, Barba Azul…era un encanto, yo creo que fue mi primer amor”.
Y aquellos cuentos de la campiña francesa “me salvaron de niño la vida cuando estuve a punto de irme, noche adentro, quién sabe adónde. Aquel temprano encuentro con la poesía de los cuentos populares que recopiló Charles Perrault, los que recogen el sabor ancestral de las hogueras y hornos campesinos, fue decisivo para mi vocación de escritor y aún para el curso de mi vida. La poesía se quedó dentro de mí”.
La vieja inmensa, inmóvil junto al fuego. / Largo rostro rugoso,
manos rudas. / Las llamas charlan en la chimenea/ con el obeso
calderón de cobre. / Las ristras cuelgan lacias, / las magistrales
ristras de cebollas. / (…) Tan pura es la quietud que oyes la leve/
huella de la ceniza. / Entonces, entre el oro del fuego, la caverna de la gran boca. / Un huracán susurra / “había una vez…”/ Y nace todo.
(Fragmento de Mi madre la Oca de Eliseo Diego)
En ese “había una vez”, Eliseo Diego recupera el instante en el que se abre un cuento, en el que se recorre el telón del guiñol y entonces nos introducimos al mundo de la poesía y la imaginación. Sí, dice, se trata de pequeñas ceremonias que son muy importantes:
“El niño aquél que fui – ha escrito- esperaba, los ojos redondos de esperanza y azoro, el momento supremo en que se descorriesen las cortinas del minúsculo teatro de guiñol que había en el pueblo de Roayat, allá en Auvernia, y la voracidad de su anhelo fue, no ya igual, sino más intensa y pura que la sentida por mí en la madurez de los años. No despreciemos, digamos ahora como de paso, las arcaicas convenciones… Había una vez…” Es, dice, un recurso mágico con los niños y eso lo saben los maestros, un recurso sencillo, que no cuesta nada, son los cuentos los que logran en los niños la bienaventurada paz.
Olor es del guiñol, cola y madera, / viejas ropas sudadas/, quién sabe qué aserrín inconsolable/ y un otoño francés, húmedo y solo. / Qué hace ese niño allí titiritando. / ¿Vas a volver por él? La tarde asusta/ con sus nubes de abismo. / ¿Por qué al menos no animas/ a los pobres muñecos solitarios/ocultos en el olor de la madera? / Un poco de comedia nunca sobra/cuando la noche su cuchillo afila/y alguien que has sido tiembla a la intemperie.
(Otoño, de Eliseo Diego)
Así como Olga, vino después a su regreso de Francia, una mujer con la que el pequeño Eliseo Diego, de siete u ocho años, leía de la mano. Cuenta: “Mi madre se preocupaba porque yo hablara el inglés, entonces me puso una institutriz, una muchacha de la que debí haberme enamorado perdidamente porque no la olvido. Esa mulata mestiza muy bonita, se llamaba Leo. Era de Bluefields, la costa de Nicaragua. Me leía todos los días, en inglés, el Diario de la Marina que era el más antiguo periódico en La Habana”. Asegura el poeta que aquél era un diario de derecha, pero que fue gracias a esas lecturas que se volvió gran admirador de Sandino.
El autor del Libro del quizás y de quién sabe continúa su relato: “Cuando yo era niño, no había ni televisión, ni radio, ni cine y los libros para mí eran una maravilla. La colección española, Araluce, fue muy importante y mis hijos ahora dicen que incluso, gran parte de mi cultura viene de aquella. Durante mucho tiempo fui un poco arrogante y las adaptaciones famosas para niños me parecían detestables, pero he ido modificando mi posición y cada día me parecen más admirables. Ahí leí con gusto adaptaciones de las obras de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, leí la vida de George Washington, la de Julio César, la de Leonardo Da Vinci que me fascinó, la vida de los grandes héroes de España. Además, me impresionaban mucho las láminas, esas ilustraciones eran un apoyo para la imaginación, tu seguías leyendo y tenías una imagen de cómo se vestían, de cómo eran sus uniformes…”
Eliseo Diego recuerda con pasión aquellos cuentos que leyó a los nueve o diez años. Nos narra, como si los hubiera leído ayer, los cuentos de Jack London: La llamada de la selva y Colmillo blanco; habla de otro de sus autores preferidos en esa época: James Oliver Curwood y su cuento Kazán, el perro lobo…nos describe las imágenes que se le grabaron para toda la vida en la mente y que él mismo creó a partir de esas lecturas.
“Este es el secreto último de la poesía, de la que son dueños los niños; la multiplicidad de sentidos, el vuelo de los ecos volviéndose a cada llamado más remoto, más rico en insinuantes, huidizos significados”, sostiene.
Cuando Eliseo Diego habla de los momentos determinantes en su relación con los libros, acepta que el amor y el afecto han estado presentes. ¿Cuándo se hizo presente la poesía?, le pregunto. En Francia el contacto con la tradición oral de los cuentos fue definitivo, pero además de eso el escritor asegura que los niños tienen el privilegio de vivir en la poesía.
Al respecto ha escrito: “A modo de simple ejercicio, y con la advertencia de que ahora marchamos a tientas, diré que el tiempo de mi vida en que la poesía era un regalo cotidiano fue justamente aquél en que ni siquiera tuve conciencia de ella; en que simplemente se respiraba. Se trata de ese curioso fragmento temporal en que el mito del Paraíso Perdido tomó cuerpo visible, la tan traída y llevada infancia (…) Ningún poema leído o escrito en mis ya largos años de adulto alcanzará nunca la absoluta plenitud de una de aquellas experiencias (…) Cuanto vino después ha sido un intento por recobrar aquellos ojos capaces de ver todas las cosas juntas y por todos sus lados a un tiempo; capaces, también, de oírlas, gustarlas, olerlas y tocarlas de un solo golpe satisfactorio, en su plenitud abundante. Sospecho que aún el accidente de escribir es más un testimonio de pobreza que otra cosa, ya que entonces no sentí nunca la tentación de hacerlo; la experiencia se completaba a sí misma, expresándose en el puro hecho de ser lo que ella era”.
Eliseo Diego empezó a escribir poesía cuando conoció a Bella, su esposa, en los años cuarenta. “No sé si fue para impresionarla que me puse a escribir entonces o fue nada más la chispa que encendió el fuego que traía adentro”. Sea como fuere “yo le leía mis poemas y si ella lloraba, por la cantidad de lágrimas yo medía la calidad y la fuerza del poema, así que le puse como nombre lacrimómetro”.
Años después, el poeta tuvo un nuevo e intenso acercamiento a la literatura infantil. Esto fue, cuando María Teresa Freyre de Andrade fundó en Cuba la primera biblioteca para niños, después de la Revolución, y lo nombró asesor. El mismo instauró la hora del cuento en la Biblioteca Nacional José Martí para los niños más pequeños y capacitó a jóvenes cuenta cuentos. Emprendió un programa de rescate de bibliotecas abandonadas, participó en la elaboración de los nuevos libros de texto en Cuba e incluyó en ellos poemas de Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez, Rafael Alberti, Federico García Lorca… con obra gráfica de Durero o láminas de Velázquez. Cita al poeta inglés Walter de la Mare: “Lo mejor no es bastante bueno para ellos” y asegura que los niños son el público más exigente de todos.
En este periodo se dio cuenta que las traducciones de los clásicos con las que contaban eran pobres. Así que se puso a cotejar las obras en inglés y francés para hacer una nueva versión de los clásicos. Y tradujo El gato con botas, La Bella y la Bestia que, comenta, “es una obra maestra para la imaginación de los niños”, y se siguió con Andersen, con los hermanos Grimm… “una buena traducción es fundamental, se trata de encontrar el secreto en cada uno de los textos”.
La tarea de las traducciones lo llevó a encontrar algo clave: “En el estilo de Hans Christian Andersen hay un tono como anhelante. Inicia El patito feo ‘¡Ah los días del verano…!’ como quien renuncia a describir la belleza de los días del verano, pero es que esa exclamación vale más que una descripción y en eso consiste la poesía de este escritor. Los españoles tradujeron la obra empezando así: ‘Los días del verano son bellos porque…’ y se acabó el aire de nostalgia y el pobre de Andersen se fue al diablo.
”Los clásicos contienen toda una sabiduría ancestral, hay que mantenerlos vivos”, insiste Eliseo Diego mientras recuerda otros favoritos como Robert Louis Stevenson y su obra La Isla del Tesoro o Rudyard Kipling y El libro de la selva.
También habla de los clásicos menos conocidos para niños. Del gran escritor inglés C.S. Lewis quien afirmó alguna vez que los niños pueden apreciar mucho más de lo que imaginamos, cualquier poesía siempre y cuando esté dentro de sus niveles de experiencia. Porque ellos, dice Diego, son capaces de descubrir el sentido más profundo de la poesía y apropiarse de ella “el problema es que los adultos sabemos demasiado y por lo tanto no sabemos nada, y como ya no sabemos, porque se nos ha olvidado lo que es un niño, especulamos y los fastidiamos subestimándolos”.
No es difícil imaginar a Eliseo Diego, como padre de tres hijos: Constante Alejandro (Rapi) y los gemelos Josefina (Fefe) y Eliseo Alberto (Lichi) y abuelo de los pequeños Ismael y María José, cantándoles las “nanas” y contándoles los cuentos que a él le cantaron y le narraron de niño.
Las canta de memoria: “Ya se murió el burro/ que acarrea mi madre/… ya salió de esta vida miserable…/ya estiró la pata…/y con el rabico decía adiós perico“. Las recita: “Por ver si me consolaba/ arrimeme a un pino verde/y el pino que no era verde/ de verme llorar… lloraba“. Las revive: “Allá a lo lejos se ve un cadáver/y ese cadáver de quién será/ es de un marinero del Vapor León/ que ha naufragado…/1a pobre viuda triste lloraba/ y con sus hijos la consolaba…“
“Mis hijos me reclaman en broma el contenido trágico de estas letras, pero en algunas de estas canciones tan populares hay poesía. Y los niños crecen con ella. Casi todos creemos necesario proteger a los niños de toda referencia al sufrimiento o la muerte, y hasta cierto punto no nos falta razón. Pero ¿es que acaso no enferman y mueren los gatos y perros preferidos, y, más terrible aún, los hermanitos, los abuelos, los padres y, supremo horror, los propios niños?”, dice el poeta. Se pregunta: “¿Podremos aislarlos, como quisiéramos bajo una campana neumática a salvo de todo contacto doloroso? Puesto que no es así, hay que tratar estos temas si sentimos necesidad de hacerlo. Será indispensable el máximo de tacto, el último refinamiento y cuidado del oficio…pues no hay obra mayor que aquella que nos ayuda a vivir, o nos consuela, o nos vuelve más fuertes y mejores”.
Dice el autor de En la calzada de Jesús del Monte que nunca se ha atrevido a escribir cuentos para niños, pero de muchos de sus poemas la infancia se ha apropiado:
El niño ha sonreído/ Su dulzura se esparce entre la luz. / Menuditos aplausos/celebran el candor de las imágenes/que en la máquina mágica/vienen y cantan y se van./Desde el fresco hacecillo de sus días,/desde su solo año ha sonreído,/a solas desde allí./La tarde queda a salvo, porque luego/ los limpios ojos aprobaron/su fugitivo corazón./Y con él sonreímos tan a gusto/porque hoy, al menos, todo el todo,/ echado en torno suyo,/es como siempre debió ser./Entonces, con permiso,/pues muchísimas gracias, Ismael.
(En torno al niño y su año solo, de E. Diego)
¿Qué pasará con la lectura ante estímulos tan poderosos como el Nintendo? Responde: “Ya en 1936 un gran escritor francés, George Duhamel escribió un libro que se llama En defensa de las letras en donde advertía que la lectura es el único medio de estimular en el hombre la capacidad de crear. Comentaba que, si el libro no lograba su permanencia frente a sus sustitutos mecánicos, la imaginación podría llegar a atrofiarse a falta de uso. Pero no ha sido así. Ahora, si respondo con la razón diría que estoy muy preocupado, si lo hago con el corazón y la confianza en el ser humano, diría que éste sabrá sobreponerse a todas las tentaciones”.
Habla de la palabra y de su preocupación porque ésta recobre su identidad: “Hay que pronunciar las palabras con toda intensidad y lentitud porque tenemos la costumbre de asesinar continuamente el idioma español. Si vas a realizar un hechizo, debes conocer exactamente las cosas que éste requiere o de lo contrario pierde el efecto, y un poema es un hechizo, así que debemos pronunciar la palabra perfectamente para que el hechizo funcione.”
El niño, sostiene Elíseo Diego, muchas veces es inmune a las decisiones de los adultos y se guía por sus instintos. Explica: “¿Qué valor tiene esta facultad de imaginar, de ‘soñar’ como dirían las gentes ‘prácticas’ para que los niños se obstinen en defenderla frente a todos nuestros esfuerzos por facilitarles novedades cada vez más lujosas y, a nuestro entender, más ‘divertidas’’? A esas gentes prácticas quizás les horrorizaría la afirmación de que, en la escuela, tanto como el aprendizaje de la aritmética, es importante el ejercicio de la capacidad de crear, en la que por definición va incluida la de ver y engendrar nada menos que los sueños”.
Y en esa capacidad de soñar, concluye el poeta, “está en germen el futuro mismo del hombre, que no es un esquema rígido vuelto hacia el pasado, sino posibilidad, imagen y maravillosa aventura”.
La entrevista tuvo lugar frente en las oficinas de IBBY (Asociación Internacional para el Fomento del Libro Infantil y Juvenil A.C. en otoño de 1993, cuando Eliseo Diego visitó nuestro país para recibir el Premio Juan Rulfo en la FIL de Guadalajara. En su discurso, el autor leyó su testamento en un poema que concluía: No poseyendo más/entre cielo y tierra que/mi memoria (…) les dejo el tiempo, todo el tiempo.