Balún Canán una alegoría mexicana de Rosario Castellanos

Para comenzar, es menester señalar que Balún Canán (1957) tiene justamente como premisa la narrativa posrevolucionaria que al principio se cuenta desde la perspectiva de una niña de siete años. La niña va narrando al lector todo lo que va pasando durante esta época de cambio en las que los proyectos de nación crean conflictos, al desestabilizar el poder hegemónico, casi feudal, que se había mantenido hasta el momento, como ocurre con las reformas gubernamentales de Lázaro Cárdenas.

La obra de Balún Canán (1957) de Rosario Castellanos es considerada una novela icónica en el feminismo y el indigenismo posrevolucionario de México, por lo que es el escenario perfecto para analizar la dinámica de poderes que se desarrollan con el nuevo proyecto de formar un renovado discurso nacional en el que se pretende incluir a todos los habitantes de la nación. Sin embargo, de la misma forma en la México atraviesa problemas que eventualmente impiden la realización de dicho proyecto, en el texto se encuentran representaciones que aluden al escenario nacional, pues como explica Villena en su trabajo, “La nación soñada: Historia y ficción de los romances nacionales latinoamericanos” (2006): «el proyecto nacional tomó forma en la literatura» (10). Castellanos expone dentro de la novela aspectos que imitan los problemas nacionales del México posrevolucionario, ejemplificando de forma simbólica los conflictos por medio de la composición de sus personajes que dan voz, dentro de su propio universo, a grupos sociales marginados como los indígenas, la mujer, los trabajadores del campo, los afrodescendientes, etc. Sin embargo, la dinámica alegórica abarca un espectro mayor cuando se magnifica la visón y en vez de observar únicamente al individuo, el enfoque se expande al comportamiento social y familiar. Es la intención de este análisis aplicar las ideas planteadas por Homi Bhabha y Doris Sommer con respecto a la nación y la novela, extendiendo sus usos y conceptos para hacer una lectura de Balún Canán (1957) desde una perspectiva figurada de la nación, cómo ya se ha hecho con otras novelas latinoamericanas, como Aves sin nido (1889) de Clorinda Matto de Turner o Sin Rumbo (1885) de Eugenio Cambaceres (Posternak 2014). En este caso, el argumento es que la familia Argüello es una alegoría a la nación mexicana. De la misma forma, la historia familiar es, en mayor o menor medida y dentro de su propio universo autocontenido, una representación la construcción de México cómo nación, dígase «un imaginario nacional» (Villena 2006).

Para comenzar, es menester señalar que Balún Canán (1957) tiene justamente como premisa la narrativa posrevolucionaria que al principio se cuenta desde la perspectiva de una niña de siete años. La niña va narrando al lector todo lo que va pasando durante esta época de cambio en las que los proyectos de nación crean conflictos, al desestabilizar el poder hegemónico, casi feudal, que se había mantenido hasta el momento, como ocurre con las reformas gubernamentales de Lázaro Cárdenas. Desde una macro-visión, la novela de Castellanos tiene como fin el exponer estas situaciones que forman parte de la historia mexicana, pero la ficcionalización de la historia y los tintes autobiográficos entremezclados crean un escenario en el que el lector tiene que usar su criterio para inferir qué tanto de lo que presenta la obra fue plausible o no para varias familias o personas de aquella época, así como entender que algunos elementos fueron incorporados en función de la narrativa y quizá, en algunos casos, tienen una función simbólica más que descriptiva. La familia Argüello, por ejemplo, es parte de esta ficción histórica porque se puede relacionar a lo que posiblemente pasó con varias familias de terratenientes en Chactajal, Comitán o sur de México durante la década de los treinta. Mas al mismo tiempo, también se sabe que los Argüello son una familia inventada por la autora y cuyos parecidos con cualquier realidad son coincidencias por contexto o intencionales referencias autobiográficas, como la muerte de su hermano Mario.

Así pues, la historia familiar de los Argüello no puede tomarse como evidencia literal, pero sí puede ser apreciada como una representación de cómo funciona la nación, por ejemplo, lo que hasta ese momento había sido una práctica de legitimización del poder en México. Un claro caso son los documentos históricos que dentro de la novela narran la presunta y legitima historia de la familia Argüello, que llegó a adueñarse de esas tierras, y cuya validez se pone en tela de juicio debido al origen de dichos documentos, como dice Cesar Argüello al hablar con Ernesto: «…pidiéndome unos papeles que tengo en la casa de Comitán y que escribió un indio.» «Y en español para más lujo. Mi padre mandó que los escribiera para probar la antigüedad de nuestras propiedades y su tamaño» (Castellanos, 199). La falsa historia de estos legítimos documentos constituye la complicidad que ha existido siempre entre lo que se considera la [H]istoria y quienes la escribieron. No por nada, cómo señala Villena al referirse al trabajo de Ángel Rama, La ciudad letrada (1984): «a partir de la posesión de la letra se legitima el poder» (3). Las actitudes e ideologías que los personajes manifiestan con respecto al lenguaje son relevantes en la historia, no solo porque forman parte del conflicto, sino porque son una manifestación de ese «imaginario nacional» que implica que todos los miembros de la nación deben de hablar «castilla», español. Del mismo modo, al rememorar la historia, las primeras acciones de la familia son una alegoría a lo que ocurrió durante la colonización, cuando llegaron los españoles a adueñarse de las tierras y comenzaron a escribir la historia de México en castellano. En Balún Canán se aprecia algo muy parecido con la llegada de Abelardo Argüello a Chactajal, donde los indígenas ya se habían establecido con anterioridad, y dónde el ladino impuso su voluntad. Así mismo, el «hermano mayor» de la tribu, quién escribió el documento, habla de presagios que anunciaron la llegada de los Argüello: «Hubo presagios. Sequía y mortandad y otros infortunios, pero nuestros augures no alcanzaban a decir cifra de presentimiento tan funesto» (Castellanos, 178), muy parecidos a los presagios y profecías que presuntamente tuvieron los Aztecas y Mayas sobre la conquista de los españoles. Además de esto, como dice Cesar, el documento que establece el legitimo poder de propiedad está escrito en español, no en el idioma indígena, y fue escrito a petición de uno de los Argüello, por lo que el paralelismo con la historia es difícil de ignorar, en el sentido en el que, en mayor o menor medida, la historia de México fue escrita por los conquistadores o indígenas que aprendieron el idioma por diversos motivos (políticos, sociales o de algún interés personal o circunstancial), mismos que se deben de tener en cuenta a la hora de legitimar las declaraciones.

Ahora bien, así como el origen de la historia familiar de los Argüello es simbólicos y aluden a la época colonial de México, las generaciones más recientes son una representación de la situación que concurre en el México de ese tiempo. Primero, hay que establecer las dinámicas sociales, las cuales, a grandes rasgos, son los comportamientos que tienen los individuos en relación con el rol que se les ha asignado en la sociedad, por ejemplo, el empleado asume su rol de servir al patrón, proveer un servicio, realizar un trabajo, recibir órdenes, etc., con el fin de mantener ser funcional en la sociedad en la que se encuentra. Como si de una obra de teatro se tratara, cada individuo debe de ser consciente de su posición y desempeñarse según lo dictamine el papel (o rol) que se le ha asignado de manera arbitraria. No obstante, al estar hablando de una época posrevolucionaria, hablamos también de una época de cambios, una época en la que se pretende reorganizar los roles asignados previamente y se tiene la intención de tener más inclusión con los individuos que forman la nación, dando las mismas oportunidades a todos y crear un sentido de equidad. El ambiente posrevolucionario crea un escenario en el que no solamente se habla de ideales, sino que se implementan leyes y reformas para establecer los cambios de manera institucional, obligando a los individuos de la nación a asimilar los nuevos discursos nacionales e incluso actuar en contra de la ideología subyacente de la tradición previa.

Es en este punto en el que se debe de tener en mente que, más allá del proyecto nacional que desea incorporar en la nación a los que previamente habían sido marginados, el poder hegemónico tiene su propia crisis interna, pues también hay conflictos entre las tres secciones hegemónicas que plantea Raymond Williams: La dominante, la residual y la emergente. La crisis radica en el hecho de que, debido a que todavía se está en proceso de transición, la hegemonía dominante no ha sido establecida plenamente y hay una lucha constante entre los valores de la hegemonía residual y la emergente. Aunque, objetivamente el ladino sigue en el poder, hay diferentes pensamientos y procederes ante la nueva situación que no son compartido por todos los que pertenecen al círculo hegemónico. Esto último se puede apreciar en la primera y segunda de la novela, cuando en más de un episodio se ven las diferentes secciones representadas en personajes que forman parte de ese poder. Por ejemplo, la hegemonía emergente es la que está siendo establecida por el gobierno, las nuevas reformas del presidente Lázaro Cárdenas y la divulgación que hacen los funcionarios de estas nuevas leyes que deben de ser seguidas porque sencillamente así es la ley, y para bien o para mal la ley gubernamental tiene un gran poder sobre la sociedad. Luego tenemos la hegemonía residual, representada por todas aquellas personas como Cesar Argüello, el tío David o Jaime Rovelo, quienes están en una buena posición económica y social, siendo parte del poder, pero cuyos ideales se arraigan a las prácticas anteriores a la revolución, queriendo mantener las cosas como han ‘estado siempre’ y que les beneficia, por lo que se resisten al cambio y a su manera encuentran la forma de no ceder del todo a las exigencias del poder emergente, creando así la crisis de cuestionarse quién están en la posición dominante, pues existe una discrepancia entre lo que se dice, se establece y se hace.  

Por otro lado, como si el conflicto dentro del poder hegemónico no fuese suficiente, y tomando como marco general, la idea de nación que Erik K. Ching expone en su libro Reframing Latin America: A Cultural Theory Reading of the Nineteenth and Twentieth Centuries (2007), más específicamente en capítulo 9 “Identity Construct #4: Nation” o como dice Ernest Renan en el capítulo “¿Qué es una Nación?” en el libro Nación y Narración (2010) de Homi K. Bhabha, la complejidad de la crisis de formar una nación tiene diversas capas, especialmente a la hora de querer incorporar a la mujer, el indígena, el negro, el mulato o el mestizo dentro de los proyectos nacionales y otros discursos inclusivos en la construcción de esa identidad nacional:


«… la esencia de una nación es que todos los individuos tengan muchas cosas en común y, también, que hayan olvidado muchas otras».

(Renan, 26)


«Al menos en teoría, las naciones-estados fueron construidas con la noción de que primero las personas se reconocieran a sí mismas como individuos y luego concordara en agruparse en un todo unificado con el propósito de administrar colectivamente sus propias vidas» (mi traducción). [“At least in theory, nation-states were built on the notion that people first recognized themselves as individuals and then agreed to come together in a unified whole for the purpose of collectively administering their own lives.”]

(Ching, 134)


Si una nación aspira a tener ciudadanos que, en otras palabras, reconozcan sus diferencias, pero al mismo tiempo se olviden de ellas para funcionar en razón de una sociedad heterogenia, el discurso nacional cae en una paradoja difícil de sobrellevar y que guía inevitablemente al conflicto, al caos y eventualmente al fracaso. Los grupos, mientras sigan siendo grupos, no se pueden incorporar sin que las diferencias se marquen y alguien termine siendo excluido o puesto en desventaja, por mucho que el ideal de la nación repita que «todos son iguales». Esta idea se ejemplifica mejor con el comportamiento y discurso de Felipe Carranza Pech en la novela:


«Nuestros abuelos eran constructores. Ellos hicieron Chactajal. Levantaron la ermita en el sitio en que ahora la vemos. Cimentaron las trojes. Tantearon el tamaño de los corrales. No fueron los patrones, los blancos, que sólo ordenaron la obra y la miraron concluida; fueron nuestros padres los que la hicieron» […] «En Tapachula fue donde me dieron a leer el papel que habla. Y entendí lo que dice: que nosotros somos iguales a los blancos».

(Castellanos,  216)


Aunque se pretende establecer una igualdad entre los individuos, el resentimiento de los acontecimientos pasados permanece latente. No puede haber una reconciliación de los grupos si no hay aceptación por ambas partes, y no se está hablando de olvidar o borrar el pasado o los hechos, pero sí de marcar un punto y aparte en la narrativa para que los individuos puedan comenzar un nuevo capítulo en el que las diferencias no sean más un problema y las oportunidades sean equitativas sin importar el sexo, la raza o la posición socioeconómica. No obstante, es obvio que esto último no es más que una visión romántica de lo que sería una nación ideal y casi utópica, porque incluso cuando se incorporan algunos discursos marginales al discurso nacional, inevitablemente se excluye a otros, como expone nuevamente Ching cuando habla de cómo en Latinoamérica se intenta reconciliar y celebrar el mestizaje:


«En todo caso, el nuevo nacionalismo mestizo fue tan excluidor como inclusivo, porque inevitablemente el mestizo establecía un tipo racial que no otorgaba estatus a los indios o a los afrolatinos. No es de sorprender que estas nuevas sociedades mestizas imaginarias tuvieran dificultad para deshacerse de la supremacía blanca arraigada en el esencialismo hermenéutico, y que las personas con el color de piel más claro siguieran siendo los privilegiados» (mi traducción). “But in either case, the new mestizo nationalism excluded as often as it included because mestizo inevitably got conflated with a racial type that did not accord status to Indians or Africans. Not surprisingly, these newly imagined mestizo societies had a difficult time shaking their white supremacist heritage rooted in hermeneutic essentialism, and lighter skin color continued to be privileged.”

(Ching,  137)


El problema principal radica en los problemas internos, que al igual que en la problemática entre la hegemonía residual y emergente, dentro de los discursos marginales existe también un tradicionalismo que se resiste al cambio, ya sea por comodidad, miedo o ignorancia. Ejemplo de ello es cuando los indígenas que trabajan en la hacienda de los Argüello comienzan a cuestionar a Felipe: «¿Sobre la palabra de quién lo afirma?» «¿Qué es el Presidente de la República?» «¿Es Dios?» «El Presidente de la República quiere. ¿Tiene poder para ordenar?» «No demos oídos a Felipe. Nos está tendiendo una trampa» (Castellanos,  217).

Por consiguiente, y teniendo en mente todo lo que se ha dicho con anterioridad, la formación de un discurso nacionalista es problemático y la novela ejemplifica estos problemas por medio de sus personajes, los cuales no solo representan un individuo, sino que a una sección la ciudadanía que en mayor o menor escala influye en las decisiones y proceder de la nación como tal. Así pues, después de analizar brevemente las relaciones sociales, hay que pasar al núcleo familiar en el que los lazos son más estrechos y por ende simbolizan dinámicas más complejas que se extienden en función de la nación mexicana en Balún Canán. Finalmente, la familia es en sí una de las instituciones más tradicionales que ha existido y sigue existiendo, su estabilidad y buen funcionamiento son sinónimos de una “sociedad saludable”. Así pues, una narrativa alegórica donde «la muerte, el adulterio, el incesto y la orfandad priman sobre el nacimiento, el matrimonio o la progenie» (Posternak, 159) no da lugar a que se cree un legítimo discurso para la nación. Dicho de otra forma, Posternak describe de la siguiente manera esta conexión al hablar de la novela latinoamericana finisecular: «…el universo familiar reaparece en consonancia con las problemáticas concernientes a la formación o consolidación de los estados-naciones» (58). También, Villena establece que «Otros textos literarios […] establecen igualmente el proyecto nacional con base en la construcción de subjetividades para el provecho de la estructura del nuevo estado» (10). Estas ideas son representadas a lo largo de la obra de Castellanos, principalmente en la familia Argüello y toda su problemática, incluyendo el desastroso final.

Entonces, partiendo del núcleo familiar, en jerarquía de poder, hay que observar al padre de la niña, quien representa simbólicamente al estado gubernamental, pues es quien maneja las finanzas y da órdenes a todos los que están en su casa, o cerca de él, bajo sus órdenes. Cesar es reconocidos por todos como la figura dominante del poder, y él mismo se considera la máxima autoridad de poder en el rancho, como cuando se llama a sí mismo «el mero Taton», que viene de «tata» (del azteca tatli, que significa padre), a quienes los indígenas que están a su servicio obedecen y respetan (Sales, 284). Al mismo tiempo, como se ha mencionado anteriormente, Cesar Argüello representa la hegemonía residual del momento, la costumbre y el poder que no quiere perder su estatus con el cambio que está tomando lugar tras la revolución. Cesar a su vez es el heredero actual de la hacienda de Chactajal y todo el legado de los Argüello, así como la nación mexicana ha heredado todo lo que hicieron sus fundadores.

Por lo tanto, Cesar es también una representación de lo que Posternak (2014) denomina como “La problemática de las herencias” y que el acto de heredar puede ser visto como «la reproducción de este modelo: casarse y concebir un heredero» (160). En un principio, Cesar sigue el modelo y la importancia de la herencia se contempla desde el momento en el que regañan a la niña Argüello por tomar sin permiso los papeles que tratan la historia familiar, los cuales pertenecen por derecho a su hermano, el varón, hasta escenas más explicitas, como los pensamientos del padre tras el incendio del rancho:


«¡Consideración! Si César no la tuviera desde qué horas habría sacudido por los hombros a aquel niño enclenque, lo habría despabilado bien para que se enterara de lo que había sucedido. Ésta es tu herencia, le diría. Aprende a defenderla porque yo no te voy a vivir siempre».

(Castellanos, 302)


O más adelante, cuando los Argüello se han visto obligados a volver a Comitán:


«Chactajal volverá a ser nuestro. No en las mismas condiciones de antes, no hay que hacerse ilusiones. Pero podremos regresar y vivir allí. Para que Mario se críe en la propiedad que más tarde será suya, y así aprenda a cuidarla y a quererla.»

(Castellanos, 309)


 Desgraciadamente para el desenlace de esta novela, con todo y el hincapié que se pone al tema de la herencia, de continuar con el apellido Argüello, Cesar no es capaz de darle continuidad a su linaje, su único hijo varón, reconocido y legítimo, Mario, muere de una enfermedad. Cesar Arguello es en sí una alegoría a toda esa sección del poder que se resistió al cambio, que no pudo adaptarse, y que, pese a que al final intentó arreglar el asunto, haciendo las cosas por la vía legal, terminó pagando las consecuencias de perderlo todo.

En todo caso, dentro de esta idea del núcleo familiar, pese a que por parte de los Argüello no hay demasiado protagonismo por parte de Mario, y los Rovelo son otra familia de la cual solo conoces a Don Jaime, las relaciones padre-hijo que se ven dejan mucho que desear. Ignorando, de momento, los casos en los que la paternidad ha sido negada al hijo varón, resulta interesante comparar los dos casos de herederos que se frustran, uno por la muerte y el otro por ideología, rompiendo así la tradición. Don Jaime Rovelo le dice claramente a la niña: «—Ahora tu padre ya no tiene por quién seguir luchando. Ya estamos iguales. Ya no tenemos hijo varón.», ya que por un lado Mario ha muerto tal cual, y el hijo de Don Jaime renunció a básicamente ser el heredero de los Rovelo porque optó por unirse a la ideología emergente, siendo abogado, trabajando a favor de las reformas de cambio y llegando incluso a atacar a sus antecesores: «Que él renunciaba a la parte que le correspondía en ese botín de ladrones que son los ranchos. Que nosotros podíamos suponer que eran nuestros, pues siquiera nos había costado el trabajo de robarlos».

Continuando con la jerarquía, la madre, Zoraida representa una sección diferente del poder, la sección de aquellos que querían perpetuar las viejas costumbres, porque se habían beneficiado de ellas, pero que a su vez eran un poder adquirido recientemente y con una ideología un poco más radical, pues de alguna manera venían de abajo. Dejando de lado, por un instante, el hecho de que Zoraida es mujer, su posición puede ser bien vista como una representación de todos aquellos que se hicieron de poder durante la revolución, gente que procedía de un origen pobre y cuyas vidas mejoraron por motivos circunstanciales, pero que lejos de desarrollar una ideología que reflejara empatía con los grupos marginales a los que pertenecieron, decidieron adoptar y seguir perpetuando los valores de la burguesía anterior. Se sabe que Zoraida tiene un origen pobre, pues ella misma lo dice: «Tal vez porque siempre fuimos tan pobres» (Castellanos, 205), pero también manifiesta abiertamente su desdén por los indígenas: «Y yo hubiera preferido mil veces no nacer nunca antes que haber nacido entre esta raza de víboras» (Castellanos, 169).  Si bien, Zoraida comparte en mayor o menor medida los ideales de su esposo, tiene una visión más radical de cómo deben de funcionar las cosas entre los patrones y los indios, entre los que mandan y los subordinados, marcando siempre distancia y abogando más por la violencia para imponer el poder, que por un dialogo para mediar la situación en la que se encuentran. Dígase, Zoraida juzga a su esposo por no imponerse lo suficiente y no maltratar a los indios cuando estos comienzan a exigir sus derechos, de la misma forma en lo que expresa después de que Cesar obligara a los indios a que volvieran al trabajo a punta de pistola: «—Si es como yo te decía —dijo después Zoraida—. Con ellos no se puede usar más que el rigor» (Castellanos, 292). La intransigencia de Zoraida contrasta en cierta medida con el proceder inicial de Cesar, tal vez por este mismo contraste que se quiere enfatizar con las diferencias entre estas representaciones del poder, pues por un lado están esos que acaban de obtener su estatus y ya sienten la amenaza de perderlo todo, como Zoraida, y los otros, como Cesar que vienen de familias de abolengo, acostumbrados al poder y cuya filosofía es «Pase lo que pase hay que conservar la cabeza en su sitio y hacer lo que más convenga» (Castellanos, 286).

Además de lo anterior dicho, Zoraida representa la figura materna que, si bien cumple con las funciones que se le han asignado dentro de aquella dinámica social, no cumple del todo con el estereotípico modelo del «ángel del hogar», tierna, sumisa, solícita, caritativa, abnegada, delicada, etc. De hecho, casi ninguna mujer de la novela de Castellanos se amolda a este ideal del siglo XIX.  No obstante, al menos Zoraida cumple con su rol normativo y funciones como mujer de esa época, desde la procreación de hijos, incluyendo un heredero varón, hasta sus labores como esposa y ama de casa en una familia ordenada, como explica Villena, de acuerdo con su interpretación de Fernández de Lizardi: «Destaca que la mujer debe ser la madre que cuide de sus hijos hasta que éstos comiencen la etapa escolar. A partir de entonces la función de la mujer habría de limitarse a atender devociones religiosas» (4). Aunque la distancia que mantiene con la niña, su hija, es notoria, también es evidente que se hace cargo de sus hijos en mayor o menor medida, sobre todo cuando están en Chactajal y la nana ya no está, así como las actividades religiosas se ven en la primera parte de la novela.

Continuando con los individuos que representan al poder, el sobrino de Cesar, Ernesto es, por otra parte, una alegoría a la crisis de identidad nacional. Como lo explica Posternak, «En las novelas observamos la configuración de identidades imprecisas que problematizan el reconocimiento vinculado a las filiaciones y atentan contra los sistemas clasificatorios» (159). Siendo él un hijo ilegitimo del hermano de Cesar y una mujer cualquiera del pueblo, Ernesto no tiene claras cuales son sus afiliaciones, y aunque se quiere considerar a sí mismo un Argüello, el resentimiento que tiene por el trato inferior que le dan, pone en duda dónde está su lealtad. Por ejemplo, lo que dice cuando está borracho en la escuela:


«iVengan y acaben con todo de una buena vez! ¡Llévense las vacas y que les haga buen provecho! ¡Entren con sus piojos a echarlos a la casa grande! ¡Repártanse todo lo que encuentren! ¡Y que no quede ni un Argüello! ¡Ni uno!»

(Castellanos, 270)


El resentimiento de Ernesto por su propia familia se puede asociar a la idea que plantea Octavio Paz sobre la identidad del mexicano, el trauma de ser «hijos de la malinche», cuya madre fue violada por un padre que les abandonó y que, a la hora de buscar reconciliación, solo hay desprecio y resentimiento de por medio, creando una especie de relación amor-odio que es conflictiva en el mismo individuo. Ernesto es así, porque aguanta la humillación como un subordinado, pero al mismo tiempo quiere ser parte del grupo del poder y se adapta a sus costumbres, que no son tan diferentes a las suyas, mas no está conforme con el trato porque tiene presente que no es considerado un igual, sino un bastardo. Y así como durante su estado de ebriedad incitó a los niños indígenas a boicotear a los Argüello, una vez que los indios comienzan realmente a ir en contra de ellos, Ernesto decide que su lealtad está con su familia, aunque ellos lo desprecien o maltraten: «Porque quería ayudar, estar de parte de los Argüellos» (Castellanos, 289).

De igual manera, Ernesto, dentro de la gran alegoría nacional, representa también a esos individuos que además de no tener clara su identidad, no tienen una función clara dentro de la nación, o sea que no queda determinado cómo es que son productivos para el progreso. En el caso de la novela, esto se ve desde antes de irse a Chactajal, pues Ernesto manifiesta que él tuvo intenciones de estudiar, de ser ingeniero, pese a que solo llegó hasta cuarto año de primaria, por lo que terminó como cartero. Luego en su papel como maestro, tiene varios fallos, empezando por el hecho básico de que no les está enseñando nada a los niños ya que no se pueden comunicar porque él, a diferencia de los otros Argüello, no habla para nada tzeltal: «Ellos no sabían hablar español. Ernesto no sabía hablar tzeltal. No existía la menor posibilidad de comprensión entre ambos» (Castellanos, 252). De esta manera, se establece ese limbo social de la posibilidad de formar parte de esa esfera de poder, pero la incapacidad sistemática de hacerlo, ya que el individuo no demuestra capacidades suficientes para apropiarse de un lugar dentro de la nación. Sin ir demasiado lejos, en el caso de que Ernesto hubiese sido aceptado en la familia, se deja claro que no hubiera servido de heredero de los Argüello, porque el trabajo del rancho, la herencia, no es para él. Primero se lo dice Cesar, cuando recién llegan: «—Eres tan mal ranchero como tu padre. Vámonos. Porque cuando empiece la capazón de los toros te vas a desmayar» (Castellanos, 202). Luego él mismo lo admite:


«Tengo que irme a otra parte. Primero era solo la peste del estiércol cuando lo ponen de emplasto sobre la gusanera. Pero ahora también ese chuquij de nixtamal, en todas partes. Se los digo, honradamente, no puedo seguir aquí. Ya lo probé».

(Castellanos,  269)


Al igual que esa sección de la nación que quiere incorporarse al poder hegemónico, Ernesto comienza entusiasmado por la oportunidad, la cual cree que es su derecho, pues al fin y al cabo es un Argüello, mas luego asume también una posición subordinada y un tanto derrotista, que a su vez refuerza y perpetua el poder que tienen los que se colocan por encima de él. Así como algunos indios manifestaban que las cosas no debían de cambiar, y como Ching expone que de alguna u otra manera se mantiene la supremacía de los blancos (los ladinos en este caso) aun en las nuevas sociedades, Ernesto manifiesta estos ideales con su forma de actuar y también cuando dice: «No va a cambiar nuestra situación. Indio naciste, indio te quedas. Igual yo. No quise ser burrero, que era lo natural, lo que me correspondía» (Castellanos, 265). Se coloca por encima de los indios, se sabe con derecho a acceder al poder, pero decide colocarse por debajo de los Argüello porque todos esos conflictos internos de identidad le impiden colocarse en una categoría definida y así legitimar su poder. Al final, con todo y sus intentos de reivindicar su rumbo, Ernesto termina muriendo de una forma un tanto irónica, porque por un lado es Matilde quien le dispara, lo cual se puede decir hasta cierta medida que es consecuencia de sus actos, pero al mismo tiempo él se coloca en aquella situación pensando que así por fin podrá merecerse el lugar que le corresponde como parte de la familia Argüello.

Finalmente, la niña Argüello, quien es el personaje principal de la novela, es la más compleja de ubicar como parte simbólica del discurso nacional, pues es quien queda y representa en sí un proyecto inconcluso, quizá frustrado y fallido también. La niña comienza reconociendo la situación actual, identificando quienes están en el poder, sus padres, y que está habiendo cambios debido a los discursos emergentes. Ella reconoce las diferencias en poder y en un principio no las aprueba, no le gustan: «Ahora lo miro por primera vez. Es el que manda, el que posee. Y no puedo soportar su rostro y corro a refugiarme en la cocina» (Castellanos, 141).

Junto con la nana, quien por cercanía y afecto es parte de la familia Argüello, la niña representa la siguiente generación, la sociedad que se está formando y emergiendo. En el caso de la nana, ella simboliza la sección de los grupos que no están en el poder, pero que han asimilado la dinámica para funcionar y desempeñarse con lo que está a su alcance, aunque eso implique en parte dejar atrás algunas características que los distinguían como individuos de sus respectivos grupos. La niña comprende esto a su manera, cuando su nana le explica que: «Es malo querer a los que mandan, a los que poseen. Así dice la ley» y da la sensación de que el cambio es posible, que, así como el hijo de Don Rovelo se negó a continuar con las costumbres de su familia y heredar el rancho, la niña podrá cambiar las cosas. Infortunadamente, los acontecimientos y el desenlace determinan otra cosa. No solo es que el cambio no se da, o que el final tiene un pronostico negativo para el futuro, sino que, encima de todo, la niña se queda con un trauma adicional por creer que la muerte de su hermano ha sido su culpa. Además, la niña termina adquiriendo toda la ideología que la rodea, la cual probó ser más fuerte que la que en un principio dio la posibilidad del cambio. La misma niña que al inicio se sentía triste y hasta algo enojada por no estar con su nana, termina interiorizando las ideas de sus padres y concluye: «Nunca, aunque yo la encuentre, podré reconocer a mi nana. Hace tanto tiempo que nos separaron. Además, todos los indios tienen la misma cara», dando a entender así que no habrá ningún cambio, ni ningún progreso con su generación.

Entonces, recapitulando, la familia Argüello es una alegoría a la nación en Balún Canan, pues sus miembros principales, así como otros miembros cercanos, y que algunos faltaron de incluir en este análisis, representan no solamente a individuos de un grupo en específico, sino que simbolizan secciones amplias de la dinámica social. La familia en sí, como una representación de la nación, debe de proyectar estabilidad y una buena funcionalidad, por lo que en el momento en el que las cosas comienzan a fallar, las relaciones se vuelven conflictivas y problemáticas entre los miembros y parientes, el mensaje es que esa misma problemática está ocurriendo a nivel social. Así como la familia se desintegra y llega incluso a terminarse, pues el apellido no seguirá más y tampoco hay nada más que heredar, la nación sufre una fracturación y el «imaginario nacional» quedó sin unificación, siendo distinto para cada individuo, con un discurso que varía según quien lo diga, pues el intento de incluir a todos en una misma voz falló.

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