Aunque debieron escribirse muchos otros títulos antes, durante y después, la única novela auténtica (tal como la conocemos hoy y que ha llegado hasta nosotros), a medio camino entre el mundo griego y el romano, es “La metamorfosis” o “El asno de oro” de Apuleyo. Estoy de acuerdo con el filólogo y editor español Juan B. Bergua (ese erudito español que tradujo y puso al alcance de cualquiera títulos indispensables griegos, romanos y orientales) cuando dijo que las novelas griegas precedentes, como las “Aventuras de Quéreas y Calírroe”, de Caritón de Afrodisias, son muy aburridas, aunque Caritón tenga el mérito de ser el primero de los novelistas griegos conocidos. Para Robert Graves la primera novela griega la constituiría ese grupo de narraciones que se enmarcan en la aventura de Jasón y los argonautas, y que fue narrada infinidad de veces, desde Higino, pasando por la Biblioteca mitológica de Apolodoro y los hermosos “Catasterismos” de Eratóstenes-, pero “El asno de oro”, se cuece -se lee- aparte.
Debió titularse “La metamorfosis”, porque el protagonista experimenta un cambio de forma, pero Agustín de Hipona –el San Agustín de los católicos-, en “La ciudad de Dios” (XVIII, 18, 1), lo citó de la siguiente manera:
“Como escribió Apuleyo en su libro “El asno de oro”, que le ocurrió a él mismo”.
Escrita en el Siglo II por ese tal Apuleyo (su nombre completo sería Lucio Apuleyo), que nacería en tierras africanas, en regiones bereberes -no por esto un bereber como los conocemos hoy, sino de algún tipo europeo-, y que habría adquirido y asimilado la cultura romana, fue atribuida, a la vez, al mismísimo Luciano de Samosata, el amenísimo padre del humorismo occidental y de la Ciencia ficción, con su “Historia verdadera” (que, irónicamente, era una burla de las ficciones literarias), debido al mismo el nombre del personaje con el de ambos autores, es todo un delicioso enigma. ¿Acaso sean Lucio Apuleyo y Luciano de Samosata uno solo, o Apuleyo copiaría -y desarrollaría y mejoraría-, la obra precedente (“La Luciada”, también llamada “Lucio o el asno”) de el de Samosata? La cuestión, que ha traído de cabeza a los especialistas, no nos ha distraído de lo que realmente importa, su lectura.
Lucio, en la novela, parte a la casi legendaria tierra de Tesalia -hay que recordar lo que bien nos ha dicho Graves en su ensayo “Los mitos griegos”, que Tesalia estaba habitada por grupos matriarcales, que practicaban la magia, y que amenazaban al sol con “hundirlo en un eclipse perpetuo”-, esa región de las brujas que Homero llama Aeolia, en la Odisea (Eolis, debido a sus primeros habitantes, los eolios, después expulsados de la región), para aprender dichas artes, pero termina convirtiéndose en asno, por las prácticas negras de una hechicera, y sufre sus avatares. La novela se ha remarcado como uno de los antecedentes más remotos de la picaresca española -la otra es la magnífica el “Satiricón”, atribuida a otro autor oscuro, el Petronio “árbitro de la elegancia”, de la corte de Nerón- y, como estas, no carece de pasajes eróticos bastante atrevidos, pero incluye, igualmente, la bellísima fábula de Eros y Psique:
Eros, o Cupido, ama a Psique, pero no puede revelar su naturaleza divina, y ella, curiosa, porque sus hermanas celosas le han señalado que puede estar amando a un monstruo, decide desvelar la identidad de su amante, valiéndose en la noche de una lámpara de aceite, pero hiere a Eros, quien escapa de ella, un acto que, a través de toda la Edad Media, conoceríamos como la “Stilla olei ardentis” de los poetas, que representa una incursión en lo prohibido, que traiciona los acuerdos amatorios. Es esta, una fábula quizá inventada por el autor, quizá recogida de oídas del extensísimo Corpus del mito, pero que conocemos por primera vez a través de esta historia incluida en la todavía mayor de “El asno de oro”.
La cuestión, de tremenda importancia, incluso para el desarrollo posterior de la novela como género literario es, que la obra bien puede dividirse en dos partes, claramente diferenciadas: la de las aventuras misteriosas, picantes y dolorosas de Lucio, bajo la forma de asno –y que se adelanta, incluso, a la trama de la hermosa película “Al azar de Baltasar” (1966), de Robert Bresson, que cuenta la historia azarosa, como su título indica, de un burrito que pasa de mano en mano, altamente conmovedora, profundamente humana-, y la conversión total y decidida -al estilo de un Pablo de Tarso-, en los misterios sagrados de la diosa Isis, en la cual el estilo cambia a un poética brillante y enternecedora, propia de la epifanía. Si nos atenemos a la cita de Agustín, podríamos entender el por qué el libro fue leído por autores cristianos como él, acaso por una identificación con esta conversión en lo sagrado, tras haber abandonado una vida mundana, que antes, como he citado, hubo tocado también a Pablo. La misma cita deja entrever que se leía una “autobiografía”, o que se comprendía ese fenómeno que se llama “suspensión de la incredulidad” (identificado primero por el poeta inglés Samuel Taylor Coleridge en su “Biographia Literaria”, de 1817), por medio del cual el lector cede, voluntariamente, a creer, durante el tiempo que dure la lectura, que lo que lee es posible, dentro de su marco de referencia ficticio, por supuesto, y que logra que una obra funcione, por muy inverosímil que sea en el mundo real. Así, tanto los cíclopes, la espada en la piedra que sólo el elegido puede extraer, los viajes en el tiempo, o un hombre transformado en burro, pueden ofrecer disfrute literario al leerlos como parte de un todo conformado en obra armoniosa.
Este cambio en la obra presupone uno de los elementos que, después, la novelística hará suya, y que hacen de la novela el género más variado pues, en la novela, “cabe todo”, desde la biografía, la cita, la misiva, hasta la meta literatura. El mismo Cervantes, varias veces, en la segunda parte de “El Quijote”, cambiará el estilo (y la atención sobre Don Quijote), por ejemplo (señala Martín de Riquer en “Aproximación al Quijote”), el personaje se empequeñece, se hace nada, cuando se enfrenta a la guerra (II, 63), a un horror para el cual no está preparado y Cervantes bien puede estar narrando su propia participación en la Batalla de Lepanto, y no la historia del “Caballero de la triste figura”. Realismo contra ficción, y ello dentro de una narración no histórica. Será la religión, la “apertura de los ojos”, en “El asno de oro”, lo que introduzca este cambio brusco en el devenir de nuestro héroe:
“Escucha, pues, y cree: todo cuanto te voy a decir es verdadero. Yo me he aproximado a los límites de la muerte; yo he pisado el umbral de Proserpina, del cual he vuelto traído a través de todos los elementos; yo he visto, en plena noche, brillar el Sol con luz esplendorosa; yo me he acercado a los dioses de abajo y a los dioses de arriba; yo los he visto cara a cara y los he adorado de cerca”.
Que contrasta con pasajes como estos:
“Despojándonos, pues, de cuanto nos cubría y enteramente desnudos, nos abandonamos a los transportes de Venus, y cuando yo estuve fatigado, Fotis fue tan amable que hizo por su parte todo cuanto pudo por procurarme un suplemento de placer”.
Un dato interesantísimo es que T. H. Lawrence, mejor conocido como “Lawrence de Arabia”, tenía al “Asno de oro” como uno de sus libros de cabecera preferidos y, se dice, lo llevó consigo durante la guerra árabe. Lawrence se lo “presentó” al genio de Robert Graves, y este lo tradujo al inglés.
A excepción de la Odisea y la Ilíada, que no se veían como mitos, leyendas o meros cuentos –o, mejor dicho, que se escuchaban, de labios de los rapsodas, que los recitaban ante audiencias arrobadas- sino como textos sagrados, y de la novela proto pastoril “Dafnis y Cloe”, de Longo de Lesbos –que tengo como la obra más hermosa jamás escrita, a pesar de su ingenuidad inherente, o cursi para los cánones modernos y que mutaría en el “Pablo y Virginia”, de Jacques-Henri Bernardin de Saint-Pierre (1787), y “La laguna azul” (1908), de Henry De Vere Stacpoole-, y de la más antigua, como mejor narración de todos los tiempos, “La epopeya de Gilgamesh”, “El asno de oro” constituye un dechado de estilo, de imaginación y de divertimento sin parangón. En esta novela inicial -e iniciática- está todo, antes de haber sido escrito todo, desde el viaje -tan traído por los pelos una y otra vez, ya fuese a Mordor o al planeta Arrakis-, la toma de conciencia del héroe, la risa, el miedo, la irrupción de lo extraño en lo cotidiano -¡apártate “realismo mágico”!-, e incluso, una rara meditación –que muchos han querido ver como una “denuncia social”-, sobre la condición del esclavo y de los animales maltratados, con lo que esta novela sería la primera en señalar estos abusos, siglos antes de la formulación de los Derechos Humanos.
Como todas las fuentes su transparencia y su fácil lectura, oculta un origen subterráneo, secreto, empezando por el de ese autor cuya identidad, realmente, no sabemos, pero constituye, al mismo tiempo, el agua fértil de la que brotaría la fantasía occidental y que variaría en los tantos subgéneros populares que aún leemos a principios del Siglo XXI.
Imprescindible.