MARIA VICTORIA ENNIS
El Megalosaurus Bucklandii fue el primer dinosaurio descrito por la ciencia, en 1824. Hace más de 160 millones de años era un carnívoro bípedo que pesaba una tonelada y medía entre 6 y 9 metros de largo, pero antes de saber todo eso fue visto como el escroto de un humano gigante. La culpa la tuvo el naturalista británico Richard Brookes quien, en 1763, en un impulso de audacia creativa, reinterpretó el fósil que ya había publicado e ilustrado 86 años antes Robert Plot, el primer profesor de química de Oxford, en el libro Una historia natural de Oxfordshire. Si bien el docente incluyó en esa obra la posibilidad de que se tratara de los restos de un humano gigante, contempló en igual medida que pudiera tratarse del fósil de algún animal desconocido. La duda se debía a que en el capítulo seis del Génesis se habla de un tipo de semidioses colosales y violentos que habrían desaparecido en el diluvio universal. Como en el siglo XVII cualquier explicación por fuera del relato bíblico era imposible de imaginar, todo hallazgo o razonamiento debía encajar en la cosmovisión teológica a como dé lugar.
Fernanda Castaño, estudiante de paleontología, primera autora del libro Mujeres de las Piedras y habilidosa divulgadora, recopila en su blog historias curiosas de su disciplina con gran detalle y documentación, pero no pudo encontrar una justificación para una denominación tan bizarra. “Richard Brookes lo cataloga inexplicablemente como Scrotum Humanum y lo describe como algo que podría haber sido la extremidad de un gigante, pero no hay una explicación de por qué lo nombra así”. La etiqueta, lógicamente, no cuadraba con la nomenclatura binómica de Linneo para clasificar animales y plantas, así que fue descartada y reemplazada por su denominación actual.
Descubierto el fósil de un joven tiranosáurido que conserva los restos de su última comida
Ese breve traspié es más que una anécdota graciosa, es el reflejo de la evolución de la ciencia. “A lo largo de la historia muchas veces se adjudicaron huesos a gigantes, pero no había necesidad de buscar evidencias para esa asociación porque si lo decía la Biblia, era así. No lo dudaban. Por eso la Revolución Industrial – el contexto en el que se desarrolla este hallazgo- es tan importante. Porque lo que ocurre es una ruptura con ese paradigma. Se empieza a revelar de a poquito que hay una historia que es mucho, mucho más antigua. Cuando empiezan a excavar para construir caminos, para obtener minerales, se revelan estratos con edades cada vez más antiguas y una historia que es mucho más remota de lo que contaban las escrituras”, explica Castaño, aficionada, además, a la epistemología.
Para historiadores como William John Thomas Mitchell, apunta la futura paleontóloga, “los dinosaurios son los primeros animales modernos porque son los que permiten romper con ese paradigma de Dios creador”. Y el Megalosaurus lo hizo de un modo particular. El autor de su descripción, William Buckland, además de naturalista, geólogo y paleontólogo, era clérigo, por lo que debió rebuscárselas para sortear las contradicciones a las que la evidencia científica lo enfrentaba. La investigadora de la Universidad Complutense de Madrid Angélica Torices Hernández explica en una conferencia que “cuando Buckland se da cuenta de que el Megalosaurus era carnívoro, se encuentra en un problema” porque esa cualidad según la fe cristiana “estaba asociada con la violencia y para la religión el mal solo había comenzado en la Tierra con la decadencia humana, con el pecado original. En el Jardín del Edén todo era pacífico y hermoso y esta bestia carnívora no encajaba, no podía haber sido creada por Dios. Así que Buckland lo justifica diciendo que es una máquina de matar perfecta, capaz de causar la muerte sin dolor, por lo que Dios la creó para que elimine el sufrimiento de un modo eficaz”.
Una mandíbula rápida
Debió pasar más de un siglo para que el enredo entre humanos gigantes y reptiles colosales pudiera comenzar a esclarecerse. Aquel fémur estudiado por Plot en 1677 recobró una relevancia inesperada cuando apareció otra pieza clave del que sería el rompecabezas más trascendente en la historia de los dinosaurios. En 1805, un profesor de anatomía le acercó a Buckland una mandíbula singular que había comprado en uno de los tantos mercados de rarezas geológicas que abundaban en Inglaterra y que frecuentaban los coleccionistas pudientes. En ese fragmento “había características muy particulares, que tenían que ver con que no era de un gran mamífero u otro animal conocido hasta el momento. La mandíbula adentro tenía como unos alveolitos, donde van insertos los dientes y también había fragmentos de los dientes que serían de recambio, una característica que no presentan muchos animales”, explica Castaño. Tanto este fósil como el fémur provenían de Stonesfield y luego se sumaron cadera, vértebras y sacro del mismo origen. Como el monstruo de Frankenstein, con fragmentos del mismo animal pero de distintos individuos, Buckland logró recrear la anatomía del gran lagarto.
“Para llegar a romper con la idea de que era un fósil de un humano gigante, fueron cruciales las cartas que se mandaban Mary Morland –paleoilustradora profesional y esposa de Buckland- y Georges Cuvier que era el gran anatomista de la época. Él es quien le dice a Buckland que está en lo correcto; que éste era un gran animal y que probablemente era un saurio, un lagarto. Con esos datos, cuando en 1818 Cuvier viaja a Inglaterra, se reúne con ella, observa el bicho en vivo y en directo y confirma esa conclusión”, reconstruye Castaño. El autor esperó una ocasión especial para presentar su estudio, seis años después, cuando asumió formalmente como presidente de la Sociedad Geológica de Londres.
Dinomanía
Esa noche, sin embargo, otra bestia se robó la fascinación del público. Un esqueleto casi completo, de más de cinco metros de largo, con aletas y un extenso cuello, dominó la sala. El Plesiosaurio hallado y reconstruido por Mary Anning, la paleontóloga más prolífica no reconocida en su época, fue la criatura acuática más grande de su tiempo. “Era un bicho enorme, con todos los huesitos exhibidos, que vivía en las profundidades. En cambio, del Megalosaurus había unos huesos, una cadera, un fémur, unas vértebras, una mandíbula que llamaban la atención pero no era tan notable”, contrasta Castaño.
Para reivindicar su gloria, el fósil de Buckland necesitó de dos colegas que aparecieron después gracias a la paleontóloga Mary Anne Woodhouse y su marido Gideon Mantell, un reconocido naturalista y cirujano que recibía solo el crédito por las investigaciones que hacía con su esposa. “Cuando Richard Owen –paleontólogo y anatomista británico- describe a los dinosaurios por primera vez utiliza alguna de esas características, como las vértebras fusionadas del sacro que es lo que se puede ver en uno de los fragmentos que describe Buckland, y también en los restos del Iguanodon que consigue Mantell. Más tarde con el Hylaeosaurus, el segundo dinosaurio encontrado por él y el tercero en general, se define el grupo. Esos tres géneros tenían las características que definen a los dinosaurios y le permitieron a Owen diferenciarlos del resto de los animales que se habían encontrado y crear el grupo de dinosaurios en 1842″, relata la divulgadora Castaño.
El anatomista corrigió, además, que el Megalosaurus era un terópodo capaz de erguirse en dos patas. “Inicialmente se los reconstruyó como lagartos de unos cuatro o seis metros de largo, rechonchos, grandes, cuadrúpedos. Luego se vislumbró que no y eso fue lo que introdujo como novedad Owen. Se da cuenta de que se trata de animales que tenían sus patas columnares, que no iban de manera barrancada como un lagarto, como un cocodrilo. En eso ya hay una diferencia en la manera en que fue evolucionando la imagen que se tuvo de un dinosaurio en general y del Megalosaurus en particular”, aclara Fernando Novas, investigador del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina (CONICET).
Si bien el Iguanodon de Woodhouse fue el primero en comenzar a ser estudiado científicamente, Buckland fue más rápido. Una vez que reunió y revisó todos los hallazgos del Megalosaurus, se apresuró para llegar a ser el primero en publicar su descripción el 20 de febrero de 1824. A partir de entonces, se desató la fascinación por los dinosaurios que continúa hoy. La doctora Torices Hernández cuenta que “Richard Owen era un gran divulgador, con habilidades de marketing y crea la primera dinomanía” con la recreación de todos los dinosaurios conocidos hasta el momento en el Parque del Palacio de Cristal, en Londres, con el objetivo de reflejar los avances científicos y técnicos del imperio británico. “Se planeó mostrar un jardín antediluviano y se publicitó muchísimo. El escultor incluso hizo modelos a escala de estos animales, muñecos con fines educativos que vendía a 30 libras. Había merchandising. Historietas, postales cómicas, chocolates con cromos”, detalla la investigadora española. El Megalosaurus tuvo, además, su momento exclusivo de fama en el primer párrafo de la novela de Charles Dickens, La Casa Desolada donde por primera vez en la historia un dinosaurio aparece en un relato de ficción.
El carismático zoófago
William Buckland hubiese comido sus propios dinosaurios si hubiese podido. Además de teólogo y pionero en la paleontología era, según Castaño y el blog de la Sociedad Geológica de Londres, un excéntrico zoófago. Pertenecía a un club de carnívoros a los que les gustaba reunirse para probar todo tipo de carnes. Topos, moscardones azules, carpinchos, cocodrilos, pantera, trompa de elefante, rinoceronte, canguro y hasta el corazón de un rey, según cuenta una extendida leyenda. “En el siglo XIX había un club de zoofagia del que formaba parte, en el que probaban todo tipo de carnes existentes. Animales exóticos; lo que sea ellos lo probaban. Y él tenía la costumbre de decir que había probado todos los animales conocidos menos el humano”, cuenta la estudiante de paleontología aficionada a la historia de su disciplina. Además de su trabajo, el geólogo compartía con su familia esta peculiar afición. Estimulado por él, su hijo Frank fundó la Sociedad de Aclimatación al que se unió Richard Owen y cuyo objetivo máximo era devorar todo el reino animal. En el siglo XIII en Francia el corazón y otros órganos internos del cuerpo de un rey o una reina muertos recibían un trato especial. “Se separaban, se embalsamaban los corazones y se colocaban en un ornamentado relicario, que a su vez se colocaba sobre cojines cubiertos de tafetán negro situados en el regazo del confesor del rey.
Al amparo de la oscuridad, una procesión fúnebre llevaba el corazón real a su último lugar de descanso, a menudo en un lugar completamente separado del cuerpo, generalmente especificado por el monarca antes de morir”, cuenta en el blog un autor identificado como Paul, dedicado a las historias curiosas de la geología y la paleontología. En la Revolución Francesa, además de decapitar a la monarquía, los revolucionarios vendieron los corazones momificados de los reyes. Cuenta la leyenda que un pintor interesado en preparar el exclusivo pigmento marrón momia o marrón de Egipto, adquirió el órgano y utilizó una parte en sus pinturas. Lo que pasó con el resto del corazón, cuenta Paul, “es una cuestión de conjeturas, ya que existen afirmaciones contrapuestas.
Una historia cuenta que el artista devolvió los restos del corazón a la corte real después de la Restauración de Luis XVII. Otra historia es la que está en la iglesia de Val de Grâce, en París. Esa segunda versión relata que en una cena a la que asistió Buckland los restos encogidos del corazón se pasaron alrededor de la mesa para que los invitados lo inspeccionaran. Cuando llegó a manos del padre del Megalosaurus, éste declaró: “He comido muchas cosas extrañas, pero nunca antes había comido el corazón de un rey” y a continuación, se lo engulló.
La misma personalidad excéntrica que alimentó ese mito, le aportó un carisma valioso para exponer públicamente sus investigaciones y destacarse con teatralizadas conferencias similares a los stand up científicos actuales. Mucho de ese estilo y su trabajo sigue influyendo doscientos años después de que publicara la primera descripción científica de un dinosaurio.