Dos miradas

“Te dolió una parte del cuerpo
que no sabías que existía
la piel de la memoria.”

Juan Villoro, 2017.

19 de septiembre 1985

No me di cuenta cómo llegué de la cama, donde todavía dormía, a la puerta de mi habitación. El movimiento de la tierra me expulsó y me puso ahí mismo. Cuando terminé de despertar vi que mis hermanos y mis padres estaban resguardados igual que yo, bajo el marco de madera de la puerta, el lugar más seguro que hasta entonces conocíamos. Mientras la tierra oscilaba y brincaba bajo nuestros pies, mi padre comenzó a rezar en voz alta “La Magnífica”, y todos repetíamos la oración cada vez que hacía una pausa. La última imagen que recordaba casi idéntica fue la madrugada de 1979, cuando un fuerte sismo derrumbó la Ibero. En casa rezábamos desde que éramos niños en situaciones peligrosas, desesperadas, épocas de crisis, y también cuando faltaba la comida, a veces hincados alrededor de la cama de mis padres. Lo hicimos siempre, la última vez fue el día que mi papá murió.

“Fue larguísimo”, “coman un bolillo”, “no pasó nada”, “no hay señal en la tele”, “se fue la luz”… Prendimos el antiguo radio Zenith que funcionaba con baterías. Eran las ocho de la mañana y Jacobo Zabludovsky ya estaba narrando lo que veía desde su auto, circulando por Reforma y Periférico: “El tráfico es fluido… No hay nada de qué preocuparse… El Ángel está sobre la columna de la Independencia… Sentí este temblor muy prolongado, pero como que nos trató suavecito, como que nos andaba meciendo en una cunita…Todo lo que veo es normal… No veo ninguna alteración, nada para que la gente siga haciendo su vida normal”.  Minutos después se tragó sus palabras: “Temo que los efectos del temblor hayan sido muy superiores a los que pudimos calcular… Tengo la inmensa tristeza de informar que estoy ante uno de los más grandes desastres que he presenciado en mi vida en esta ciudad de México”.

Así nos fuimos enterando de la ira de la tierra. 

En el 85 yo estudiaba Comunicación en el turno vespertino en la UAM Xochimilco, y en las mañanas trabajaba en una pequeña agencia de comunicación y publicidad. Comenzaba mis pininos como guionista y asistente de producción para documentales culturales de la Fundación Banamex, sentía que el mundo estaba a mis pies, no le tenía miedo a nada. Por eso cuando llamó por teléfono mi jefe, don Eduardo Clavé, -un personaje que tenía 70 años, vestía de traje, gazné, botas de equitación, sombrero, montaba una motocicleta BMW, y que además confiaba en mi incipiente talento, no dudé en ir a trabajar. ­­­–“Aquí te espero, trae tu cámara”, me dijo, al tiempo que colgué la bocina de ese teléfono negro que colgaba en la pared. Cuando llegué a la oficina, que estaba a unas calles de mi casa en la colonia Condesa, me esperaba en la puerta con la motocicleta encendida y su casco en la mano. Sus hijos ya estaban listos en otra moto, y el que iba en el asiento de atrás llevaba una cámara de video tres cuartos, el nuevo formato de televisión de la época, que estaba sustituyendo a las cámaras de una pulgada, era más pequeña, pero no como las de hoy. Yo nunca me había subido a una moto, mi padre me lo tenía prohibido.

Esa mañana aprendí a mantener el equilibrio sobre dos ruedas con una mano y al mismo tiempo sostener mi cámara fotográfica con la otra, buscar la imagen y hacer clic cada vez que veía un edificio derrumbado. Circulamos por Avenida Chapultepec y capté el edificio de la Secundaria 3 en la que estudiaron mis hermanos, clic. Llegamos a Reforma y Avenida Juárez, dos calles antes del Hotel Regis, y ya no pudimos pasar. Se estaba incendiando. Cerca del edificio de la Lotería Nacional pude tomar otras fotografías. En medio de la humareda sobresalía el letrero del gran hotel tirado en el piso, clic. Las personas caminaban como ausentes de la tragedia, sin asombro, nadie sabía que bajo esos escombros había aullidos de 74 personas y algunos cuerpos. Simplemente evadían la mirada del dolor, no se detenían frente a los edificios, que alrededor, se había tragado la tierra. Tampoco miraban al cielo. Tal vez solo iban pensando en sus familias. El pánico vino después.

Habían pasado tres horas.

Hotel Regis, Av. Juárez, Ciudad de México, 1985. Foto: Cecilia Rivadeneyra

Poco a poco el sonido ensordecedor de las ambulancias fue lo único que se escuchaba. En esos momentos yo no era yo, era un ojo tras el lente capturando imágenes. No sentía nada, ni miedo ni emociones, de todo mi cuerpo sólo se movía mi dedo índice tras cada clic. La cámara me protegía.

Atrás de nosotros el escenario fue tan demoledor como sus edificios. Junto al famoso Palacio Jai Alai, el Frontón México, en la esquina de Plaza de la República y Puente de Alvarado, se derrumbaron varios edificios, algunos en sus pisos más altos, y otros quedaron como sándwiches, con las vigas saliendo por las ventanas; lo mismo que el inmueble del Sindicato de la Industria de la Construcción, a unas cuadras. -De la construcción, qué simbólico- pensé. Clic. Otra vez nos montamos sobre dos ruedas para escabullirnos de los cierres viales y llegamos a la esquina de Televisa, en Río de la Loza, a una cuadra de Avenida Chapultepec, donde yacía su edificio y una de sus torres de 50 metros de altura cruzaba los dos carriles para automóviles, callando voces y vidas, como lo hicieron siempre. Clic, clic, clic. En todas esas fotos no hay presencia de bomberos, ambulancias ni autoridad de gobierno, solo peatones que se acercaban a ayudar.

Televisa, Av. Río de la Loza, Ciudad de México, 1985. Foto: Cecilia Rivadeneyra

Cruzamos algunas calles más para colarnos a un cuadrante entre Bucareli y Balderas, un panorama de guerra se abrió ante mis ojos. Nos detuvimos unos minutos para intentar capturar el momento en que se viniera abajo la mole de concreto que se tambaleaba y se inclinaba hacia los mirones, hacia nosotros, como haciendo una reverencia a la ciudad. Arriba, un inmenso letrero de la aerolínea Iberia estaba por caer. En el último piso una persona se asomaba por la ventana, gritaba no sé qué palabras. Todos temíamos que la mujer o el hombre que iba y venía a la ventana decidiera tirarse, pues estábamos seguros de que la construcción no tardaría en convertirse en polvo. Nos fuimos por el peligro que representaba estar justo enfrente. Avanzamos sobre Morelos hasta la calle de Humbold, junto al Mesón del Cid encontramos las tripas de otro edificio que explotó hacia la banqueta, y otro más en el Barrio Chino. Clic, clic. Después me enteré de que había 300 edificios derrumbados en las inmediaciones del centro de la ciudad y en las colonias Guerrero, Doctores y Roma.

De regreso a la Condesa circulamos por Insurgentes, esa emblemática avenida que es la más grande de América estaba envuelta en una nube de polvo. Cerca de Avenida Yucatán, un edificio habitación reposaba en pedacitos sobre el pavimento. Clic, clic… hasta que el lente de mi cámara encontró un colchón tirado en el piso. ¿Quién dormía ahí? No pude continuar.

Colonia Roma, Ciudad de México, 1985. Foto: Cecilia Rivadeneyra

Regresé a casa después de seis horas capturando imágenes. Entonces me enteré de que la Torre de Telecomunicaciones se había incendiado y los servicios de telefonía se cayeron desde las 10 de la mañana, y que la única televisora que transmitía las noticias en vivo fue la del Estado, IMEVISIÓN (hoy TV AZTECA).  Por la noche que me senté a ver el Canal 13 con mi familia, me convertí en espectadora y el lente de mi cámara dejó de protegerme, entonces presencié el caos en su conjunto y entré en shock.

Ese año fue la primera vez que los jóvenes tomaron la ciudad y salimos a las calles para ayudar, los más valientes fueron los rescatistas voluntarios, que sin estar entrenados se deslizaban bajo los escombros para salvar a quien sobrevivía entre muros de cemento. Solo fueron pocas personas que aguantaron la falta de aire y alimento, a veces durante 72 horas. A la mayoría no les fue posible resistir.

Ese año también nació la cadena de manos que sacó toneladas de concreto hasta con las uñas. El gobierno no se apareció en las primeras 72 horas, el tercer día llegó el Ejército cargando metralletas en lugar de palas y picos, en un intento de reemplazar a los voluntarios. Nadie más pudo seguir rascando. Miguel de la Madrid, presidente de México en turno rechazó la ayuda internacional, aseguró que México era un gran pueblo y podía solo. Y sí, tenía razón, el pueblo podía solo, lo demostró durante tres días y sus noches, escuchando gritos y lamentos. La ciudad olía a gas y a muerte, los cuerpos se apilaban en las calles, después en el Parque de Beisbol del Seguro Social, que fungió como morgue.

Un par de meses después el gobierno declaró: El terremoto duró dos minutos, el más largo de la historia, fue oscilatorio y trepidatorio, hubo 3200 muertos.

La realidad fue otra: 30 mil damnificados, 6 mil 300 cadáveres, 28 mil desaparecidos.

En 1985 no existían las histéricas alertas sísmicas, nadie salía corriendo de casa en pijama o descalzos, ni bajaba 15 pisos por las escaleras de emergencia de una oficina. No conocíamos la palabra terremoto. Tampoco existía el Internet ni mucho menos celulares ni redes sociales. Las radiodifusoras se unieron para conectar a las víctimas con sus familias. Fue el único medio verídico de información.

19 de septiembre 2017

Llevé a mi hija al Hospital de la Luz a su primera consulta para una posible operación de miopía. A las siete de la mañana abrieron la ventanilla y nos dieron un pase para las 11 de la mañana, la hora del simulacro por el aniversario 32 del terremoto de 1985. Faltaban cuatro horas. Nos fuimos a echar unas quesadillas y caminamos por la plaza del Monumento a la Revolución donde estaba la Bandera de México a media asta. Le conté (otra vez) que estuve ahí hacía 32 años, yo tenía 22 -los mismos años que ella tenía en 2017-. Tomé una foto a las 9:50 de la mañana (eso dice el archivo digital) y la subí a Facebook recordando esa fecha. La llevé a conocer de cerca lo que viví en el 85, qué edificios se cayeron, y dónde estaba yo haciendo clics.

Salimos del Hospital a las 12:30 de la mañana. Conduje el auto por el camino conocido: Avenida Cuauhtémoc, Baja California, Medellín, Viaducto y Amores, dejando sin saberlo, una estela de humo y derrumbes que surgieron minutos después.

Mi auto se patinó, se movía involuntariamente, perdí el control del coche, “creo que se ponchó una llanta” le dije a mi hija. “¡Está temblando! Gritó Valentina.  “¡No puede ser, no puede ser, hoy no, carajo, no es cierto!”, gritaba yo. No sonó la alerta sísmica, como sucede siempre después de un simulacro. Bajamos del auto que apenas pude orillar, la gente comenzaba a reunirse en las esquinas. Las lámparas de luz de la calle se doblaban casi hasta el piso, algo así como el farolito de Agustín Lara que bailaba travieso. El movimiento del pavimento no nos permitía caminar, parecían olas enfurecidas. Sonó un estruendo. Todos callamos.

Ya en casa nos enteramos en segundos de la magnitud del desastre a través de Facebook, de donde todos obtuvimos información de forma inmediata. El estruendo que escuchamos fue por el derrumbe de un edificio en Gabriel Mancera esquina con Escocia, a diez calles de nuestra casa. No fue uno, fueron dos edificios, el otro en Escocia esquina con Edimburgo. No fueron dos sino tres, en la misma calle, pero ahora en la esquina de Nicolás San Juan. Yo no quería ir, sentí un miedo inusual, a diferencia del 85, porque reconocí mis recuerdos. Fue Valentina quien insistió que yo había hecho lo mismo cuando tenía su edad. -Si no me acompañas me voy sola. La acompañé. Llegamos a la calle de la muerte más cercana que tuvimos.

Gabriel Mancera esq. Escocia, Col. Del Valle, Ciudad de México, 2017. Foto: Valentina Rendón
Escocia esq. Edimburgo, Col. Del Valle, Ciudad de México, 2017. Foto: Valentina Rendón

“Había escuchado muchas historias sobre el terremoto de 1985, pero vivir el de 2017 fue una experiencia totalmente diferente a lo que imaginaba. El terremoto del 85 dejó una marca indeleble en la memoria colectiva de la ciudad, y eso siempre estuvo presente en mi mente mientras vivía el de 2017”, recuerda hoy Valentina.

Esta vez mi hija fue la fotógrafa, estuvo al pie de los edificios derrumbados mientras yo, casi inmovilizada, servía “agüita” en bolsas de plástico para los rescatistas… ni siquiera llevé mi cámara. Cómo nos cambian los años. Cada vez que me tocaba llevar la cubeta con bolsitas al área de rescate la buscaba en lo alto de los edificios y entre los hombros del gentío, tratando de encontrar su cabellera azul. Perder el contacto visual con ella en una zona de desastre acrecentó mi angustia, sabía de las réplicas que en el 85 terminaron de derrumbar algunos edificios. Así han haber sentido mis padres hace 32 años, que no supieron nada de mi durante seis horas. 

Cayó la tarde, el cielo gris se volvió más gris. Nos esperaba una larga noche. Necesitábamos tortas y café para los rescatistas, lo sabía por experiencia. Pedimos víveres a través de Facebook y dejé la mesa de agüitas para montar el puesto de tortas para la medianoche. Llegaron kilos de queso, frijoles en lata y bolillos, un montón de gente traía comida. Éramos más de veinte voluntarias con el rostro desencajado. Cada 15 minutos enviábamos 50 tortas a los tres puntos de rescate.

También a través de las redes sociales nos informábamos dónde se necesitaban linternas para la noche, baterías, alimentos, medicamentos. Los apoyos se fueron distribuyendo gracias a la solidaridad de los vecinos y nuevamente, de los jóvenes, que seguramente alguna vez escucharon una historia similar en voz de sus padres. Ahora ellos hicieron cadenas humanas a lo largo de la calle, pasaban botes con escombros de mano en mano, de hombro a hombro.

Calle Escocia, Col. Del Valle, Ciudad de México, 2017. Foto: Valentina Rendón

Fue cuando nació el “puño en alto” que significaba silencio, para escuchar una voz bajo los escombros. Supongo que algún rescatista o soldado levantó una mano y dijo SHHHHH. Todos callábamos, podía ser una voz que gemía.

“Sentí una mezcla abrumadora de miedo, preocupación y determinación. Me aventuré a subir a un edificio derrumbado para capturar imágenes más impactantes y documentar la magnitud de la tragedia. Vi la solidaridad y la fuerza de la comunidad”: me dijo Valentina por la noche.

Surgieron las historias de dolor, una familia quebrada porque su madre de 80 años vivía sola en ese edificio del que nunca salió. Una mujer arrastrando la carriola con su bebé, después de salvarse de la tragedia. A las siete de la noche, casi sin batería en el celular, recibo el último mensaje del chat familiar. “Claudia está atrapada en el edificio de Edimburgo”. Me quedo sin pila. Yo sabía que Claudia vivía en la Portales, donde también las calles tienen nombres de ciudades europeas, nunca imaginé que momentos después, cuando fui testigo de la primera mujer que rescataron en uno de esos edificios y vi pasar a los paramédicos corriendo hacia la ambulancia con una camilla y una chica ensangrentada, era Claudia, la ex esposa de mi sobrino. Se separaron hace tres meses y ella se acababa de mudar al piso siete de ese edificio de la colonia Del Valle. Vio volar el televisor y los muebles de la sala frente a ella, hasta que se abrió el piso y cayó a la oscuridad donde estuvo clavada de pie durante cinco horas. La rescataron con las piernas rotas y las emociones hechas pedazos.

“Nos vemos aquí, en el puesto de aguas, pase lo que pase”, le dije a Valentina a las dos de la tarde, cuando llegamos a la zona de la muerte. Dos horas después, cuando un edificio frente a nosotras comenzó a tambalearse a causa de una réplica, los militares nos cambiaron a la esquina del Eje 5 Sur Eugenia. Más tarde nos movieron otra vez de lugar para dejar espacio a las ambulancias, y yo ya no estaba donde las agüitas ni tenía batería en el celular para avisarle a mi hija. Eran más de las diez de la noche, y no sabía nada de ella, habían pasado ocho horas. La imaginé buscándome. Por eso me fui a casa, pero tampoco estaba ahí. Cargué el celular y le marqué, no respondió. Llegó después de las 11 de la noche, también me buscó en las calles. Estaba agotada física y emocionalmente, me dijo. Tomó fotos en medio de la oscuridad, por esa necesidad común que tenemos de registrarlo todo.

“Era como si mi cámara fuera una extensión de mí…Había una sensación de urgencia en el aire”, me dijo. Yo guardé silencio.

Calle Escocia, Col. Del Valle, Ciudad de México, 2017. Foto: Valentina Rendón
Cecilia Rivadeneyra
Cecilia Rivadeneyra
Originaria de Chiapas. Estudió Ciencias de la Comunicación Social en la Universidad Autónoma Metropolitana de Xochimilco. Es guionista, poeta, productora y videasta. Tomó los cursos del Laboratorio de Poesía en la Escuela de Escritores de la SOGEM en 2013, el Taller de Biografía Novelada con Rosa Nissán en 2014, al Taller de Guionismo de Beatriz Novaro durante el Segundo Festival de Cine Internacional de San Cristóbal de las Casas en 2017, y de Crónica Literaria con Braulio Peralta en 2022. En los años noventa publicó en la Revista Tierra Adentro (Conaculta); escribió el libro Versos extraviados (Edición independiente, 2013); forma parte de la Antología Universo Poético de Chiapas (Conecuta, 2017) y participó en la compilación Con olor a haikú. Antología a la Mexicana. (Ediciones el Lirio, 2022). Actualmente escribe de todo un poco.
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