Guillermo Chao Ebergenyi
Nadie me ha propuesto la tarea de desmitificar el recuerdo del poeta y periodista Renato Leduc, no obstante trataré de hacerlo porque, en este caso, el ser humano es mejor que el mito. Así que evitaré recordarlo por lo que no era y para ello voy a acudir a los apuntes de otros autores.
Renato no era, por ejemplo, el bohemio desobligado que muchos dicen. Cito:
“Cuenta Andrés Iduarte que Narciso Bassols –embajador de México en Francia a finales de los años 30- le dijo sobre Leduc: es hombre de muy raros méritos… Bohemio, es el primero en estar en su oficina y gracias a él los embajadores tenemos el sueldo en las manos el día preciso (…).
Tampoco era vulgar, aunque sí un poco malhablado. Vuelvo a citar al embajador Bassols refiriéndose a Renato:
Nadie maneja cualquier situación política o diplomática con más tacto y con la exquisita educación mexicana que usa cuando debe dejar su lenguaje militar.
Las dos citas provienen del libro de José Ramón Garmabella, Renato por Leduc, Pág. 362, también citado por Juan Leyva en su tesis doctoral.
Cierto es que a Renato le gustaba charlar, departir, comer bien, beber, enamorarse y divertirse; pero de eso a que fuera un bohemio desobligado hay una distancia enorme. Lo que sucede –y por eso algunos se confunden– es que Leduc casi todo lo hacia con enjundia, y por lo tanto era creíble hasta en lo que deliberadamente falseaba, como cuando homenajeó con un poema suyo al coyote, “señor de la rapiña… y del vagabundaje”, que en lo personal detestaba porque Renato era, por sobre todas las cosas, un hombre honrado.
En 1980 don Emilio Sánchez Piedras, a la sazón gobernador del Estado de Tlaxcala, le ofreció una comida-homenaje en los salones de la Asociación Nacional de Criadores de Toros de Lidia, en la que me tocó estar presente. Como sucede en todas las reuniones de taurinos, fueron muchos los que tomaron la palabra para exaltar la figura del homenajeado.
Después de oírlos a todos, Renato comentó por lo bajo que la mitad de lo que habían dicho de él eran falsedades o exageraciones.
Cuando le tocó agradecer el homenaje, Renato, que era muy noble y ese día estaba de vena, no quiso desmentir de manera tajante a nadie. Se limitó a decir que, como sus ocios eran tan arduos como sus obligaciones y su memoria estaba vieja y cansada, no recordaba todo lo que le atribuían, pero que debería ser cierto a pesar de que el verso que le acaban de adjudicar no era de su autoría; la anécdota que había contado su apologista de esa tarde era sobre una parranda a la que él no había asistido, y aunque no era santo, tampoco ejercía de Don Juan ni conocía a la señora con la que le acababan de endosar un amorío.
–Pero es que ella me lo contó –se excusó su apologista.
–Ah, pues si ella lo dijo, ¿quién soy yo para desmentirla? –respondió Renato, caballeroso, como siempre–. Y por lo bajo, añadió:
–Creo que ya me fregué y voy camino al celibato. De unos años a la fecha me resultan más amoríos platónicos que de los otros.
La fama de bohemio a Renato le venía, más bien, porque a principios del siglo XX era lugar común que los poetas lo fueran, y por asistir a tabernáculos en los que se probaban las virtudes de todo tipo de caldos, tanto etílicos como de gallina. Sitios a donde Leduc acudía pero no siempre a beber, sino también a escribir y comer algo.
Se decía, por ejemplo, que Prometeo Sifilítico lo escribió en El Nivel, celebérrima cantina lamentablemente ya desaparecida que estuvo ubicada en la esquina de las calles de Moneda y Seminario de la Ciudad de México, donde, por su talento y asiduidad, perteneció al selecto grupo de Los Nivelungos, escrito así, con uvé, que es como se conocía a los clientes mejores de El Nivel para no confundirlos con los otros nibelungos con “B” grande de la mitología germánica.
Pero, aún concediendo que lo que le atribuían fuera cierto, ¿en qué reduce o demerita la obra de Renato el hecho de que Leduc haya sido un poco bohemio? En nada. Por lo contrario, la trashumancia cantinera suele ser harto creativa. Verbigracia:
El célebre poeta, novelista, dramaturgo –y en sus ratos libres terrorista del Ejército Republicano Irlandés– Brendan Behan, aseguró, convencido, que la borrachera es una de las Bellas Artes.
En la antípoda de Irlanda, a Pablo Arango, bohemio y bebedor confeso, filósofo y escritor –es decir, vago–, autor del libro “Grandes borrachos colombianos”, el periodista Camilo Jiménez lo ha definido como “el puente colgante entre la academia y el billar”. (Aquí entre nos, recomiendo leer las magníficamente bien logradas carambolas literarias que Pablo Arango hace en forma de libros).
Pero, volviendo a Renato, también se decía –esto creo se lo leí al doctor Juan Leyva– que durante una profunda inmersión en la cantina llamada El Submarino, que estuvo ubicada frente a la antigua Cámara de Diputados de la Ciudad de México, Renato conoció la poesía del poeta cartagenero Luis Carlos El Tuerto López –que por cierto no era tuerto sino bizco–, postmodernista por sus letras, cónsul por sus correrías europeas y norteamericanas, boticario por su oficio, virrey de la tertulia literaria de El Bodegón, sitio donde abrevaban las mentes y gargantas más competentes de Cartagena de Indias y, a pesar de todo o quizá por eso, maestro del verso de pie quebrado.
Este López, junto con otro López de apellido Velarde, fueron los poetas que más influyeron en la poesía de Leduc López. Porque ese era el segundo apellido de Renato: López.
surge la faz clorótica del sol,
de idéntica manera
que hace siglos de siglos. Un farol
macilento se apaga en una esquina
del barrio. Flota en el amanecer
fuerte olor de cocina
que insufla ganas de comer…
Y hecho un ovillo a sombra de tejado
plañe un ciego en su flauta. El infeliz
como que aspira un perfume a pollo asado,
cierra los ojos y abre la nariz.
El Tuerto López sabía que a un ciego sólo le atañe lo sublime. Y nada hay más sublime para un ciego hambriento que el olor a pollo asado. Ni el sexo, ni el amor, ni el patriotismo, menos aún los paisajes nunca vistos de cordilleras con jorobas, ni contrapuntos de flautas plañideras inspiran mejor a una buena rima que el hambre del que no ve, pues no hay peor cosa que no poder ver lo que se huele y, además, no haber comido.
Este asalto temático a la rima de lo verdadero por la vertiente de lo fantástico, fue lo que atrajo a Leduc al campo gravitacional del Tuerto López. No para imitarlo sino para trascenderlo, como bien lo apuntó la Dra. Edith Negrín en su libro.
Temas
Va
pasando de moda meditar.
Oh, sabios,
aprended un oficio.
Los temas
trascendentes han quedado,
como Dios,
retirados de servicio.
La
ciencia… los salarios…
el arte…
la mujer…
Problemas
didascálicos, se tratan
cuando más,
a la hora del cocktail.
Con el ciego antojado de pollo asado del Tuerto López y el Dios retirado de servicio pero temáticamente coctelero de Leduc, surge la vertiente de la poesía latinoamericana que, cagándose en todos, tomó un rumbo diferente al de las demás. Por ejemplo: en México le pegó un apabullante baño popular a las exquisiteces de Los Contemporáneos. Tan puros, tan a lo Paul Valéry, tan mamones todos ellos. Bueno, hago excepción con José Gorostiza… y también con Novo.
Leduc y El Tuerto López fueron excelentes poetas que crearon piezas magníficas; pero como leerlos era más complicado que conocerlos de oídas, se les etiquetó con estereotipos: anti-solemnes, anti-patrióticos, anti-románticos, autodestructivos, de arrabal. Y en época de guerra, con el mismo poder anti-submarinos que un destroyer de la Royal Navy.
Pero Leduc supo vengarse de los estereotipos. Aprendió el “Arte de ver las cosas al soslayo […] y a vivir en el invierno como en mayo”. Perfeccionó la “ciencia y paciencia […] de la mosca impertérrita que vuela”, y se inmunizó ante todos al burlarse de sí mismo y, por lo tanto, tuvo por conquistado el derecho a burlarse de los demás. De todos y de todo.
Regreso a Brendan Behan, quien también dijo: No es que los irlandeses seamos cínicos. Es que tenemos una absoluta falta de respeto a hacia los demás.
Pero no es mi propósito hacer con Renato lo que Leduc nunca hizo consigo mismo. No le voy a alabar de más, aunque lo merezca. Tampoco lo puedo censurar de más, porque no lo merece. Seré, entonces, correcto, aún cuando arda de ganas por decir que Renato era grandioso. Pero no lo haré. Debo recordar que estoy hablando de Leduc, quien políticamente se definía como un anarquista prudente… Imagínense ustedes.
Pero es que así era. Simpatizaba con los anarquistas y, no obstante, era incapaz de romper un vidrio ajeno. Lo encasillaban como bohemio y, sin embargo, su hija Patricia me contó que cuando se puso a revisar el legado de su padre, descubrió que Renato había sido sumamente ordenado con sus cosas.
Un bohemio ordenado… Un anarquista prudente. Todo un contrasentido deliberado, desafiante, porque Leduc era profundo y esa apariencia de liviano, tan finamente cultivada, era sólo eso. Apariencia.
Renato fue también buen periodista. Dos veces Premio Nacional. Él lo definía con un retruécano:
–No hay buen periodista sin mala leche –decía.
Escribió más columnas que poemas y fue famoso y apreciado en ambos géneros porque ambas cosas las hizo bien. A diferencia de la filosofía antigua que está llena de pensadores sin obra, Renato fue un creador notable aunque no prolijo. Fue telegrafista antes que poeta y, como él decía, conocía el valor de las palabras. Así que nunca las usó de más.
Por la variedad de sus oficios y la brillantez con que los desempeñó, Renato fue un ser renacentista en pleno Siglo XX. Al recordarlo como era y confrontarlo con el Leduc de la leyenda y el estereotipo, concluyo que, para explicarlo, le vendría mejor que mi prosa este otro verso del Tuerto López:
En el Renacimiento hubiera sido
todo un señor abate… Un tonsurado
de aquel fermoso tiempo fenecido
en el que un pecado nunca fue un pecado…
Todo un señor abate bien pulido
y donjunescamente ensotanado,
que ama el bon vin, departe con Cupido
y en el tapete verde tira el dado…
Colofón:
Según cuenta el propio Leduc en Historia de lo Inmediato, la bohemia literaria a la que pertenecían aquellos bardos de traje oscuro, corbatón, chambergo, larga melena y uñas negras de mugre a lo Miguel Othón Robledo, se extinguió con la Revolución, pero sobre todo el día infausto en que el jabón se convirtió en artículo de primera necesidad.