Luego de una limitada producción fílmica en la China de La Revolución Cultural que comprendió dos décadas (1960-1980), se registró un notable esplendor del cine chino con la Quinta generación (1980-1990), entre la que destacan directores de la talla de Zhang Yimou (Sorgo rojo, 1987; La linterna roja, 1989; Héroe, 2002) y Chen Kaige (Adiós a mi concubina, 1993); actualmente, en lo que se identifica como la Sexta generación o generación urbana, sobresalen entre otros Jia Zhang-Ke (La ceniza es el blanco más puro, 2018), el infausto Hu Bo (Un elefante sentado y quieto, 2016) y un joven llamado Gan Bi que ha incursionado con un cine de autor de estética sincopada que asombra por su madurez conceptual.
El discurso cinematográfico del director Gan Bi (Kaili, China, 1989) se basa en la construcción poética de un estado mental que se sobrepone a cualquier viso de eficacia narrativa. Su horizonte lo evidencia la declaración de principios de su numen: los planos secuencias que cultivan el misterio de sus apenas dos películas.
Antes que un resultado propio derivado de un planteamiento dialéctico, Gan Bi apuesta por una búsqueda formal y, aliado a un ritmo como el que teorizó Pier Paolo Pasolini, plasma una experiencia con densidad atmosférica realista —sin parafernalia de escenarios, iluminación o ayuda digital.
En este sentido el propósito de Largo viaje hacia la noche (2019) es lo Otro que permanece en un terreno irracional e indefinido en su silueta -o empalmado con la oscuridad-; incluso, fincado en un cosmos etéreo con significantes más en deuda con los mitos y arquetipos que en relación a lo social. Se trata de un recorrido obsesivo, circular por ende, cuyo pivote onírico borda sobre idénticos tópicos (la memoria y el amor, ambos rotos) en una suerte de pesadilla que Gan Bi le dice parálisis de sueño.
Con frecuencia, dice Gan Bi, me levanto en mi sueño y entonces me muevo libremente en la inmensidad del espacio.
Y eso son precisamente sus dos cintas: un ejercicio de lenguaje donde se intenta expresar esta sensación de cosmos etéreo donde el cuerpo está en pleno abandono y transcurre su periplo en una inmensidad de espacio; misma sensación de extrañeza que se desprende en los filmes de David Lynch.
Se observó en Kaili blues (2016), su sorprendente ópera prima, y ahora se continúa y afina en Largo viaje hacia la noche, a sus escasos treinta años de edad y ya consolidado como un lírico visual. Gan Bi muestra un enfoque creador acucioso que implica un desafío para la sintaxis lineal que busca cumplir con las jorobas de interés canonizadas presuntamente por una estética clásica.
Lo que se califica como tedio para el estándar comercial (los tiempos muertos), aquí en Largo viaje hacia la noche se vuelve hermético pero con suave retórica opulenta en sugestiones emocionales -cierto, mucho hay del Stalker (1979)de Andrei Tarkovsky y Deseando amar (2000) de Wong Kar-wai en los filmes de Gan Bi-.
Los hallazgos y experimentos no son pocos a pesar de lo lerdo que encuadra: su literal vuelo entre el monzónico bosque subtropical e inmersión en la vida nocturna de su natal Kaili funciona como descripción de criaturas ignotas que deambulan absurdas entre las mesas de billar, los caballos que tiran nerviosos las manzanas o el patetismo que reflejan las desgañitadas cantantes pop del aún más desangelado evento de la comunidad donde el reto, parece, es negar el acto de dormir (duermevela).
Gan Bi halló terreno fértil en su natal Kaili, poblado de la China profunda, ciudad integrada por una gran diversidad étnica mezclada en contraste con el frenesí urbano que se muestra en otras ciudades chinas como Beijing o Shanghai, para citar las metrópolis más aludidas por el cine chino e internacional. La exuberancia rural de Kaili, ubicada al sureste del gigante asiático, resalta ante los paisajes solitarios que propone Un elefante sentado y quieto (2016) de Hu Bo, que sitúa el futuro negro de una ciudad industrial y pobre al norte del país -por cierto colindando con su vecino de éxito capitalista, Corea del sur, ya denostado a su vez en Parásitos (2019) de Bong Joon-ho y Burning (2018) de Lee Chang-dong.
La representación onírica de Gan Bi de su natal Kaili está ralentizada, por supuesto, por su método evocador hilado con esa licencia elegíaca que es la profundidad de campo que gana en sus planos secuencias: empequeñece al hombre y sobresale la naturaleza. Así está compuesta la memoria: caprichos, azar y recurrencias, fragmentos que más bien se desatan de lo lineal y se enredan, en todo caso, desde la obsesión.
Regresemos a lo que dice Gan Bi: con frecuencia se levanta en el sueño y se mueve libremente en la inmensidad del espacio. En efecto: los planos secuencias no son un artificio, como rabiaba Pasolini, son la vida misma que el más prometedor director de cine chino ha transformado en un discurso y en un lenguaje para armar la memoria que está llena de realidad, claro, pero también repleta de sueños e imaginación.