“La muerte es lo más terrible que hay,
y mantener la obra de la muerte es lo que exige la
mayor fuerza”

HEGEL

Galardonado tres veces con el Premio Ariel, el director mexicano Jorge Fons, nacido en Tuxpan, Veracruz en 1939, tiene en su haber tres filmes inscritos entre los mejores de la filmografía nacional: “Los albañiles” (1975), “Rojo amanecer” (1989) y “El callejón de los milagros” (1995). Desde el cortometraje “Caridad”, perteneciente a la película-tríptico “Fe, esperanza y caridad” (Alberto Bojórquez Patrón, Luis Alcoriza y Jorge Fons, 1974), con su escena inicial de la anciana bien intencionada y caritativa (Sara García), tirándole monedas a unos niños pobres que juegan fútbol, y desatando una serie de consecuencias que se resuelven en una trama de burocracia ominosa, kafkiana –los niños se lían a golpes, provocando una trifulca entre las madres y, posteriormente, entre los padres, en la cual resulta uno de ellos muerto, arrojando a la viuda a emprender una odisea urbana cruel, conmovedora y trágica-, el director ya indagaba en la psique y las conductas mexicanas, en una suerte de investigación que no carece de ironía y de reflexión.

Los albañiles (1976) - IMDb

            En “Los albañiles”, el asesinato a machetazos de Don Jesús (Ignacio López Tarso) en plena obra negra, su anciano y epiléptico velador, permite a Fons, a través de una excelente adaptación de la novela de Vicente Leñero, ganadora del Premio Biblioteca Breve del año 1964, de la editorial Seix Barral, retratar las constantes del pueblo sufriente, encerrado en un círculo vicioso de injusticia, corrupción y burocracia enajenante. El marco policíaco en el cual se mueve la historia permite, como en dos cuentos de Ryunosuke Akutagawa y en la película de Akira Kurosawa, “Rashomon” (1950), el examen de los motivos que el resto de implicados pudieron haber tenido en la muerte, para desgranar la corrupción de ese edificio fallido que es la justicia mexicana. Desde el ingeniero Federico “el Nene” (José Alonso), que llega a la obra en un convertible de lujo, y ordena levantar columnas de cuatro varillas, hasta el adolescente Isidro (José Luis Flores), ayudante de albañil y confidente de Don Jesús, representan ciertos tipos de la cotidianidad nacional que se oponen al agente Munguía (Eduardo Casab), único empeñado en hacer bien las cosas, dentro del orden que marca una la ley que no es otra cosa sino letra muerta. Fons, como Leñero, se permiten un resquicio de inocencia, en este edificio quebrado por la inmoralidad, en los personajes de Isidro y su novia Celerina (Yara Patricia), a quienes poco más importa que el estar juntos. Celerina, la hermana de Sergio García (Salvador Garcini), el frustrado y devoto plomero y ex seminarista, apodado por tal razón “el curita”, que despotrica una vez, y otra también, contra todo un sistema que considera maligno, casi demoníaco, funge como figura de toque para atizar ese supuesto fuego divino, siempre postergado en la imaginería febril del creyente, cuando comprendemos que, Don Jesús (personaje en paralelo al ciego Carmelo, de la arquetípica “Los olvidados”, de Luis Buñuel), la desea “una noche, para devolvérsela ya instruida”, a su novio, novato en los asuntos amorosos y sexuales. La celebración religiosa de la Santa Cruz, máxima fiesta de los trabajadores de la construcción, en la cual el derroche y la fiesta mueven a olvidar las miserias de la vida –el mismo principio sostenedor que encontrara Octavio Paz en su análisis sobre la fiesta de los quince años, en el ensayo “El laberinto de la soledad”- sólo puede resultar en una muerte sacrificial para el sistema. El escritor filósofo Georges Bataille lo había señalado ya en su obra “La parte maldita”:

            “El sacrificio es el calor en el que vuelve a encontrarse la intimidad de aquellos que componen el sistema de las obras comunes. La violencia es su principio, pero las obras la limitan en el tiempo y en el espacio; ella se subordina al deseo de unificar y de conservar la cosa común. Los individuos se desencadenan, pero un desencadenamiento que los funde y los mezcla indistintamente a sus semejantes contribuye a vincularlos a las obras del tiempo profano. No se trata aún de la “empresa”, que absorbe el exceso de fuerzas con vistas a un desarrollo ilimitado de la riqueza. Las obras no tienen otro fin que su mantenimiento. Ellas no hacen otra cosa que situar de antemano los límites de la fiesta (y que por su fecundidad aseguran el retorno de ésta, que es el origen de la fecundidad). Pero solamente la comunidad se ve preservada de la ruina. La “víctima” es abandonada a la violencia”.

            Al final no importa, realmente, la identidad del asesino –como en la novela “Asesinato en el Expreso de Oriente”, de Agatha Christie, todos somos, en verdad, los culpables-, sino el conjunto de lo expuesto, es decir, la premisa con la que se miden lo justo y lo injusto, y la pintura de un país inconmovible, sin visos de mejora, bajo los suaves compases finales de la Overtura “Alceste”, de Gluck.

Los albañiles, la visión de Vicente Leñero - Nodo

            Don Roque (Jorge Fegán) despierta. Intenta despertar al niño Carlos (Ademar Arau), que duerme en su cama, pues la escuela lo espera. Mira por la ventana. Se asoma. Abajo se extiende la plaza de Tlatelolco y los restos arqueológicos de la ciudad aliada de los antiguos tenochcas. Arranca la hoja del calendario y vemos la fecha: 2 de octubre de 1968. “Rojo Amanecer” subraya las palabras con las cuales Milan Kundera abre su celebrada novela “La insoportable levedad del ser”:

            “La idea del eterno retorno es misteriosa y con ella Nietzsche dejó perplejos a los demás filósofos: ¡pensar que alguna vez haya de repetirse todo tal como lo hemos vivido ya, y que incluso esa repetición haya de repetirse hasta el infinito! ¿Qué quiere decir ese mito demencial?

Jorge Fons en TAP de Canal Once - Noticias de Espectáculos - De Chismes
Jorge Fons

            “El mito del eterno retorno viene a decir, per negationem, que una vida que desaparece de una vez para siempre, que no retorna, es como una sombra, carece de peso, está muerta de antemano y, si ha sido horrorosa, bella, elevada, ese horror, esa elevación o esa belleza nada significan”.

            La familia, de la que Don Roque es el abuelo, va despertándose. Se anuncian en transmisiones por la radio los próximos Juegos Olímpicos, los jóvenes hablan del próximo mitin estudiantil, y escuchamos los anuncios de la época. Humberto (Héctor Bonilla), advierte a sus hijos que los burócratas, como él mismo, saben que el gobierno hará un escarmiento si el comunismo internacional pretendiera boicotear las Juegos Olímpicos. Los niños regresan de la escuela. Carlos juega con soldaditos de plástico. El abuelo mira por el balcón. El mitin está próximo y avisa que, abajo, se reúnen los militares, a la par que se suceden los apagones. Hombres armados recorren y revisan los varios pisos del edificio. Se presume que son francotiradores. Don Roque está por el escarmiento ya que es un ex revolucionario, y considera revoltosos a los estudiantes del mitin –entre los que se encuentran sus nietos-, cuando Carlos, asomado a la ventana, observa las luces de bengala. La balacera se desata, y una bala perdida entra a través de la sala, y hace un agujero en la imagen del Sagrado Corazón de Jesús, puesto en la pared contraria.

Fe, esperanza y caridad
Caridad

            “Rojo Amanecer” se desarrolla en los interiores de uno de los departamentos del edificio Chihuahua, situado en el Conjunto Urbano Nonoalco Tlatelolco, de cuyos espacios abiertos apenas hemos tenido un atisbo, al inicio de la cinta. La sala y habitaciones del departamento, en el que habitan Don Roque y su familia, permanecen a oscuras, alumbradas por velas y sirve de refugio a varios estudiantes supervivientes, mientras fuera cae la lluvia y son recogidos los cuerpos. Agentes paramilitares hacen rondas en las escaleras, donde algunos estudiantes son golpeados brutalmente. Cuando Don Roque, que ha ido a buscar a sus nietos, regresa, lo hace acompañado por uno de ellos. El suspenso aumenta, mientras el herido se desangra en la habitación y los paramilitares continúan la búsqueda implacable. No la vemos –la película echa mano de un sonido burdo, mal grabado, para sugerirnos el ruido de la muchedumbre, de las bengalas, los disparos y el avance de los tanques, lo que refuerza el carácter clandestino de la cinta, que pasó por las tijeras del censor, y pertenece a esos filmes rodados bajo presión-, pero imaginamos la plaza ensangrentada y el dolor de los heridos.

Matanza en Tlatelolco | Babelia | EL PAÍS
Tlatelolco 1968

            Si hemos de creer en Nietzsche, el mito del eterno retorno sobrevuela, concreto, móvil y material a un mismo tiempo, cada tantos siglos, o décadas, o períodos breves de tiempo, la geografía del dolor mexicano. Durante los años que van de 1454 a 1457, los tlatelolcas, los habitantes prehispánicos de la ciudad, sacrificaron cientos de niños a su dios, Tlaloque, en un malhadado intento por contrarrestar la hambruna que asolaba la ciudad. Siglos después, los estudiantes, ofrecidos al Huey Tlatoani de turno, serían exigidos como parte en el potlatch sacrificial. Como antaño la lluvia –Tlaloque opondría una serie de obstáculos para la vivificante llegada de las lluvias, por lo cual un ofrecimiento de carne y sangre le haría cambiar de padecer- lavó la sangre.

            La familia, atrincherada en contra de su voluntad –la madre de familia, interpretada por María Rojo, sobreactúa en una dimensión teatral para teatralizar el resto del filme, arrastrando a todos los demás actores-, escucha las mentiras de la radio. Las cifras oficiales dan la cuenta de veinte muertos. La balacera habría sido para “evitar un enfrentamiento entre dos grupos de estudiantes”.

Sólo faltaban diez días para “México ´68”.

A la distancia no podemos evitar comparar las deficiencias técnicas de la película –algunas de las cuales juegan en su favor-, con los recursos de que ha echado mano el cine de Serie B estadounidense (y de otras latitudes), para lograr el suspense con un presupuesto reducido. Pienso en el mediometraje español “Soy leyenda” (1967), adaptación estudiantil por parte de Mario Gómez Martín, de la novela del mismo título de Richard Matheson, o “Calle Cloverfield, 10” (10 Cloverfield Lane, Dan Trachtenberg, 2016), que desarrollan una historia de terror de “puertas para adentro”, en las cuales el resabio de lo cutre se resuelve en logro.  

Una escena que acaso nunca existió, ni en los cortes a la película –imaginada o elaborada por mi psique, como resultado del llamado “Efecto Mandela”- contrastaría todo lo que vimos y escuchamos –el exterminio casi total de la familia, en sus propios espacios interiores-, con el resto del filme, la de una paloma blanca –una de aquellas que fueron soltadas en el estadio, durante la inauguración de los Juegos Olímpicos- que se posa en el alféizar de la ventana, como emblema de una dolorosa ironía.

El callejón de los milagros: Fotos y carteles - SensaCine.com

En “El callejón de los milagros”, Fons vuelve a trabajar material adaptado de Vicente Leñero, en esta ocasión con una novela del Premio Nobel de literatura del año 1988, el egipcio Naguib Mahfuz. La novela, publicada en 1947, presentaba de forma coral –como hiciera el Premio Nobel español del año siguiente, Camilo José Cela, con su obra “La colmena”, publicada en 1951-, una multitud de tipos de la sociedad egipcia que, una vez trasladados al Callejón Leandro Valle de la Ciudad de México, como si fuese el callejón de la novela, descubría su universalidad.

Don Rutilio, alias Don Ru (Ernesto Gómez Cruz), dueño de la cantina “Los reyes antiguos”, del tipo golpeador de mujeres -descarga sus frustraciones sexuales en su esposa-, se descubre con las mismas inquietudes que los personajes intelectuales que pueblan las páginas del libro “La confusión de los sentimientos”, de Stefan Zweig, a saber, la homosexualidad en la edad madura, que se establece entre el citado Don Ru y Jimmy (Esteban Soberanes), el dependiente de una camisería, y que tendrá en el homofóbico Chava (Juan Manuel Bernal), hijo de Don Ru, a su principal enemigo. En el mismo punto geográfico de la ciudad, la joven Alma (Salma Hayek en su primer papel para el cine), sueña con mejorar su situación cuando Abel (Bruno Bichir), la enamore y se prometan amor eterno, una vez que Abel migre a los Estados Unidos, prometiéndole volver con dinero para casarse. Pero la impaciencia de Alma la orilla a caer en las redes de José Luis (Daniel Giménez Cacho), quien la introduce en el submundo de la prostitución de lujo, mientras Susanita (Margarita Sanz), la solterona y propietaria de la vecindad, encuentre la oportunidad del amor y el matrimonio, en la figura de Güicho (Luis Felipe Tovar), ayudante en la cantina de Don Ru, practicante de pequeños robos y muchos años más joven que ella.

Los personajes –de los cuales sólo han sido tomados unos cuántos, de la gran variedad expuesta en la obra literaria-, se ven rodeados por otros, a cual más pintoresco –como Ubaldo (Óscar Yoldi), el “poeta”, asiduo de la cantina de Don Ru, siempre acompañado del tuerto Doctor Beltrán (Álvaro Carcaño) y de Zacarías (Abel Woolrich), avatar del Fagin dickensiano, que cobra cuotas a su propia “Corte de los milagros”, constituida por los miserables del barrio, entre otros- para completar un cuadro de costumbres citadino, tan realista como poco esperanzador.

El Callejón de los Milagros | Pelicula mexicana, Salma hayek, Jorge

Ganadora de innumerables premios, “El callejón de los milagros” –en la cual podemos observar la evolución de Fons como director-, no puede terminar de otra manera que la de la muerte –romántica, melodramática, eso sí-, de un Abel herido a navajazos por José Luis, en brazos de Alma, a poca distancia del burdel de donde han sido echados, en alto contraste con las muertes sacrificiales de las dos películas anteriores.

En este caso, serán el eros y el tánatos quienes vuelvan a citarse, como los amantes pericíclicos que son, y como una de las constantes más importantes en la obra de Jorge Fons.   

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Novelista, cuentista, ensayista y crítico de cine, nacido en Tuxpan, Veracruz, México, en 1973. Tiene una licenciatura en biología terrestre. Su trabajo se ha publicado en México, Argentina, Colombia, Venezuela, España y Francia. Algunas de sus publicaciones figuran en: Tecknochtitlán: 30 visiones de la Ciencia-ficción Mexicana, antología de Federico Schaffler (Edo. de Tamaulipas, 2014); en la antología Futuros por cruzar: Cuentos de ciencia ficción de la frontera México-Estados Unidos (New Borders / Nuevas Fronteras nº 2, Universidad Autónoma de Baja California y University of Colorado, Colorado Springs, 2014) del antologador Gabriel Trujillo Muñoz; un ensayo sobre el teatro del Grand Guignol en Dos Amantes Furtivos, Cine y Teatro Mexicanos, libro coordinado por el investigador y director de cine Hugo Lara (Editorial Paralelo 21, 2015), la novela Weird Western y Steampunk Señor de las máscaras y la novela de terror post apocalíptica Una cierta hecatombe (Camelot América, 2018 y 2019). Fue nominado al Premio Ignotus 2015, de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror(AEFCFT), por su cuento El paisaje desde el parapeto; ha ganado dos veces el premio Tirant lo Blanc por parte del Orfeó Catalán de la Cd. de México y el premio Miguel Barnet que otorga por la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana