Buscar al niño perdido se había convertido en una fiesta nocturna en el puerto. Desde temprano, a la mamá de Chóforo se le veía ir rumbo al mercado para comprar las velas. Al mediodía, los padres se preparaban para ayudar a su hijo a construir un carrito a base de una cajita de zapatos, celofán de colores y velitas. Por la tarde, la familia participaba en la elaboración del juguete, desde un autobús hasta un coche último modelo. El color del auto lo escogía Chóforo:
–¡Que sea del color del sol!
La madre de Gala era quien contaba el mito del niño extraviado:
También tus abuelos me ayudaron a hacer mi carrito. Es una tradición muy antigua. Se trata de iluminar las calles con las velitas en los autos. No se vale que haya luz eléctrica. ¿Qué chiste tendría? Se pensó en hacer los carritos para que ustedes los niños participaran en el juego. Dicen que los curas de las iglesias católicas lo inventaron para recordar la historia del niño Jesús, que se perdió tres días en Jerusalén, según cuenta la Biblia.
–¡Mami, yo quiero una camioneta para transportar fruta!
Cada siete de diciembre, a las siete de la noche, Tuxpan es iluminado solo con la luz de la luna. Los niños y sus padres salen a las calles a prender las velitas en los patios y portales de las casas, en las banquetas y las esquinas: un juego donde la llama de las velas es como el destello interior de cada uno de los participantes. Y los carritos de cartón, jalados de un hilo son el vehículo para que los niños vayan al encuentro con su destino: los sueños de su propia búsqueda.
Sucede una vez al año desde tiempo inmemorial. Aunque Esteban quería que fuera una vez a la semana:
–Es que así puedo salir a jugar con mis amigos. Además, ¡porque quiero ser el primero en encontrar al niño perdido!
Ni las fiestas de cumpleaños le parecían tan divertidas como ese día en el que ningún niño se quedaba en casa, entre las siete y nueve de la noche, cuando las velitas empezaban a extinguirse…
¡Todos a jugar, a buscar a encontrarse!
Los chamacos despertaban más contentos que cuando van a la escuela, con la imagen de construir un carrito con ayuda de sus padres o hermanos mayores. Es ya una tradición que Esteban recuerda desde los cinco años de edad, y Gala, desde los cuatro…
Iban por las calles del puerto veracruzano, jalando su juguete con una vela encendida en el centro, encontrándose con los demás niños del barrio.
–¡Mira, el de Dora tiene luces de bengala!
Muchos relojes han cruzado el tiempo, han atravesado esta historia. Gala, Esteban, Dora y Chóforo lo recuerdan como si fuera la primera vez.
–En los llanos es una florescencia como de cocuyos que alegraba los caminos. El río Pantepec resplandecía y y reflejaba los juegos de los niños.
–Desde el puente se observaba a lo lejos cada barrio: luz y noche. La luna se mostraba en plenitud, más pródiga que nunca.
–Parecía que las estrellas habían bajado a la tierra.
–Los niños eran los dueños de las calles iluminadas por el centelleo de las velas y las lámparas que otros niños llevaban en su mano.
–Había carros de todos los colores, formas y estilos alegóricos, listos para un carnaval: camionetas de carga donde viajaban los animales; autos convertibles, carruajes: desde los más sofisticados hasta las primeras marcas del invento del hombre.
La fiesta terminaba justo cuando se apagaba el último suspiro de la luz de las velitas: el hechizo, el encanto de la noche y la diversión daba sus últimas patadas.
Balo, solitario, regresaba a casa: había sido el testigo de que el recuerdo más placentero de la infancia era jugar al niño perdido.
El cielo y la tierra habían jugado sus cartas.
–Balo nunca tuvo un carro del color del sol.