El hombre que busca paisajes imagina extraños bosques y montañas inauditas; el romántico cree que del otro lado de la frontera las mujeres serán más hermosas y más complacientes que las de su país; el desdichado se imagina por lo menos un infierno distinto; el viajero suicida espera la muerte que no encuentra nunca.
Caminos sin ley. Capítulo 1: La frontera.
Graham Greene quiso estar o estuvo o viajó a los lugares del planeta donde algunos de los hechos más significativos del Siglo XX estaban ocurriendo: no pudo volar a la España recién conquistada por Francisco Franco pero desarrolló labores de espionaje para el Servicio de Inteligencia Secreto (el MI6 británico), en la extraña y tensa Viena de la post guerra, dividida en sectores gobernados por los aliados y los rusos, lo que le proporcionó material para su novela El tercer hombre y el aún mejor guion para la película de Carol Reed (1949); pasó cubriendo la guerra francesa de Vietnam para el Sunday Times durante los inviernos de 1951 a 1955; testificó sobre la Cuba de Batista, que le proporcionó el oscuro telón de fondo para su burlesca visión del Servicio Secreto en Nuestro hombre en La Habana; para el Sunday reportó la rebelión de los Mau Mau[1] desde Kenia y pasó los momentos más álgidos de la dictadura de Papá Doc en Haití en 1963. Pero también viajó a lo largo de México, de norte a sur, a la vez que realizaba un viaje interior a través de un estado mental[2] de odio, descubrimiento y asombro que le llevaría a escribir dos libros, la novela casi perfecta El poder y la gloria (1940) y el furibundo ensayo-reportaje Caminos sin ley (1939)[3].
Católico converso y convencido, Greene llega a México, al inicio del mandato del general Lázaro Cárdenas, predispuesto al prejuicio debido a la ofensa que recibiera su fe de mano de la persecución religiosa ejercida por el gobernador Tomás Garrido Canabal y sus Camisas Rojas en los estados de Tabasco y Chiapas. Los diarios para los que escribía le habían pedido una serie de reportajes sobre el anticlericalismo en esos estados del sur del país y Greene atravesó la frontera para escribir sobre el estado de cosas en México a la vez que un testimonio sobre lo que le parecía el Estado como ente político, ateo e inmoral. Al escritor se le presentaba así una doble oportunidad como autor y como hombre de fe, la de escapar a los juicios y demandas recientes de un Hollywood furioso debido a su crítica a la sexualización[4] de la pequeña Shirley Temple en la película La mascota del regimiento (Wee Willie Winkie, John Ford, 1937) y la de lograr hacer arte, escribir verdadera literatura, sin caer en el mero panfleto religioso durante el proceso y el viaje.
Caminos sin ley es el resultado tanto de un logro parcial, en materia artística, como el de un fracaso, si sólo se lo lee como crónica, en su intento de escritura imparcial. Libro de una prosa hermosa pero furiosa a la vez, va encontrando y describiendo a cada paso, la belleza del país sólo para revertirla en enojo y criticarla de manera negativa.
Al bajar en América, Greene se queda varios días en Nuevo Laredo, ante la imposibilidad de encontrar un transporte que le conduzca hacia la Ciudad de México, ciudad fronteriza desde la que comenzará detestando al país. Arriba a un Monterrey, que le parece el remedo de alguna ciudad texana, una ciudad de lujo, preparada para recibir a los norteamericanos que se dirigen a la Ciudad de México. Al cruzar la línea estatal de San Luis Potosí intenta entrevistarse con el general indígena Cedillo, católico que había confesado a un reportero americano: Tal vez yo no crea en todo ese asunto de la religión, pero los pobres la desean, y me encargaré de que les den lo que desean, y se entera de su muerte, poco después, durante un enfrentamiento con fuerzas federales, hecho que lo convencerá de la maldad intrínseca del estado mexicano, dejando de lado, por haber ignorado el hecho o de forma intencionada, el cruel pasado anti cristero de dicho general.
En San Luis también encuentra, como en todo México, extranjeros y españoles que ya perdieron todo, excepto la desesperación, sensación que no le abandonará el resto de su incursión mexicana. La fiesta, pero al mismo tiempo la ceremonia de muerte, de las peleas de gallos le obligan a reflexionar: Morimos como defecamos; ¿por qué ponerse sombreros enormes y pantalones ajustados y hacer tocar a una banda? Que lo llevará a aseverar su frase más contundente contra el país y sus habitantes: Ceo que ese día empecé a odiar a los mexicanos.
Su entrada en la Ciudad de México está impregnada de desengaño: es más antigua y menos centroeuropea que lo que parece a primera vista. (…) Siempre asociaré a la Ciudad de México con el olor repugnante a dulces y con los vendedores de billetes de lotería. La lotería es lo más parecido a la esperanza en el cielo. México es un país inmaduro, según Greene, conclusión que alcanza, no sin miedo, al escuchar la cohetería popular y ver arrojar los baldes de agua con anilina con que los alumnos universitarios celebran su apertura de cursos: Es esta puerilidad, esta inmadurez, lo que más me pone nervioso en México. Los adultos no pueden encontrarse en las calles, sin empezar a boxear como escolares. Hay que ser una criatura para entrar en el reino de los cielos, así dicen, pero éstos ya pasaron de la infancia, y permanecen para siempre en una cruel y anárquica adolescencia.
El bosque de Chapultepec, en dónde camina bajo viejos árboles inmensos -uno de ellos tiene doscientos pies de altura y cuarenta y cinco de circunferencia- dónde cuelgan musgos tropicales; no ofrece consuelo a su furia y la revelación de uno de los rostros de la muerte mexicana se le antoja un despropósito: el Palacio de Maximiliano, con un frente vidriado como el del Crystal Palace agregado a la uniforme mampostería de ladrillos del siglo dieciocho, y abajo un monumento al heroísmo inútil; a los cadetes que cayeron, cuando la invasión estadounidense, defendiendo el castillo. (…) Todos los monumentos de México son homenajes a muertes violentas. Otra serie de monumentos, esta vez antiguos, como lo son los vestigios de Teotihuacán son, para él, tierra antigua y sangrienta.
Pasea por las céntricas calles de la ciudad y apunta nombres de calles, describe escenas ya pertenecientes al territorio de la memoria, no sin someterlas al juicio de sus ataques.
Las calles Cinco de Mayo y Francisco I. Madero, arterias de tiendas elegantes, corren paralelamente, con sus lujosos negocios tipo Mayfair, las mejores tiendas de antigüedades, con salones de té norteamericanos, “Sanborn´s”, hasta desembocar en el Palacio de las Bellas Artes y la Alameda. (…) Luego la Avenida Hidalgo sigue hacia donde nadie se molesta en ir, y la Avenida Juárez termina en el gran Arco de la República, que enmarca un gran aviso de le Cerveza Moctezuma sobre un rascacielos, y el Hotel Regis, donde van los rotarios norteamericanos, y el edificio donde se sortea la lotería. Tomamos hacia el sudoeste, por el Paseo de la Reforma, la gran avenida que construyó Maximiliano, que va desde la ciudad hasta las puertas de Chapultepec, pasando junto a Colón y a Cuauhtémoc y el vidriado Café Colón, parecido al Crystal Palace, donde el presidente Huerta, el que mató a Madero y huyó de Carranza, solía emborracharse (cuando ya no podía moverse, apagaban las luces y la gente que pasaba decía: “El presidente se va a la cama”, no quedaba bien que “vieran” cómo arrastraban al presidente de México hasta su coche), pasando por el Hotel Reforma y la Estatua de la Independencia, toda de vaga aspiración y costosas alas doradas, hasta los leones del portón.
La leyenda de la Virgen de Guadalupe le parece, en cambio, liberadora, no esclavizadora al haber logrado infundir en los indígenas conquistados confianza en sí mismos. Conoce en la Ciudad de México a la señora B, de rancia ascendencia española, una anciana venida a menos, que también era católica, pero con un aristocrático escepticismo. No quería creer en la visión de Diego[5], ni en la imagen milagrosa; era una fantasía popular. (…) Seguramente habría estado más dispuesta a aceptar la visión si ésta se hubiera aparecido ante el conquistador, y no ante el campesino; a la mente adulta, y no a la mente infantil.
El británico se asombra y se pregunta qué hace esa ciudad europea ahí, con el Palacio de Bellas Artes con su cúpula dorada y esas antiguas calles de piedra española que se oponen a la población incivil, lo que le lleva a recordar y comulgar con las ponzoñosas palabras de D. H. Lawrence: El setenta por ciento de estas personas son verdaderos salvajes, más o menos como lo eran hace trescientos años. La población mexicana-española se reduce a pudrirse encima de la negra masa salvaje.
Los planes de viaje aparecen en su cabeza y traza una ruta, bajar a Veracruz, buscar un barco de carga que le llevara a Frontera, Tabasco, estado del que ha tenido noticias que carece de ferrocarriles y caminos, viajar por río hasta Villahermosa, luego, por la misma vía a Montecristo, al otro extremo del estado, conseguir caballos hasta Palenque, en Chiapas, la excusa para visitar dicho estado y seguir a caballo hasta San Cristóbal de las Casas.
Hacía falta aparentemente alguna excusa como la de Palenque; los empleados del gobierno mexicano parecían no tener la conciencia muy tranquila en lo que se refería a Tabasco y Chiapas. Son los dos únicos estados que quedan donde los católicos sólo pueden recibir secretamente los sacramentos de su religión, y si yo hubiera demostrado algún interés especial en política o religión, habría sido muy fácil aplicarme el treinta tres[6]. A muchísimos extranjeros se lo han aplicado durante los últimos años.
En el museo de cera racionalista y anticlerical advierte a una famosa gitana, con un niño en una cuna; el niño era el extranjero que según ella había profetizado dirigiría los destinos de México en 1997, desde Londres, capital del mundo.
Mientras se encuentra en la estación de trenes de Buenavista lo sorprende la noticia de la expropiación petrolera, un motivo para acrecentar más su ferocidad anti mexicana. En Veracruz reflexiona sobre lo que escuchara, sobre el asesinato de una niña que había ido a misa y a la que le habían disparado por la espalda cuando intentara escapar, en plena prohibición de cultos, lo que le obliga a expresar que a los mexicanos les gustan los niños, pero alguna emanación de la maligna tierra azteca parece apoderarse de pronto del cerebro, como una ebriedad, y entonces sale a relucir la pistola. Se emborracha con su guía (que le había mostrado la pequeña Iglesia baja que edificó Cortés, la más vieja de América, chamuscada por las llamas) en el Hotel Diligencias y casi siente, por lo achispado que, lo que le queda de periplo, será para él una gran aventura, cuando el guía se ofrece a acompañarlo, sin cobrarle un centavo, sólo para demostrarle que un mexicano sería tan valiente como un inglés. El guía no lo acompañará, por supuesto, alegando que tenía que cuidar de su desamparado sobrino. Cuando Greene llega por fin a Villahermosa en un barco que tarda once horas a través del calor húmedo, se refiere a la ciudad como a una especie de Venecia en medio de la selva, le sobreviene una vez más el desencanto: Ese efecto de ciudad sofisticada y alegre en el corazón de un pantano no duró más que una noche; sólo duró el pantano.
Había llegado ya al Estado sin Dios, el de Garrido Canabal y, aunque este se encontraba para entonces en su exilio costarricense, las iglesias todavía permanecían cerradas y se notaba la ausencia de sacerdotes. En un hotel de la ciudad capital se queja de los escarabajos que estallan contra las ventanas, conoce a una familia de descendientes de ingleses (una interminable serie de tipos humanos que van de rubios a morenos, que llevan su propio apellido, los Greene de Tabasco y a los que va conociendo con asombro) y al buen doctor Fitzpatrick, quien sería el encargado de contarle de cierto cura borracho (A Whisky Priest) que le servirá de modelo para el sacerdote protagonista de una de sus obras más acabadas, El poder y la gloria, novela mexicana que hace un raro contrapunto con Caminos sin ley y que se reconoce como a su obra maestra. Es ahí donde, para sobrevivir a la continua caída de su espíritu, lee la sentimental novela Dr. Thorne de Anthony Trollope que le sienta bien sólo por ser muy inglesa en contrastecon el país odioso y lleno de odio (es decir, “lleno” de mexicanos) dónde se encontraba.
Greene no evita los pasajes que, al exorcizar su interminable pena, resultan sinceramente cómicos, como lo que le sucedió en el hotel de Villahermosa:
Había escarabajos en cada escalón, desde la dínamo eléctrica hasta el primer piso; explotaban contra las lámparas y las paredes y caían con un ruidito de granizo. En alguna parte había tormenta, pero el aire de Villahermosa no se despejó nunca. Entré en mi cuarto y maté siete cascarudos; los cadáveres se movían tan rápidamente como en vida, arrasados por las hordas de hormigas.
Cuando vuela a Salto de Agua, en Chiapas, con un aviador que se gana su confianza, escribiría que sólo los aviadores y los religiosos fueron los únicos mexicanos que le habían agradado. Una vez en tierra sigue a lomo de mula y lo hace enfermo, mientras la monotonía lo cubre y la selva, el calor y la humedad le envuelven.
Nos dieron tortillas –esos panqueques grasosos y secos que en México acompañan todo alimento-, un huevo a cada uno, en una tacita de lata, y café, un café delicioso.
En un estado constante de depresión, con nubes de moscas zumbando y el calor derritiéndolo, pierde sus lentes. Conoce a un matrimonio de noruegos que mencionan la remota posibilidad, y la que sería una esperanza para los habitantes de los estados sureños de Chiapas, Tabasco, Yucatán y Quintana Roo de separarse de México y unirse en santa alianza con Guatemala, un fiel país católico, y escucha del contrabando alemán de armas que se sucedía en la frontera. Después pasa la Semana Santa cerca de San Cristóbal pero encuentra poco consuelo en estas celebraciones.
Oaxaca le parece agradable, pero el hartazgo ha llenado su espíritu. Mitla le trae a la memoria las palabras de Huxley, al revisar las grecas de los templos: Tejido petrificado, sólo para revertir, una vez más, la observación en una profecía cienciaficcionista que, no obstante, vendría anunciándose desde un pasado zapoteca:
En algunas paredes quedan restos de frescos, como ilustraciones de alguna horrible novela de Wells: máscaras de gases, tanques y armas de un horror todavía no inventado, un mundo mecanístico. Fuera cual fuere la ferocidad con que lucharon los conquistadores, la fe que trajeron consigo –la Virgen de Guadalupe y la Virgen de la Soledad- era más humana que esto.
En San Cristóbal había descubierto la espantosa falta de expresión de los ojos negros, mientras Puebla le resulta una ciudad con gracia, donde algo francés parecía desmoronarse en ella. Encuentra similitudes entre Taxco y el Greenwich Village a la vez que un aire de Capri y descubre, en la misma ciudad, a una colonia norteamericana escapista, con su sexualidad pervertida y su desesperada libertad. En Cuernavaca evoca la inútil sublevación de Zapata.
Greene vuelve en tren a Veracruz para embarcar, con pasaje de tercera, en un trasatlántico alemán: Mi último contacto con México fue un soborno de cinco pesos que entregué al hombre de la aduana para que no me abriera las valijas; en México hay que pagar impuestos tanto para entrar como para salir.
Lleva los ojos llenos de odio, la piel impregnada de odio, el corazón emponzoñado por el odio. Tiene las puntas de los dedos goteando odio y eso será lo que rezumarán en lugar de tinta al momento de escribir Caminos sin ley. Ha tenido horas, días, semanas llenas de odio en lo que parece ser un guiño a la obra de Orwell, 1984. Para él México es un falso país socialista y un verdadero estado fascista y totalitario con lo que establece un nexo con lo que expresara, décadas después, Luis Buñuel: México es un estado fascista atenuado por la corrupción.[7]
Entre la muchedumbre internacional del barco se suceden las revelaciones políticas, que él, como buen espía, se encargará de analizar bajo su lupa de malhumor. Se destacan los españoles, ensombrecidos por la Guerra Civil, los alemanes desconfiados, los gritos de “¡Viva Franco!” y “¡Arriba España!” y lo descorazonadamente universal que, del barco, brota al salir este de aguas territoriales. Una serie de pequeños conflictos humanos como reflejo de un mundo a punto de estallar en llamas.
En un barco las fronteras se disuelven, las nacionalidades se confunden –la violencia española, la estupidez alemana, la incongruencia anglosajona-, el mundo entero se exhibe en una especie de “montaje” alocado.
Al final, podemos comprender la desatada ira de Greene contra México si leemos Caminos sin ley como lo que realmente es, la indagación de un escritor maníaco-depresivo en los porqués a la ofensa de su recién descubierta religión[8], por parte del Estado siempre como opositor al ciudadano, en un texto dónde las agudas observaciones personales se suceden con expresiones lapidarias y discriminatorias, a la vez que se inscriben en uno de los mejores libros de viajes jamás escritos, dónde la forma por momentos encubre bellamente su rabioso fondo que no es sino un mal viaje al “sí mismo” al “uno mismo”, honesto e imperfectamente humano en toda la amplitud de su encono y su tormentosa oscuridad[9].
Greene, tras su estancia en Chiapas fue consciente de que México era un reflejo de su estado interior cuando escribió: Soñé que había vuelto de México a Brighton, por un día, y que luego tenía que partir inmediatamente para Veracruz. Como si México fuera algo que no podía desprender de mí, un estado mental.
También:
No había en todo este país nada tan hermoso como una aldea inglesa, pero por otra parte la belleza sólo es una emoción del observador, y tal vez para alguien esas selvas y esas barrancas, esos indios reservados y suaves, esos hatos de mula que descendían de la colina podían producir una sensación de belleza. Yo sentía en mí algo que andaba mal; el cansancio y la preocupación y la nostalgia del hogar pueden volver de piedra el corazón, tan fácilmente como la crueldad, el pecado, los actos violentos, el repudio de Dios.
Posteriormente recapacitó sobre esto: En realidad, cuando trato de mirar atrás, hacia esos días, los hallo bajo la atrayente luz de encuentros casuales, pequeñas molestias, desconocimiento, y no puedo recordar por qué entonces me parecían tan adustos y sin esperanzas.
Graham Greene inmerso en sus inquietudes religiosas, que sólo revelaban una parte del devenir mexicano de aquella época, ignoró deliberadamente el apoyo que el arzobispo y los católicos habían prestado al presidente Cárdenas, cuando este incluyó a la iglesia en su plan de nación, durante el ríspido período de la expropiación petrolera y la franca disposición al diálogo que había mostrado el mismo presidente hacia el general Cedillo, en su fallido intento de golpe de estado. En el epílogo, que funciona realmente como una Catábasis a esta furibunda Anábasis mexicana, se sorprende con su llegada a un Londres que se prepara para defenderse de los bombardeos alemanes:
Siempre hay olor a gas en la estación de empalme donde termina el viaje y esperan los tranvías; en el cartel de noticias de Watney, un crimen violento, la Final de Captain Coe. ¿Cómo podría terminar un mundo semejante, sino en la guerra? Yo me preguntaba por qué México me había desagradado tanto: “esto” era mi país. Uno siempre espera algo distinto:
“Durante el invierno clamamos por la primavera,
Y durante la primavera clamamos por el verano,
Y cuando los setos son más abundantes
Declaramos que el invierno es la mejor época;
Y después de eso no hay nada bueno
Porque la primavera no ha llegado;
Ni comprendemos que lo que turba nuestra sangre
Es el anhelo de la tumba”
Trataba de ser “justo”, por haber sido injusto y mantener una visión generalizadora del país, a su regreso a una Europa al borde de la guerra aunque, en una entrevista concedida al ensayista D. Wayne Gunn[10], en el año de 1970, confesaría que el país aún le resultaba desagradable y nos quedamos con la duda de qué habría escrito Greene si hubiera visitado, si estuviera hoy mismo, en el México de principios del Siglo XXI con sus diarias noticias de secuestros, desmembramientos, decapitaciones y mil atrocidades, pero también de la situación económica y ecológica mundial con un Estado Islámico brutal en Medio Oriente y una civilizada Inglaterra en la que un simple –no tan simple- juego de fútbol desata la más extrema violencia callejera.
El de Greene, hombre de fe, es un viaje al extremo de aquél otro viaje accidentado que hiciera Marcel Schwob, y que narrara en su Viaje a Samoa para rendir tributo ante la tumba de Robert Louis Stevenson, una peregrinación y una expiación. Greene vio lo que quiso ver, Schwob no encontró lo que deseaba encontrar.
“¿Es más fácil decir que vuestros pecados sean perdonados?”
Con esas palabras finalizaba la iracunda aventura mexicana de uno de los
mejores escritores británicos del Siglo XX.
[1] Los Mau Mau constituyeron el ejército insurgente que luchó contra el Imperio Británico durante los años de 1952 a 1960.
[2] “México es un estado mental”, Graham Greene, epílogo a Caminos sin ley.
[3] La traducción del original en inglés se debe al argentino J. R. Wilcock, actor en el cine italiano de Pier Paolo Pasolini y publicado por Ediciones Criterio en Argentina en 1953. Hasta hace poco el libro no se editaba en México.
[4] Un texto preclaro que anuncia la actual controversia sobre la explotación infantil en el cine y en la sociedad en general.
[5] El indígena Juan Diego.
[6] Aplicar el treinta y tres consiste en ejercer el derecho concedido por la cláusula 33 de la Constitución, de deportar a todo extranjero considerado indeseable, sin darle explicaciones, con veinticuatro horas de pre-aviso. El proceso puede ser bastante oneroso para la víctima, ya que tiene que pagar los gastos de una escolta hasta la frontera. Oí hablar de una norteamericana que se encontró atada a un par de guardias durante varias semanas. La escoltaron –en primera, por supuesto- hasta Juárez o Nuevo Laredo, y luego descubrieron algún error en sus documentos que les permitió seguir pegados a ella en un hotel mexicano, cobrándole todo lo que bebían, hasta que la mujer se quedó sin dinero, y le permitieron cruzar la frontera. (Nota de Graham Greene)
[7] Luis Buñuel. Mi último suspiro. Plaza y Janés, México, 2008.
[8] Se había convertido al catolicismo en 1927.
[9] Cabría tender un puente del viaje mexicano de Greene con el viaje exterior-interior de la novela El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad y la película Apocalipse Now de Francis Ford Coppola: la revelación de las intenciones y los secretos sentimientos de un corazón humano que se descubre en los otros y en las cosas de fuera.
[10] Escritores norteamericanos y británicos en México. Lecturas Mexicanas 87. Fondo de Cultura Económica. México. Primera edición, 1985.