La primera visión que el explorador Francisco Chico debió tener de la bahía de Acapulco el 13 de diciembre de 1521 debió ser desoladora: “así que ahí terminaba todo… y empezaba todo otra vez”, pudo haberse dicho quien apenas unos meses atrás había cruzado la mar océano de Europa hacia el Nuevo Mundo, y que ahora, en busca de las islas de la especiería que procuraba afanoso por órdenes de Hernán Cortés, se encontraba frente a otro mar océano más ancho que el anterior y un magnífico fondeadero que en lengua de los naturales llamaban Lugar de los Grandes Carrizos.
Pero, ¿eran carrizos o eran otates? –es decir, bambú-, lo que daba nombre a aquél paraje. Debió ser bambú cuyos cogollos cabalgaron los más de 13 mil kilómetros que separan el litoral mexicano del filipino, hasta llegar a la costa acapulqueña para enraizarse en ella y completar el ciclo germinal entre el mundo antevisto por Marco Polo en sus viajes a Oriente y el mundo imaginado y nunca visto antes por ningún otro europeo.
Poco sabemos respecto de don Francisco Chico El Adelantado. De hecho, su patronímico no facilita las cosas como para suponer que se trataba de un Grande de España; pero a él cupo el privilegio de ser el primer europeo en atisbar lo que casi dos años después confirmaría otro explorador, Juan Rodríguez Villafuerte, quien en 1523 tomó posesión de aquel puerto en nombre de los reyes de Castilla y León.
Antes de una década, Acapulco se había convertido en un sitio estratégico para la Corona española, lo que le valió tomar el nombre de Ciudad de los Reyes y ser el puerto de partida de la expedición pelágica encabezada por Diego Hurtado de Mendoza en 1532, y por Cédula Real rubricada por el emperador Carlos V del Sacro Imperio Romano Germánico y I de España, para ser elevada a la categoría de ciudad histórica en 1550.
Acapulco no sólo estaba en el camino hacia la “especiería”. Era el camino. Por eso, cuando Miguel López de Legazpi y Andrés de Urdaneta hicieron el tornaviaje a Oriente, saliendo en 1564 de lo que actualmente es Barra de Navidad, Jalisco, Acapulco justificó la importancia estratégica que la Corona le había otorgado años atrás, porque si bien era cierto que hacia el norte había más de dos mil kilómetros de litoral novohispano donde recalar los maltrechos navíos que regresaban de las excursiones a Filipinas y Guam, no lo era menos que Acapulco era el mejor fondeadero y el más próximo a la ciudad de México, que estaba comunicada con ella por un camino real bien vigilado y guarnecido, garante de que las mercaderías traídas de Asia llegaran a sus primeros destinatarios, o bien prosiguieran su viaje -tras breve escala en la ciudad de México- a Veracruz, y de ahí a La Habana y de La Habana a Cádiz, para luego subir por el Guadalquivir e ir a dar a la Torre del Oro, en Sevilla, donde finalmente se hacía estanco con todos los tesoros que de la Nueva España se llevaban, y todas las esencias, porcelanas, ungüentos, sedas y especias que del Oriente se tenía conocimiento.
Cuando el periplo terminaba, las riquezas habían recorrido más de 24 mil kilómetros, la mitad de la circunferencia del globo terráqueo que, ciertamente, era mucho andar, y justo a la mitad de todo ello se encontraba Acapulco.
Así se inició esta saga que quinientos años más tarde aún no termina y que ha convertido a Acapulco en el privilegio que hoy es. O Era.
De Filipinas, los intrépidos marinos trajeron, a veces por propósito y otras por descuido, cabalgando las olas sobre la así llamada Nao de China, Galeón de Manila o Galeón de Acapulco: la palma de coco, el arroz, el mango de Manila, el ganado de Cebú, el paliacate -que es lienzo originario de una región de la India llamada Pulicat-, la china poblana, la guayabera, el chile javanero -que algunos erróneamente llaman “habanero” pues es originario de la isla de Java, no de La Habana-, y, por supuesto, las tan cotizadas especias, que no se buscaban con tanto afán ni mediante viajes tan costosos sólo porque algún gastrónomo anhelara comer sabroso, sino porque eran los más eficientes conservadores de alimentos que existían, y conservar lo efímero siempre ha sido preocupación de los humanos, sobretodo de los humanos del siglo XVI, que se embarcaban por meses sin posibilidad de reavituallar nada desde la partida, o se aventuraban por sierras y pantanos ignotos sin más pitanza que la que contenía el talego de cada quien, con riesgo de que pasados los días la comida se corrompiera y dejara a toda la tropa muerta de hambre.
España era nación de conquistadores y no se podía conquistar si los ejércitos expedicionarios y la Armada no contaban con más preservadores que la salmuera. Por eso Acapulco tuvo y retuvo importancia, porque en épocas en que la pólvora servía para poner sitio a las ciudades, las especias servían para que el de afuera comiera mientras el de adentro veía pasar el tiempo e iba pensando en rendirse por hambre, porque entre las especias y la viruela, España reunió dos armas formidables con las que conquistó medio Mundo.
Por rico e importante, era menester resguardar Acapulco, y se hizo a partir de 1615, cuando el Virrey Diego Fernández de Córdoba encargó el proyecto de la fortificación al constructor holandés Adrián Boot, quien lo terminaría en 1617 y fue bautizado con el nombre que aún conserva en honor del santo Diego y del promotor de la obra, el Virrey del mismo nombre.
Lo que no hicieron las bombas ni los años, se lo hizo un terremoto al Fuerte de San Diego, que en 1776 resultó tan derruido que hubo que rehacerlo casi entero. De lo que quedaba, partió el proyecto del arquitecto Ramón Constanzo y la plomada del ingeniero Ramón Panon para erigir un pentágono en forma de estrella con cinco baluartes y una plaza de armas, que es como quedó en 1783 y actualmente lo conocemos.
Según el censo de 1790, Acapulco contaba con una población de 996 personas integrada por mulatos, españoles, indígenas, filipinos, japoneses y chinos. Un crisol, pues, de todas las razas conocidas hasta entonces, que es la estirpe de la que parte la puebla moderna de Acapulco, y aunque pocos vestigios queden de la antigua influencia asiática y haya sido deglutida por el mestizaje, ni hablar que la idiosincrasia acapulqueña conserva ese pasado remoto y cosmopolita.
La guerra de Independencia vino a interrumpir el próspero desarrollo de Acapulco, pues el fuente de San Diego estuvo sitiado durante ocho meses tras la victoria de los insurgentes sobre los realistas en la batalla del cerro del Veladero. Rendida la plaza y convertida en cuartel de los alzados, cayó alternativamente en manos de unos y otros, y recuperada otra vez por los realistas, que la defendieron hasta 1821, cuando los Tratados de Córdoba los hicieron capitular y entregarla, como poco después acontecería con su antípoda de San Juan de Ulúa, en Veracruz.
Después, la historia del fuerte de San Diego fue más versátil que bélica. Fue cuartel, cárcel, hospital en ocasiones, escenario de la Reseña Internacional de Cine y museo. Jugó además importante papel en la defensa de Acapulco en los años siguientes, lo mismo en las múltiples asonadas que los levantiscos militares mexicanos protagonizaban a favor de liberales o conservadores, que durante la invasión francesa y la Revolución de 1910.
Pero finalmente llegó la paz y el fuerte pasó de ser fortaleza a ser símbolo de la ciudad.
En 1924 el presidente Álvaro Obregón ordenó se proyectara la carretera México-Acapulco, la cual fue terminada en 1927. Con ella, la actividad bajó a las playas y se conoció un nuevo fenómeno comercial llamado turismo y un ser mutante llamado turista.
Se construyeron los primeros hoteles: Acapulco, Jardín, Miramar, se llamaron. Arribaron las primeras celebridades y dos años más tarde se iniciaron los vuelos comerciales. La aeropista se ubicaba junto a la playa de Hornos, en términos donde años más tarde sería construido el Hotel Papagayo, lo que hizo trasladar la pista aérea a Pie de la Cuesta.
En los años 30 se introdujo el sistema de agua potable y con él se incrementó el número de hoteles, entre ellos algunos de los más antiguos que aún funcionan, como Las Palmas, Mirador, Flamingos, Casablanca, Marina, Club de Pesca. Pero el gran salto de Acapulco tendría lugar años más tarde, durante la década de los 40 y 50, cuando el gobierno del presidente Miguel Alemán inauguró las obras de la avenida Costera y con ello abrió al desarrollo urbano y la hotelería áreas inmensas de terrenos vírgenes donde se erigirían los hoteles más modernos y mejor equipados como El Presidente, Ritz, Elcano, así como el nuevo aeropuerto de Plan de los Amates, junto a la laguna de Tres Palos, y la carretera escénica que enlaza la bahía de Acapulco con la de Puerto Marqués.
La Época de Oro
Dotado de bellezas naturales extraordinarias, de fauna, flora y clima incomparables, de gente amable, de amaneceres y atardeceres escénicos y montajes de increíble belleza que penden como obra divina del anfiteatro que rodea y cobija al puerto, Acapulco quedó listo para ofrecer al mundo lo mejor de sí mismo a lo largo de tres décadas que fueron conocidas como la época de oro.
Nadie sabe con precisión cuándo comenzó la llamada época de oro. El más conquistado de todos los conquistadores que ha tenido Acapulco, el suizo Teddy Stauffer, narra en su libro Forever is a hell of a long time, que la primera vez que visitó Acapulco a bordo de un DC-3 que aterrizó en Hornos, fue en 1943. Quedó encantado y poco después regresó para abrir una sucursal del Club Casanova de la ciudad de México en el “roof garden” del Hotel Marina, ubicado en el centro de Acapulco y propiedad de Antonio Díaz Lombardo.
Pero no fue ese el viaje definitivo de quien posteriormente sería conocido como Míster Acapulco, pues en 1945 cerró sus operaciones en la ciudad de México, donde había vivido por un año, y regresó a Hollywood.
No transcurrió mucho tiempo antes de que Stauffer volviera a Acapulco, y lo hizo por la ruta más intrincada. Su gran amistad con el actor Errol Flynn lo puso a bordo del Zaca, en velero propiedad del artista quien junto con varios amigos iba a emprender una larga travesía que se inició en California, pasó con la isla de Cedros, isla Guadalupe, las Revillagigedo, las Cliperton, para terminar en Acapulco. Cuando el grupo se alistaba para regresar a California, los Estudios Columbia hicieron una oferta a Flynn para rentarle por varios meses el Zaca, pues estaban por filmar en Acapulco la película Lady from Shanghai, interpretada por Rita Hayworth y Orson Wells, que una vez más trabajaba en el polifacético papel de actor, escritor y director de la obra.
La filmación terminó casi seis meses después y Teddy Stauffer decidió quedarse en Acapulco sin trabajo, sin proyecto y sin dinero; pero a finales de 1946 recibió una oferta para hacerse cargo de la gerencia del nuevo Hotel Casablanca, recientemente construido por John Hardin, un petrolero y millonario de Oklahoma. El hotel, muy hermoso y con la mejor vista de la bahía, pero vacío, amenazaba con irse a la ruina hasta que Teddy tuvo la idea de abrir el Beachcomber Club, y ahí empezó todo. Después vendrían: La Perla, Tequila a Go-Go, Villa Vera Racquet Club, y con ellos vendrían las celebridades que resultaron ser los mejores publicistas de Acapulco en el mundo: los ya mencionados Rita Hayworth y Orson Wells, Tyrone Power, Hedi Lamarr, Elizabeth Taylor, Mike Todd, Debbie Reynolds, Eddie Fisher, Gary Cooper, Bob Hope, Frank Sinatra, Liza Minelli, Lex Baxter, Paul Anka, Henry Kissinger, ministros, príncipes, millonarios, reinas de belleza, beach-boys, padrotes… todos tenían algo qué ver con Teddy porque Stauffer tenía que ver con todo Acapulco, con los que ahí vivían, con los que ahí bebían y con los que por Acapulco pasaban.
La llamada época de oro terminó como comenzó, sin saber exactamente cuándo, porque la nostalgia, generalmente, no tiene fechas exactas.
Epílogo
El Acapulco de la época de oro terminó con Las Brisas, el Pierre Marqués y, finalmente, el Acapulco Princess. En una de sus suites murió, se dice, el excéntrico multimillonario Howard Hughes. Lo que vino después fue el Acapulco del extrarradio: hacia el sur para los ricos poseedores de la Costa Chica y áreas con membresías “diamante”; hacia arriba de la montaña para los desamparados.
La historia comenzó hace más de 500 años, pero Acapulco podría morir ahora. Por eso, si tienes una deuda con Acapulco, paga ya, porque lo necesita.