“Mostraré a Vuestra Señoría Ilustrísima lo que sabe hacer una mujer”, escribía Artemisia Gentileschi en 1649 a uno de sus clientes, Antonio Ruffo, anunciándole el pronto envío de un cuadro. Al final de su vida, pese a las penurias económicas y toda suerte de sinsabores, la gran pintora romana conservaba incólume el orgullo y la energía que le permitieron superar los abusos que sufrió en su juventud y hacerse un nombre en el competitivo mundo artístico de la Italia barroca.
Artemisia nació en Roma el 8 de julio de 1593 y era la mayor de cuatro hermanos. Su padre, Orazio Gentileschi, era un pintor pisano que se instaló en Roma veinte años atrás. De su madre, en cambio, no sabemos nada, salvo que murió en 1605 a los treinta años.
Desde ese momento, Artemisia hubo de ocuparse de la casa y del cuidado de sus hermanos menores, porque el padre no se casó de nuevo. En el taller paterno, anexo a la casa familiar, Artemisia descubrió su vocación por el arte. En un primer momento, Orazio había insistido en que su hija tomase los hábitos, pero al final aceptó el sueño de Artemisia de convertirse en pintora. Sin embargo, en aquellos tiempos era impensable que una mujer se formara en el taller de algún maestro, sin contar con que un padre apenas permitía a su hija salir de casa (como mucho, para ir a la iglesia). Su formación, pues, se llevó a cabo en el estudio paterno. Artemisia pasaba casi todo el tiempo en casa, donde se le permitía ejercitarse en la pintura, con frecuencia bajo la atenta mirada de su vecina Tuzia, cuya tarea consistía en vigilarla cuando el padre o los hermanos estaban ausentes. También visitaban asiduamente la casa pintores conocidos de su padre, como Pietro Rinaldi, su padrino de bautismo.
Tras la temprana muerte de su madre, su padre quiso que Artemisia tomara los hábitos pero al final aceptó que se convirtiera en pintora, un oficio de hombres en esa época.
VIOLADA Y ENGAÑADA
A comienzos de 1611, a Orazio Gentileschi le encargaron pintar al fresco una pequeña logia en el palacio del cardenal Scipione Borghese, en Monte Cavallo. El mecenas colocó a su lado a un joven artista, Agostino Tassi, apodado lo Smargiasso, “el Bravucón”. Éste, tras pasar algún tiempo en Liguria y la Toscana, se había instalado en Roma. Entre ambos surgió la amistad, por lo que Orazio, que estaba casi siempre fuera y ya no se podía ocupar de los estudios de su hija, pidió a su colega que le diese clases de perspectiva. Agostino, pues, comenzó a frecuentar la casa de los Gentileschi, terminando por prendarse de la muchacha, que ya tenía 18 años. Un día, el joven alejó a Tuzia de la casa con una estratagema y violó a Artemisia, tal como las actas del juicio posterior confirman y como ella misma declara: “Me arrojó al borde del lecho […] y me puso la rodilla entre los muslos para que no pudiera juntarlos…”. Luego, para tranquilizarla, Tassi le prometió casarse con ella, promesa que durante un año la muchacha esperó en vano a que éste cumpliera.
En marzo de 1612, Orazio Gentileschi denunció a Agostino Tassi ante las autoridades, que lo llevaron a juicio. Probablemente, los Gentileschi se dieron cuenta de que éste no tenía intención de casarse con Artemisia o bien descubrieron que Tassi había estado en prisión por varios delitos en el pasado. Durante el jucio, un testigo llegó a acusarlo de haber encargado el asesinato de su esposa mientras mantenía una relación con su cuñada.
En esa época, la violencia sexual no se consideraba un delito contra la mujer, sino contra el honor familiar. Además, para obtener justicia, a la víctima se le exigía que demostrase haber tenido siempre una conducta casta y muy íntegra. Durante todo el proceso, Artemisia insistió tanto en la violencia como en el engaño respecto a la promesa nupcial, mientras que Agostino la acusó de ser una mujer de mala vida y dijo que nunca había tenido relaciones con ella. Para agravar las cosas, Tuzia y otros testigos afirmaron que la pintora se veía con otros hombres y que era “demasiado libre”. Incluso hubo quien afirmó que solía asomarse a las ventanas de su casa, cosa que no era adecuada para una persona “decente”. Artemisia, a la que se miraba ya con desconfianza por su profesión, fue considerada una mujer licenciosa desde ese momento.
En esa época, la violencia sexual no se consideraba un delito contra la mujer, sino contra el honor familiar
Por si fuera poco, para verificar que su declaración era cierta, fue examinada por dos comadronas y se la sometió a la tortura de los llamados sibilli. Esta técnica consistía en colocar unas cuerdecitas entre los dedos de las manos unidas y accionar a continuación un palito que, girando, apretaba las falanges hasta triturarlas. Obviamente, se trataba de una práctica no sólo dolorosa, sino muy peligrosa, sobre todo para una artista, pues corría el riesgo de comprometer la funcionalidad de sus dedos. Mientras la torturaban, se volvió hacia el Bravucón gritando: “¡Éste es el anillo que me das y éstas son tus promesas!”. El juicio acabó en septiembre con la condena de Tassi. La sentencia preveía cinco años de cárcel o el exilio. Tassi optó por este último, aunque gracias a algunas amistades influyentes consiguió volver a Roma un tiempo después, e incluso reanudó las relaciones con Orazio.
UNA NUEVA VIDA
El 29 de noviembre de 1612, aproximadamente un mes después de terminarse el juicio, Artemisia se casó con el florentino Pierantonio Stiattesi, un pintor mediocre con el que tuvo cuatro hijos. Fue un matrimonio acordado por su padre y celebrado para acallar el escándalo. Artemisia lo aprovechó para dejar Roma y enfrentarse a la vida de manera independiente.
La pareja se trasladó a Florencia. Antes, Orazio dirigió una carta a la gran duquesa de Toscana, Cristina Lorena, en un intento de introducir a su hija en la corte de los Médicis. Orazio no dudó en elogiar a Artemisia: “Me hallo con una hija hembra con otros tres varones, y esta hembra, habiéndola yo encaminado por la profesión de pintura, en tres años ha adquirido tanta práctica que puedo decir que hoy no hay nadie igual a ella”. Sin embargo, más que esta carta es probable que fuese la influencia del hermanastro de su padre, Aurelio Lomi –un pintor muy apreciado en la corte de Florencia–, la que le procurase más ayuda.
Comoquiera que fuese, en poco tiempo Artemisia consiguió entrar en el círculo del gran duque Cosme II. Aprendió a escribir –sólo sabía leer– y comenzó a tratar con nobles e intelectuales como Galileo Galilei, con quien mantuvo una correspondencia epistolar, y con Miguel Ángel el Joven, bisnieto del gran Miguel Ángel Buonarroti. Fue él quien, el 24 de agosto de 1615 le encargó Alegoría de la inclinación para la bóveda de la casa familiar. Artemisia pintó un desnudo de mujer tan realista (un autorretrato, según algunos) que su cliente se vio obligado más tarde a cubrirlo con unos paños.
En poco tiempo, la fama de Artemisia creció hasta el punto de que, en una carta del secretario de Cosme II, se la define como una “artista que ya es muy conocida en Florencia”. El 19 de julio de 1616 fue la primera mujer admitida en la Academia de las Artes del Dibujo, fundada por Vasari en 1562. Estuvo inscrita en ella hasta 1620, cuando pidió al gran duque permiso para pasar algún tiempo en Roma a fin de ocuparse de algunas cuestiones familiares. Su marido, Pierantonio, veía con buenos ojos el progreso de Artemisia, que prácticamente proveía al sustento de la familia y saldaba las muchas deudas contraídas por él.
El 19 de julio de 1616 fue la primera mujer admitida en la Academia de las Artes del Dibujo, fundada por Vasari en 1562
Pero el verdadero amor de Artemisia no fue su marido, sino el noble florentino Francesco Maria Maringhi. De la intensa pasión entre ambos es testimonio la amplia correspondencia descubierta hace unos años. En ella aparecen también varias cartas de Stiattesi a Maringhi, en las que aquél informa a su amante de algunos asuntos relacionados con su mujer, lo que demuestra que su esposo aceptaba la relación entre ellos. No se sabe por qué su marido no acompañó a Artemisia a Roma y, en un determinado momento, desapareció incluso de su vida. Aun con altibajos, la pintora mantuvo durante años su relación con Maringhi, lo que no impidió que a la vez tuviera relaciones con el músico inglés Nicholas Lanier. Una vez en Roma, pareció que las habladurías sobre Artemisia habían caído en el olvido. Los salones se disputaban su presencia y se la invitó también a formar parte de la Academia de los Deseosos, prestigiosa institución que reunía a los intelectuales romanos más importantes.
CORTEJADA POR REYES
El padre de Artemisia se trasladó a Inglaterra, mientras ella emprendía un viaje por el norte de Italia. En 1630, la artista decidió ir a Nápoles, que a comienzos del siglo XVII era una de las ciudades más grandes de Europa, meta de comerciantes y pintores. Aquí recibió importantes encargos, entre otros de Felipe IV de España. En 1637, Carlos I de Inglaterra la invitó a su corte, a la que se desplazó al año siguiente. Allí se reunió con su padre, que estaba trabajando en la decoración del techo de la Queen’s House, en Greenwich. Tal vez ambos volvieron a colaborar hasta la muerte de él, acaecida en 1639. En sus años londinenses, Artemisia pintó una de sus obras más famosas: Autorretrato vestida de Pintura.
Luego Artemisia regresó a Nápoles, donde vivió hasta su muerte. Tras casar a una de sus hijas, se encontró en dificultades económicas y aceptó trabajar para Antonio Ruffo, un coleccionista siciliano que le había encargado algunas obras. Sin embargo, los problemas económicos no disminuyeron y a veces se vio obligada a malvender sus obras.
Tal vez cansada de una vida tan intensa, pasó sus últimos años sin intentar nuevos retos artísticos y agobiada por las deudas. Pese a su indudable calidad artística y sus influyentes amistades, no se libró nunca del todo de su fama de licenciosa. La opinión pública nunca le perdonó ser una mujer libre. A su muerte, ocurrida entre 1652 y 1653, llegaron a dedicarle epitafios ultrajantes como éste: “Al pintar la cara a éste y a aquél / en el mundo me gané mérito infinito. / En tallar los cuernos a mi marido / dejé el pincel y tomé el escalpelo”. Su figura fue rápidamente olvidada y no sería redescubierta hasta 1916 gracias al historiador del arte Roberto Longhi. Con los años, sin embargo, su historia privada ha prevalecido sobre su trayectoria artística, menoscabando un trabajo cuya calidad se puede comparar con la del mismísimo Caravaggio.
Contenido obtenido de: National Geographic