Hay hombres que no mueren, solo se hacen humo en el telón, se vuelven eco en el escenario, susurran entre bambalinas. Paco Beverido es de esos. No lo lloremos con crespones, llorémoslo con aplausos. Con la reverencia que se le hace a quien transformó el silencio en palabra, el cuerpo en memoria, la vida en arte.
Mi primer encuentro con él fue sin que él lo supiera. Tenía diecisiete años y buscaba un monólogo. Lo encontré en Candilejas, ese santuario teatral que él fundó para salvarnos a los que no teníamos más brújula que la emoción. No sabía entonces que ese lugar que olía a papel viejo, a historia y a tablado, era su obra más íntima. Pero lo sentí. Como se siente la poesía sin entenderla del todo.
Paco caminaba por el centro de Xalapa como si flotara sobre adoquines: bastón en mano, mirada al frente, paso lento y firme, como quien ya no tiene prisa porque ya lo ha dicho todo. Era el teatro mismo vestido de hombre.
Dicen los datos (esos que tanto gustan a los informes y tan poco explican la grandeza) que dirigió más de 80 puestas, actuó en más de 50, fundó La Caja, los Talleres Libres de Actuación, revistas, festivales, acervos. Que la Universidad Veracruzana le dio el Doctor Honoris Causa, que ganó medallas y reconocimientos. Pero el verdadero galardón lo llevamos quienes pasamos por sus aulas o sus obras y salimos conmovidos, transformados, con el alma un poco más despierta.

Paco enseñaba a respirar en escena como se respira en la vida: con verdad. No gritaba para hacerse oír, no pontificaba desde cátedras frías. Hablaba bajo y con intensidad, como quien sabe que la llama más firme no hace escándalo. En un país donde el arte muchas veces es tratado como adorno o limosna, Beverido apostó por el rigor. Formó a quienes hoy sostienen con dignidad el teatro mexicano, ese que no se vende al mejor postor ni se disuelve en la frivolidad.
Hoy su muerte nos toma como un apagón de candilejas, pero no lo es. Paco sigue donde debe estar: en los cuerpos que tiemblan antes de entrar a escena, en las tablas que crujen bajo pies decididos, en los silencios que lo dicen todo. Su herencia no cabe en medallas ni placas, porque vive en cada joven que eligió no huir, sino resistir desde el arte.

Pero que no nos gane la nostalgia. Que su nombre no se reduzca a discurso de homenaje ni a mención protocolaria. Nos toca —sí, a nosotras, las hijas de la escena, los hijos del ensayo, les cómplices de las luces cálidas— cuidarlo con funciones honestas, con pedagogías valientes, con teatros vivos. Porque el teatro, cuando es verdadero, no se hereda: se enciende.
Gracias, Paco. Por nombrar lo innombrable. Por salvarnos sin saberlo. Por convertir el arte en refugio y el escenario en hogar. Porque si algo nos enseñaste es que actuar es vivir dos veces. Y que algunos, como tú, nunca se bajan del escenario: se funden con él.
Hoy, que el telón baja con respeto, no decimos adiós: decimos gracias. Y encendemos una candileja más.