La Séptima Temporada (2025) de la exitosa serie “Black Mirror”, de Netflix, dedica cuatro de los seis episodios de los cuales se compone, a la tecnología neural e inmersiva en entornos virtuales. Su gadget estrella es un botón que se coloca en la sien del usuario o, por defecto, un dije que se lleva al cuello, para cuestionar qué nos estamos haciendo con la tecnología y a través de esta, como reflexionara el especialista del subgénero de la Ciencia ficción, David Pringle, en torno a la obra de J. G. Ballard. “Black Mirror” vuelve a incidir en las historias de corte moralista y edificador, en la línea argumental de lo mejor del corpus que conforma su célebre y legendaria predecesora, la “Dimensión Desconocida”.

¿Hasta dónde puede llegar alguien por amor? La trama del primer episodio, “Una pareja cualquiera” (Common People, Ally Pankiw), nos remite al pasaje de aquella obra de uno de los tres genios absolutos que ha dado la Ciencia ficción, Philip K. Dick, en la cual un hombre, para acceder a su propia casa, introduce una moneda en la ranura de la puerta, como muestra de un capitalismo extremo y aberrante, pero de una lógica helada en su propuesta.

Los Waters, formados por la profesora Amanda (Rashida Jones) y su esposo Mike (Chris O´Dowd), un obrero soldador, sin ninguna duda se aman, aunque no puedan concebir un hijo (este patetismo es simbolizado en una escena que se desarrolla delante de una cuna vacía) o padezcan estrecheces económicas, como lo hacen ver las continuas muestras de afecto que se prodigan entre ambos, y el que celebren su aniversario comiendo hamburguesas en el restaurante del Hotel Juniper, donde se casaran, calificado por Mike como un “mierdero”, pero en el cual se las prepara de manera deliciosa. Cuando Amanda sufre un desmayo, debido a un tumor en el lóbulo parietal (que podría postrarla de por vida en cama, en un sueño sin retorno), Mike busca ayuda de la empresa médica neurológica RiverMind, que promociona un procedimiento experimental que consiste en clonar la parte afectada del cerebro en la computadora central de la empresa -como copia de “respaldo”-, extirpar el tumor y sustituir dicha parte con tejido “receptor” sintético, para que el sistema transmita las funciones cognitivas desde la copia almacenada en la nube. La empresa ofrece a sus clientes paquetes, desde el básico hasta el plus, en escala cada vez más ascendente y, por consecuencia, más cara. Conforme el negocio va teniendo éxito, los paquetes de lujo comienzan a ofrecerse como básicos, con opción a los clientes de pocos recursos (como Mike) de transmitir anuncios a través de los pacientes para compensar el costo, muchas veces emitidos en situaciones o momentos fuera de lugar o, por el contrario, cuando el algoritmo capta el tipo de conversación del interlocutor y adecua los anuncios a dicha conversación. Por ejemplo, en una escena en la cual Amanda se “apaga” momentáneamente, sin estar consciente de ello, le suelta a sus alumnos anuncios que tienen que ver con preguntas que le han hecho en clase -tal como los algoritmos recopilan nuestros datos como consumidores, para bombardearnos con publicidad relacionada a nuestros gustos-, por lo cual terminan expulsándola de la escuela.

Mientras todo esto sucede, en redes sociales circula “Dum Dummies”, uno de los tantos “realities” estúpidos a los cuales, por dinero, se entregan los participantes más desesperados, haciendo cosas extremas -como beber su propia orina (por miserables $20 dólares), arrancarse los dientes, o introducirse objetos analmente- a cambio de “créditos” y en el cual, para poder seguir pagando el altísimo costo del programa de Rivermind, Mike accede a participar y humillarse. “Una pareja cualquiera” es el más reflexivo de los episodios, a la vez que el más conmovedor y crudo de la temporada. Puntuación: 5 de 5.

Hay toda una categoría de historias, inscritas en la Ciencia ficción, que tratan del genio alterado que, aunque dueño de una gran tecnología (qué él ha inventado) o de ciertos poderes que sus descubrimientos científicos le han otorgado, los utiliza para cuestiones tan triviales como robar un banco (haciendo uso, para ello, de la invisibilidad o de la alteración del flujo del tiempo). Estos se revelan como los típicos villanos de cómic y del cine de súper héroes. Así podíamos leer, en los cómics de antaño, que Spiderman o Superman se enfrentaban a súper villanos que no deseaban otra cosa que alguna joya de alto valor, o controlar el clima por mera venganza. “Bête Noire” (Toby Haines), el segundo episodio, narra la historia de dos ex compañeras de colegio, una popular, la afroamericana Maria (Siena Kelly), y nerd la otra, Verity (Rosy McEwen), una rubia de apariencia frágil, que se encuentran trabajando en la misma empresa dedicada a productos alimenticios.
La primera no soporta a la otra -de hecho, el personaje de Maria es insoportable-, desde que corrieran ciertos rumores sexuales en sus tiempos escolares, pero la invención de una súper computadora -con la cual se podrían explorar universos paralelos o la naturaleza misma de la realidad-, sólo sirve para ejercer una venganza atrasada, haciendo de la otrora nerd (quien fuera abusada en la escuela), una figura cruel que, en su presente discontinuo (y gracias a su capacidad de cambiarlo a voluntad) se entrega en busca de víctimas para su venganza.
Verity es, de hecho, el paralelo femenino del capitán abusador (antes víctima de bullying) Robert Daly, de la nave espacial U.S.S. Callister, cuyo fantasma permea sobre toda esta temporada.
Pero ¿por qué la Ciencia ficción se decanta hacia este tipo de tramas manidas y en absoluto originales? Entretenida, pero sin inventiva. Puntuación: 2 de 5.

El tercer episodio, “Hotel Reverie” (Haoulu Wang), nos presenta una de las tantas tecnologías que pueden constituir el futuro (cercano) del cine, ReDream, mediante la cual Brandy Friday (Issa Rae), una afamada actriz negra que desea obtener el papel que antes fuera para un actor blanco y ya maduro, entra en la reconstrucción de una película clásica (la ficticia “Hotel Reverie”, de la cual se prepara el remake artificial, “Hotel Reverie. Reborn”), valiéndose de un conector sináptico (el gadget con forma de botón). Una vez dentro de este “constructo” inmersivo, extremadamente realista de IA, los personajes (interpretados todos por actores ya fallecidos, pero que ignoran que no son sino “ficciones” actuadas o meros personajes) suponen que viven realmente en la historia, y les parece la cosa más natural del mundo que una actriz como ella se mueva -y se enamore de otra mujer- en el entorno “no inclusivo” de los años ´40s. Se presenta un problema. Cualquier cambio que Brandy introduzca, podría desestabilizar el sistema, alterando toda la trama de la película y poniendo en peligro la arquitectura misma de la simulación. Cuando los personajes demuestran poseer consciencia, y entender que no son reales sino parte de un filme, la historia se inclina hacia la típica indagación ciencia ficcionista de la realidad (la ruptura conceptual o “punto de epifanía”), en la línea de “incursión en la subdiégesis” que ya exploraran (y mucho mejor) “El santuario de 16 mm” (The Sixteen Millimeter Shrine, Mitchell Leisen, 1959) de la Dimensión Desconocida original, “La rosa púrpura del Cairo” (The Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985) o “El último gran héroe” (Last Action Hero, John McTiernan, 1993), pero fallida a diferencia de las citadas.
En última instancia ¿Qué clase de obras cinematográficas propone esta tecnología si no una película reciclada que deja al original como una obra superior? Entretenida, interesante y, sin duda, un homenaje sentido al romántico cine de la edad de oro, pero predecible y que, de paso, nos envuelve en una trama “inclusiva”, romance lésbico de por medio. Puntuación 2 de 5.

“Juego” (Plaything, David Slade), nos cuenta la historia de Cameron Walker (Peter Capaldi), un homeless detenido en flagrante robo de una bebida alcohólica en una tienda de conveniencia. Las puertas se cierran antes que este pueda salir y el sistema de seguridad de la tienda se conecta en automático a la estación de policía. Walker no tiene escape. Estamos en Londres en el año 2034, y un frotis de las células de su mejilla, analizadas en un aparato policiaco portátil, les informa a los agentes que está archivado como sospechoso de asesinato. Walker cuenta una historia en la estación de policía, que comienza en los años ´90s del siglo XX, cuando trabajara como un reportero sumamente introvertido (Lewis Gribben, como el Walker joven) para PC Zone, un magazine impreso, encargado de publicar, por entonces, lo último en tecnología informática y la entrevista que le hiciera a Colin Ritman (Will Poulter), diseñador de video juegos de la empresa Tuckersoft (en las paredes de cuya oficina luce un póster de la “SpaceFleet”, del episodio “U.S.S. Callister”), que le confiesa que ha descubierto la manera de crear vida artificial, cuyos individuos se encuentran unidos por una mente colmena, manifestada en el juego “Tropeles” (Thronglets).
Walker roba el disco maestro con el software (el Alpha Build), y pronto se ve experimentando una especie de adicción a los tropeles, que empiezan a comunicarse con él (y a multiplicarse por bipartición, como bacterias), a los que sólo logra entender cuando igualmente se torna adicto al LSD que le “expande” la mente, antes de abrirse un agujero en la nuca y enchufarse con un cable directamente a la computadora. La apariencia tierna de estos seres digitales, a los que se entrega como un padre a sus hijos, oculta su verdadera intención, la de invadir nuestro mundo, valiéndose de Walker como agente externo, a quien ya han parasitado.
La idea de una invasión, por parte de seres ajenos a los males humanos (como el egoísmo o la violencia), a los que sustituyen en aras de un utópico mundo aséptico de sentimientos, ya fue plasmado en “La invasión de los ladrones de cuerpos” (Invasion of the Body Snatchers, Don Siegel, 1956), cuya trama inteligente se ha visto diluida en cada remake consecutivo. “Juego” falla en varios aspectos, entre estos, y el más importante, indagar más en la vida artificial que propone. Su final, así mismo, es precipitado y efectista. Puntuación: 1 de 5.

“Apología” (Eulogy, Christopher Barrett y Luke Taylor), cuenta la historia de Philip Connarty (Paul Giamatti), un hombre solitario y soltero, pronto a alcanzar la ancianidad, que un día recibe la llamada de una empresa de nombre Eulogy, que le comunica que su antigua pareja ha muerto -de hecho, el amor de su vida-, por lo que se le invita a participar en una “Apología Inmersiva” -su nombre ha aparecido en algún documento que ella conservaba y lo toman en consideración como parte de un círculo íntimo de amistades escogidas-, que consiste en contribuir con un recuerdo, al momento de celebrar los funerales. La empresa le envía un kit que recibe por mensajería aérea (por dron), que consta del mimado dispositivo de toda la temporada (con forma de botón) que se coloca en la sien del usuario. Gracias a una guía personalizada con forma humana (Patsy Ferran) y con ayuda de fotografías, Philip se ve inmerso, literalmente, en un ambiente tridimensional, donde puede, incluso, moverse, y que no es sino el recuerdo plasmado en la fotografía bidimensional. Así, la empresa se encargará de seleccionar dichas memorias y cargarlas para la ceremonia fúnebre, de cuyos momentos, todos los deudos podrán revivir tridimensionalmente, en un entorno inmersivo. El proceso de seleccionar fotografías revive en Philip el dolor de la pérdida sentimental por la difunta, y gracias a la guía, que se descubre como un avatar informático de la hija de su ex pareja (pero cuyo padre biológico no es Philip), notará un detalle olvidado en una de las fotos, que le revelará que el instante de separación de la pareja bien pudo ser distinto.
Este quinto episodio tiene una evidente influencia del artilugio que funciona como ampliador fotográfico de “Blade Runner” (Ridley Scott, 1982), pero en modalidad inmersiva. Resulta conmovedor conforme pasamos de descubrimiento en descubrimiento, gracias a las fotografías y, si se lo piensa uno bien, al final no evade un dejo de horror agraciado -y hasta encantado-, si esta tecnología, aplicada al negocio de las pompas fúnebres, se hace realidad. Puntuación: 4 de 5.

“U.S.S. Callister: Infinito” (U.S.S Callister: Into Infinity, Toby Haines), es el último episodio de la temporada. Por supuesto, se trata de la secuela del elogiado primer episodio de la Cuarta temporada, “U. S. S. Callister” (Toby Haines, 2017) que rendía homenaje -en tono de parodia chispeante y anti sexista- a la legendaria franquicia “Star Trek”. Es el más anunciado y esperado de los episodios, en el cual el genio de la informática, Robert Daly (Jesse Plemons), creador de la U.S.S. Callister, que se enseñoreara de los clones virtuales de sus compañeros de trabajo en el episodio precedente, se ha vuelto un dios -después de morir quemado-, atrapado como clon él mismo, en el centro de su universo digital, por obra y gracia de su socio, el antipático James Walton (Jimmi Simpson).
En esta ocasión, vemos cómo la tripulación clónica de la Callister ha tomado el rol de piratas que deambulan por el espacio donde se mueve la Flota Espacial, como avatares sin etiqueta que asaltan por créditos (enigmáticamente capaces de sangrar si son heridos), para hacer frente a los treinta millones de jugadores que, eventualmente, se harán sus enemigos, mientras en el mundo real, Nanette Col (Cristin Milioti), resuelve el problema de los piratas, de los clones y, de paso, “almacenar” todo el universo creado por Daly en su propia cabeza. Ingeniosa, con la calidad de su episodio precedente, pero un tanto decepcionante. Puntuación: 4 de 5.
Como sucede con el resto de la serie -y con la obra literaria de J. G. Ballard, un maestro en la indagación inmediata del futuro-, varios de los episodios de la Temporada Siete de “Black Mirror”, se sitúan a cinco minutos de distancia en el futuro. Puntuación Global: 3