Agradezco a Patricia Rosas Lopátegui por esta invitación a celebrar la vida y la palabra de Guadalupe Dueñas. No podría imaginar mejor manera de festejarla que prestando nuestra voz a sus cuentos, devolviéndolos al ritmo del aliento, donde la literatura vuelve a ser experiencia compartida.
En general, la obra de la escritora ofrece una serie de imágenes emblemáticas para la mexicanidad —objetos simbólicos que conectan lo cotidiano con lo cultural—, al referirse por ejemplo a “un frasco de chiles” (donde era preservado el cuerpo de su hermana, muerta a los pocos días de nacer); o el “bolero” como se llama al oficio de quien le da “bola” o brillo a los zapatos; también al “camión” (como solemos llamar al autobús en México. Palabra que, por cierto, proviene del francés camion, que se utiliza para designar un vehículo de carga).
Leer a esta escritora en voz alta, el día de su cumpleaños, es una oportunidad de subirnos —aunque sea por unos minutos— al mismo vehículo de su mirada. Retrata un México urbano y modernizado, donde el ruido del tráfico y la soledad de los espacios cotidianos se entrelazan con el drama existencial del encierro: no sólo el físico, impuesto por las paredes, los autos o las normas sociales, sino también el encierro interior, tejido de prejuicios, rutinas y miedos.

Dueñas lo hace con una prosa de admirable pulcritud y un humor fino, a veces discreto, a veces feroz. Su escritura se despliega en un juego de dimensiones —de cercanía y distancia, de ternura y crítica— marcado por una profunda simpatía hacia sus personajes, incluso cuando los desnuda en su ridiculez o contradicción. En esa mirada compasiva, pero nunca complaciente, Dueñas logra transformar lo cotidiano en un espejo lúcido del México moderno y de la condición humana. Nos habla desde un asiento cualquiera, con la mirada aguda y la ironía a flor de piel. Leerla es permitir que su obra siga viajando, como si fuera un elegante automóvil, pero cargado de imágenes y evocaciones populares, que hace paradas imprevistas en cada uno de nosotros…
En el cuento “Roce social”, Dueñas utiliza una situación cotidiana —el tráfico urbano— como escenario para una crítica punzante a la deshumanización, el clasismo y el individualismo en el México moderno. A través de una narradora en primera persona que observa con desdén a los pasajeros de un “camión”, Dueñas construye una mirada irónica y profundamente reveladora sobre la soledad contemporánea.
Su estilo se caracteriza por la sobriedad y precisión, pero también por un tono cargado de ironía. La narradora, encerrada en su automóvil, parece protegida del mundo exterior y al mismo tiempo se encuentra atrapada en un encierro simbólico: el del tráfico, el del auto como cápsula social, y el de una visión del mundo profundamente fragmentada y elitista. Mientras contempla a quienes van en el transporte público, los reduce a tipos, a masas sin rostro, reafirmando su distanciamiento emocional y social. Esa distancia que se da en lo urbano —la proximidad física del otro sin el puente de la empatía— es precisamente el “roce” que el cuento expone: estar cerca y lejos a la vez.
Este “roce social” al que alude el título es irónico: no se trata de un contacto humano auténtico, sino de una proximidad física sin vínculo emocional. La narradora está tan cerca de los otros cuerpos que puede verlos claramente, pero tan lejos en términos simbólicos que no hay posibilidad de empatía.
La modernidad urbana, tal como la retrata Dueñas, produce sujetos encerrados —no solo en sus vehículos, sino en sus prejuicios, en sus rutinas, en su aislamiento emocional. El auto es aquí un símbolo de estatus, pero también de alienación: un medio para evadir el contacto real con los otros, para mantener una ilusión de control, aunque sea a costa de la soledad.
Con una prosa contenida pero afilada, Dueñas logra que lo cotidiano, como mirar al otro que viaja en el camión, se convierta en una escena reveladora de las dinámicas de clase, la incomunicación y el encierro voluntario que caracterizan a la vida moderna. En “Roce social”, la ciudad no es un espacio de encuentro, sino de fricción silenciosa, donde los sujetos, aunque se rozan, permanecen irremediablemente solos.
Guadalupe Dueñas, “Roce social” (No moriré del todo, 1976), Obras completas. Compilación y prólogos de Patricia Rosas Lopátegui, introducción de Beatriz Espejo, México, FCE, 2023, pp. 143-145.
Roce social
Veo frente a mí a los que abordan el autobús, los contemplo fascinada mientras conduzco mi propio automóvil, ajena a la soberbia de mi prosperidad. Los miro subir y bajar, jadeantes, apresurados y me complazco en su prisa, en su enfado, en su presteza. Descubro sus satisfacciones mezquinas por subir a tiempo, ahorrar una espera o alcanzar buen sitio. Es un mundo aparte que corre a juntarse, a hacerse cuerpo multiplicado con un solo rostro. El hombre, pienso, es la medida de todas las cosas. Profunda reflexión descubre mantos copiosísimos y nos pone en camino de comprensiones definitivas. El sabio principio centellea en el tiempo y ancla en el vacío social de un automóvil, que altanero como una isla, nos aparta de los otros y nos sume en el anónimo estrato de los “ricos”.

En ese mundo apresado caben todos los matices de la pobreza, desde la que exhibe sus parches y cicatrices, hasta la que se recata y disimula en un casto decoro. En el camión descubrimos lo personal, lo que apenas rozan los bienes; mas lo importante es la pobreza metafísica que nos une, nos acerca, nos determina miserablemente unidos. Ahí todo tiene un símbolo, un símbolo que reúne tentaciones y esperanzas, símbolo privativo de lo que ocurre en el camión; el desliz subrepticio de una mano, tenaz presencia anónima insistente. Mano que cobra, que sostiene, que recibe, que entrega, que ase, que señala. Todo se inventa con las manos: deseos, recuerdos, relaciones. El mundo adquiere con ella lo más precioso de su esencia: la humildad. El ladrón, el amoroso, el atrevido, el que simplemente ve; todos aquellos a quienes una feliz desgracia obliga al beneficio de ese transporte, donde afirman su convicción respecto a la naturaleza humana.
Las piernas se inclinan, se expanden, pretenden el roce alto del muslo. Los dedos llegan tibios y espantados, y parecen reposar y figurar una esfera. Ese pecho que se aproxima y reduce, o el brazo que pasa por la espalda desaprensivo y duro y la boca riente, revelan la arcilla de nuestra consistencia, pero al mismo tiempo la excelsitud de tener un cuerpo, un campo de labranza, una responsabilidad con la vida.
De ese roce, de ese amago al pudor, surge la impresionante existencia de los otros. Me individualizo gracias a la mano del otro y ese otro sabe que me toca y se siente persona. Y siente mi autonomía. Ambos nos enorgullecemos, aunque al instante nos abata la vejación, porque irreparablemente nos hemos reconocido.
La nave ostentosa que conduzco niega que yo sea más que mis bienes, más que la velocidad, más que la sedosa rotación del motor. De criatura capaz de creación paso a ser materia adherida al giro del volante, a la indicación de un semáforo, a la maciza, compacta construcción del mundo.
Entre los restirados muelles de mi vehículo, no existe una persona, sino una masa que orienta, se somete y se pierde en el mundo abstracto de la incomunicación. Quien maneja —yo en este caso—, ya no soy la medida de todas las cosas. Tengo que evitarlas, esquivar, respetar, sin que ninguna me detenga.
Quien maneja, señala lo humano de los hombres, pero no participa, no ofende ni defiende miras y gestos. Soy inexpresiva, ruin, mecánica. Mis movimientos son previstos y limitados: de frente, izquierda, derecha, en redondo, según ordena la frialdad adusta de las leyes.
Mi automóvil, ampolla de vacío que me aísla y separa, por esta sola vez ha succionado hasta agotarlo el venero de la fraternidad. El otro es únicamente el que obstruye la carrera de mi automóvil, quien lo ensucia, quien lo desea. El otro no es mi semejante, sino una parte desprendida del todo: hierro mutilado, objeto deshecho, desperdicio incómodo. Y yo… ¡yo que me quiero tanto!, elijo para mí lo mejor porque soy solamente la contradicción de un lugar que se desplaza, vuelo que no se eleva, distancia inseparable, prisa impávida, entusiasmo indiferente. Soy quien ve a los demás y desea, a veces, amarlos.
Este texto forma parte del programa “Bajo la mirada incisiva de Guadalupe Dueñas”