Luis Buñuel tuvo una vez un sueño en el que se veía a sí mismo abusando de la reina de España, gracias a un narcótico que le administraba. A esta fantasía erótica se aunó el recuerdo de una santa olvidada, Santa Viridiana, de quien supiera en sus años de estudiante en el Colegio jesuita del Salvador, en Zaragoza. Con ayuda del notable guionista Julio Alejandro escribieron la que sería no sólo una de las más notables películas de Buñuel, sino una de las mejores de una década rica en películas notables, así como una de las cien mejores de la historia.
Martin Scorsese cita, a propósito de esto, en “Mi viaje a Italia (El cine italiano según Martin Scorsese)” (Martin Scorsese, 2001), cómo los cineastas de entonces parecían acuciarse a sí mismos, estimulándose, obligándose, tras ver la obra maestra del otro, a rodar una obra maestra propia, en una carrera hacia la excelencia. En dicho documental comenta:
“En aquel tiempo, los directores alrededor del mundo experimentaban con cosas nuevas, ampliando los horizontes del cine. Jean-Luc Godard con “Al final de la escapada” y “Vivir su vida”, John Cassavetes con “Shadows”, Luis Buñuel con “Viridiana”, Ingmar Bergman con “El silencio” y “Persona”, etc.”
Fue Francisco Rabal, el actor que encarnara a personaje principal de “Nazarín” (1959), quien le presentó a Gustavo Alatriste a Buñuel. Alatriste estaba casado con Silvia Pinal y terminaría por convertirse en su productor. Le propusieron rodar en la España de Franco. Si Buñuel aceptaba, aquello se hubiera visto como una traición a la causa republicana que este apoyaba. Buñuel aceptó, siempre que la sociedad de producción de Bardem, conocido opositor del franquismo, se hiciera cargo por la parte española. Pero sería Alatriste, a quien Buñuel describe como a un sujeto mezcla de pillería e inocencia, la clave para financiar el filme. Alatriste era capaz de meterse en toda clase de negocios, arriesgándose y arriesgando el dinero de otros. Fue editor, aficionado y organizador de peleas de gallos, propietario de una fábrica de muebles y, en su última aventura, productor, aparte de director, distribuidor, actor, dueño de estudios y de 36 salas de cine. Había entrado a este mundo sin saber nada del mismo, siendo su único vínculo con este Silvia Pinal, que ya llevaba un par de décadas en el mundo del espectáculo y quien, incluso, había obtenido un premio Ariel como actriz coestelar en “Un rincón cerca del cielo” (Rogelio A. González, 1952) y otro por “La dulce enemiga” (Tito Davidson, 1957), así como el trabajo en algunas cintas rodadas en España e Italia. En un principio Buñuel contempló a Silvia para el papel principal de “Tristana”, la adaptación de la novela de Benito Pérez Galdós que sería candidata al Óscar de 1970, pero que protagonizaría Catherine Deneuve. Sería “Viridiana”, en cambio, el papel de su vida para Silvia Pinal.
La historia cuestiona la caridad por el mero hecho de otorgarse, sin reflexión alguna, cándidamente, sin medir las consecuencias o profundizar en la naturaleza humana de quienes son sus depositarios, de quienes la reciben.
Viridiana, al poco de hacer votos para ingresar a un convento, visita a su tío, Don Jaime (Fernando Rey), un acaudalado terrateniente que la encuentra idéntica a su esposa fallecida. Después de intentar violarla, se arrepiente y se suicida. Había nombrado a Jorge (Francisco Rabal), su hijo, y a Viridiana como sus herederos. Pero Viridiana, con la cabeza llena de ideas cristianas, da asilo en la casa a una panda de malvivientes, ladrones, prostitutas y pordioseros que terminarán por violentar y abusar de su persona.
Hay varias anécdotas célebres alrededor de esta película, en la cual Silvia ofreció la mejor actuación de su carrera. Tras recibir la Palma de Oro en Cannes –“¡Buñuel ha enviado a competir una bomba!”, dirían los periodistas-, el periódico L’Osservatore Romano del Vaticano, la tachó de blasfema, y el director de Cinematografía española que había recogido el premio, terminó siendo destituido. La cinta se prohibió en España y, así, Alatriste se convirtió en el único en poder explotarla. Silvia, tras la orden dada por el gobierno franquista de destruir la cinta, escapó a México con una copia. En Italia, la daban en pases clandestinos, uno de estos en una de las famosas Siete Colinas de Roma, hasta donde llegó la policía para secuestrarla. El famoso final, con sus alusiones a un trío sexual en donde Jorge, ella misma y Ramona (Margarita Lozano), la sirvienta, juegan a las cartas, fue el resultado de haber censurado uno menos sugerente, en el cual Viridiana cerraba la puerta del cuarto de su primo, tras de sí, en otra alusión claramente sexual. Buñuel obedeció al censor de cambiarlo, y el final añadido se convirtió en legendario. El vestuario de los pordioseros es auténtico. El equipo de producción se encargó de pagarle a verdaderos pedigüeños, que se encontraron por la calle, a cambio de sus harapos, mismos que fueron desinfectados, pero no lavados. Esto con el fin de que los actores sintieran en carne propia la miseria. ¿Y qué decir de la escena de la foto con los mendigos imitando burlonamente la Última Cena de Leonardo? Se trata de una de las escenas antológicas de la historia del cine mundial.
En cambio, la amistad de Buñuel con Alatriste nos ofreció una de las anécdotas más jugosas que se pueden leer en “Mi último suspiro”, la autobiografía de Buñuel. En Madrid, eran muy asiduos a la taberna “Doña Julia”, donde un día, Alatriste le dejó una propina de ochocientas pesetas a la propietaria, por una cuenta de sólo doscientas. Buñuel volvió al establecimiento y, a la hora de pagar, le presentaron una cifra astronómica, que Buñuel pagó, sin embargo, a pesar de su sorpresa. Le dijo a Francisco Rabal, que conocía bien a Doña Julia, que le preguntara la razón de haberle inflado así la cuenta. La mujer respondió:
-“¡Como conoce al señor Alatriste, pensaba que era millonario!”
Silvia apareció en otras dos películas producidas por su esposo y dirigidas por Buñuel, la oblicua obra maestra surrealista “El ángel exterminador” (1962) y la biopic ficticia “Simón del desierto” (1965). En la primera, a pesar de llevar uno de los roles protagónicos, el auténtico personaje de la cinta es la mansión, una cárcel sin rejas que impide que todos los burgueses que asisten a un banquete queden atrapados, sin saber porqué, a la hora de despedirse, por lo cual no me ocuparé de esta. La segunda trata de un fragmento imaginario de la vida de San Simeón estilita, uno de los extraños ascetas sometidos a la contemplación extrema, que daban en vivir en lo alto de columnas de mármol, residuos de templos paganos, no importándoles las inclemencias del tiempo o las incomodidades en su camino espiritual. Sobre dicho santo escribió el argentino Antonio di Benedetto -el autor de “Zama”, para algunos la novela más perfecta escrita en español-, en un cuento alabado por Borges, y titulado “Aballay”, que cambia la pampa argentina y el caballo por la columna y la geografía medio oriental de la Siria del Siglo IV. Y es, precisamente en “Simón del desierto”, que Silvia Pinal encuentra otro de sus papeles significativos. Por haber producido estas tres películas de Luis Buñuel, Alatriste merece ser conocido como el mejor fabricante de muebles del mundo.
“Simón del desierto” está protagonizada por Claudio Brook como el estilita y Silvia como un diablo tentador que se le aparece bajo la forma de una adolescente, un ángel pastoral, una mujer llevando un ánfora, una bruja desnuda, y una niña vestida de marinerito con su aro. El historiador cinematográfico Emilio García Riera escribió en “El cine de Silvia Pinal”, una confesión por parte de ella acerca de un malentendido sobre la película, que apareció bajo la forma de medio metraje.
“No es cierto que Simón del desierto fue un medio metraje por problemas económicos de Gustavo Alatriste. Fue un problema de producción. Iban a ser tres historias con distintos directores. La de Buñuel era una. Alatriste y yo fuimos a Europa y buscamos a Federico Fellini, que hubiera filmado encantado con Buñuel, pero propuso de actriz a su esposa Giulietta Masina. Vimos a otro, Jules Dassin, que también aceptaba si llevaba a Melina Mercouri, su mujer. Le dijimos que no, porque se trataba de que las tres historias las hiciera yo. Entonces, como todos querían dirigir a sus esposas, Alatriste quiso dirigir su propia parte con su esposa, conmigo. Dije que no, y ese fue el principio de nuestra separación. Alatriste no quiso entender, o le dolió mucho, que yo le explicara que no podía dirigir al lado de Buñuel”.
La película comienza con una masiva peregrinación a la columna de Simón, quien ha pasado sobre aquella seis años, seis semanas y seis días, cuando se le invita a pasar a una columna más alta, desde donde pueda edificar al pueblo. Al poco de ocupar su nuevo hogar -encima de donde pasará años-, le presentan a su madre, que se muda a un lado de la columna, en una choza. Simón la rechaza, como símbolo de rechazo al mundo, al “siglo”. Pero le permite vivir cerca de él. Una anécdota, que le causaba carcajadas a Federico García Lorca cuando la leyera en “La leyenda áurea”, libro que le había hecho leer a Buñuel, decía que las deyecciones del santo, escurriendo a lo largo de su columna, semejaban la cera de una vela derretida. Simón sólo comía lechuga, que le hacían subir mediante un saco de cuero, un pasaje biográfico que se puede ver en la cinta quien, al poco de mudarse, es atosigado por personas del peor tipo, que le piden milagros sólo para poder seguir pecando. A un sujeto, con muñones en lugar de manos, le devuelve las extremidades, a pesar de que le habían sido amputadas por ladrón, en una escena que emparenta a Simón del desierto con la Viridiana caritativa y cándida. El diablo niña, una Silvia Pinal que desafina al cantar paródicamente en latín, le enseña las piernas “inocentes”, levantándose las faldas y mostrando el liguero, en uno de los tantos anacronismos de los que está repleta la película. Tras enseñarle los pechos generosos -fue el primer desnudo de Silvia- y aparecer a su lado, arriba, le tienta pasándole la lengua por la mejilla y picándole la espalda con un puñal. Como parte de las diabluras para quebrantar a Simón, uno de los monjes lo calumnia, poniéndole viandas en su saco, cuando Simón pregonaría una ascesis extrema. Una mentira, que pronto es descubierta. Pero los males que aquejan a Simón no sólo son espirituales sino físicas. Tiene llagas en las piernas y le falla la memoria:
-“¿Qué estoy diciendo? Comienzo a darme cuenta que no me doy cuenta de lo que digo. ¿Qué estoy diciendo? ¿Qué digo?”
En la película la parodia resulta dulce, comprensiva incluso hacia el santo, pero no hacia el género humano, que Simón ama e intenta salvar de los males del mundo y, al final, resulta envuelto en una hipócrita religiosidad.
El diablo vuelve a atormentar a Simón, a bordo de un ataúd que se desliza por el desierto a modo de vehículo. Dentro, como vampiresa, una sensual Silvia Pinal se incorpora dentro del ataúd y le ofrece un viaje muy largo. Por el cielo cruza un avión. La columna aparece vacía y vemos escenas de una gran ciudad del Siglo XX, con sus rascacielos tomados desde abajo. En un antro bailan adolescentes al acelerado ritmo del rocanrol. Se aceleran, brincan, parecen desarmarse. Simón bebe y fuma su pipa, al lado del diablo-Pinal que echa humo de su propio cigarro.
-“¿Cómo se llama ese baile? -pregunta Simón.
-“Carne radiactiva -responde el diablo-, es el último baile, el baile final”.
Dieciséis siglos han pasado y a nadie le interesa Simón y su columna, incluso este se muestra cansado cuando, con un gesto, intenta mandar al diablo al entorno viciado y cargado. El diablo-Pinal se ríe de él y grita, extasiado, poniéndose a bailar.
Fue la película más divertida que Silvia hiciera al lado de Buñuel, para la cual puso su sueldo para producirla y la última, de esas tres películas, que significaron el punto más alto en su carrera como actriz.