Pasan por el mundo rutilantes, inalcanzables, divinizados. La mayor parte de las veces logran acumular inmensas fortunas, en sentido inversamente proporcional al mantenimiento de su fama, al momento de su muerte, en pos del ascenso de aquellos que ocuparán su lugar. Son las figuras pop, los ídolos, cuya estela efímera se apaga como la de una estrella fugaz, aunque, durante su permanencia -tan inestable, como peligrosa-, parezcan inmortales.
Los hay en todos los ámbitos, no sólo en aquellos que hoy reconocemos -o damos por hecho-, que pertenecen a la esfera de “lo pop”. Así, Óscar Wilde, precipitado cruelmente al abismo por el mismo público que lo encumbrara, el patético Andy Warhol, cuya única contribución, realmente trascendente, fue formular la frase que, preclara y fríamente, enmarca la vanidad de lo pop en la era del Internet: “en el futuro, todos tendremos quince minutos de fama” (tomada descaradamente, por cierto, del fotógrafo Nat Finkelstein), o el ridículo de un premio Nobel de literatura al emparejar con una socialité, ex pareja de un cantante famoso, y madre de cantantes, que nos indica claramente que, un escritor, después de todo, aspira y desea ser un ícono pop. Todos, los cuales nos advierten sobre la veleidad humana. Y que todo, por muy intelectual que llegue a ser, se convierte en un acto de pura vanidad. Aunque nos parezca un fenómeno propio del Siglo XX, que encumbró a los protagonistas de la máxima expresión artística de su tiempo, los actores de cine, y a los cantantes de rock, la realidad es que, hace dos mil quinientos años, un joven huérfano, llamado Alcibíades, sobrino del gran estadista Pericles de Atenas, ni más ni menos, deambulaba por la polis despreocupadamente, cuando la democracia había sido recientemente inventada, y aún existían aristócratas que, en mayor o menor medida, se sometían a la asamblea popular, imponiendo un estilo de vestir y, sobre todo, de comportarse -en aquella ciudad, hoy recordada como cuna de filósofos, arquitectos y pintores que contribuirían a conceptualizar, y definir, “lo clásico”-, que hoy identificaríamos como una serie de actos puramente pops.
En “El banquete”, Platón describe la irrupción violenta, por parte de Alcibíades, que llega sostenido por una flautista y demás acompañantes, en la casa del poeta Agatón, interrumpiendo el diálogo dado entre Sócrates y el dramaturgo cómico Aristófanes, sobre el tema del amor. Muchos invitados ya están ebrios, y el recién llegado lo está más. Por entonces ya convertido en político eminente, pero inescrupuloso, Alcibíades levanta un revuelo e incita a todos a beber hasta caerse de borrachos. La noche transcurre y, una vez tranquilo, Alcibíades permite que la conversación retome su curso. Para entonces, muchos ya duermen la mona sobre los triclinios que les habían tocado. Alcibíades, pues, se nos revela, a ojos del filósofo, como un provocador que no carece de intereses intelectuales.
La belleza de Alcibíades era célebre, aparte de famoso, por lo cual no tuvo dificultad en hacerse de numerosas amantes acechantes y, se sabe que, igualmente, tuvo que mantenerse alejado del asedio de los hombres, que lo colmaban de regalos para convencerlo de llevarlo al lecho. Cuando hablaba, pronunciaba la “r” con un acento moderno, a la francesa, afectación irresistible para sus demasiados -digámoslo en términos actuales-: “fans”. Según el historiador Plutarco, el único varón a quien Alcibíades volteó a ver fue a Sócrates -hecho retratado primero en el Banquete-, quien tendría sólo las intenciones de educarlo en la virtud, sin pedirle favores sexuales a cambio. Es decir, el filósofo, jamás cedió a la tentación de hacer de su joven discípulo un mero “erómenos”, figura que implicaba que un adolescente de buen ver, y bien educado, fuera tomado bajo la protección de un adulto, denominado como “erastés” quien, a la vez que lo preparaba para la vida en todos los ámbitos , lo tomaba como amante. Este pasaje significativo de su vida, resonaría dos milenios y medio después, cuando Jim Morrison, vocalista de “The Doors”, se quejara amargamente que las mujeres sólo querían de él su pene, y no su poesía.
En “El banquete”, Alcibíades, se expresa de Sócrates de la siguiente manera:
“Yo, al menos, señores, si no fuera porque iba a parecer que estoy totalmente borracho, les diría bajo juramento qué impresiones me han causado personalmente sus palabras y todavía me causan. Efectivamente, cuando las escucho, mi corazón palpita mucho más que el de los poseídos por la música de los coribantes, las lágrimas se me caen por culpa de sus palabras y veo que también a otros muchos les ocurre lo mismo.”
Como vemos, Sócrates había enamorado a Alcibíades mediante su sabiduría, y el poder -casi mágico, de ahí la alusión a los coribantes, bailarines y percusionistas de tambores, adoradores de la diosa Cibeles-, de sus palabras, sin mediar regalo material alguno.
Como toda persona famosa que se precie, Alcibíades se vio envuelto en varios escándalos. Y, como cualquier ícono pop de nuestros días, él también tuvo una mascota famosa. Uno de esos escándalos corresponde al que se creó alrededor del perro –al parecer de raza mastín- de Alcibíades. En un acto bastante extraño para su época, le hizo amputar la cola, tratándose de un ejemplar bastante caro -las fuentes indican que había pagado más de un talento por el can, lo que equivalía a 26 kilos de plata-, volviéndose la principal habladuría de la ciudad. En lo que parece un impulso primitivo de búsqueda de estética canina -así lo interpreta, por lo menos, el arqueólogo y novelista histórico Valerio Massimo Manfredi, ya que Alcibíades parece ser el primero en realizar una caudectomía pre veterinaria-, yo veo un acto deliberado de desviar la atención. La frase, que recupera Plutarco, “mientras los atenienses se ocupan del rabo de mi perro, no se fijan en mi mal gobierno”, es bastante esclarecedor.
Alcibíades se torna, a nuestros ojos, como el padre de la distracción mediática, el más antiguo manipulador de masas urbanas a través de lo que hoy conocemos como “cortinas de humo”, y la frase “el rabo del perro de Alcibíades”, alude en nuestro tiempo, precisamente, a este hecho.
Mientras todo esto ocurría, debemos situar, y tener siempre presente, el contexto histórico en el cual se desarrolla su vida, que no es otro que el de la ciudad imperial, Atenas, en el marco de la Guerra del Peloponeso, en la que se enfrentaron las potencias resultantes de la guerra contra los persas, ocurrida unos cincuenta años antes, la Liga de Delos, liderada por Atenas, y la Liga del Peloponeso, liderada por Esparta.
Como si de un moderno político se tratara, o de un actor que rechaza el contrato que le ofrece su casa productora, y firma el de la productora rival por serle más conveniente, Alcibíades cambió de bando con frivolidad pasmosa. Conducta, por otro lado, común en aquel tiempo, véase, por ejemplo, la actitud del historiador, militar y filósofo ateniense -contemporáneo suyo, y también discípulo de Sócrates-, Jenofonte, autor de “Anábasis”, quien, algunas generaciones después de la guerra contra Persia, se pone al servicio de Ciro el joven, para deponer del trono a su hermano Artajerjes II, al mando de diez mil mercenarios griegos, y quien, a su regreso a Grecia, se entrega al servicio del rey Agesilao II, de Esparta, para defender las colonias griegas de Asia Menor de los persas y, poco después, enfrentarse a la coalición que Atenas, su patria, encabezara contra Esparta. No finalizando ahí, este paso de uno a otro bando por sola conveniencia, después vemos a Jenofonte en medio de una nueva coalición, formada por Atenas y Esparta, esta vez contra el poder emergente de Tebas.
En un mundo así de mutable, donde la fidelidad o el nacionalismo son cosa de poco valor, no es de extrañar la veleidad de Alcibíades, primero gran orador contra Esparta, y a favor de la llamada “expedición a Sicilia”, cuando la ciudad de Segesta le pide ayuda a Atenas para impedir el avance de Siracusa, aliada de Esparta. Es en el período de este acontecimiento militar, mientras el influyente Alcibíades se pronuncia a favor del apoyo a Segesta, que la mañana del 7 de junio -según nuestro calendario-, del año 415 a. C., que los atenienses se despiertan aterrorizados.
Alguien había cometido sacrilegio contra las hermas, columnas cuadradas, de intención apotropaica -protectora-, rematadas por un busto del dios Hermes, patrono de los viajes y el comercio -y, por supuesto, a quien se invocaba en toda clase de expediciones-, y adornadas con un falo, distribuidas por las esquinas, plazas y cruces de caminos de la polis.
Las hermas aparecieron con el rostro del dios desfigurado, y el falo quebrado. Si bien, en un principio, se creyó que un grupo de juerguistas había perpetrado este crimen religioso, pronto la ciudadanía de la joven democracia se percató que el sacrilegio se había repetido por toda la ciudad, por lo cual debía haber sido orquestado -y muy bien-, por una inteligencia superior, que dirigiera a todo un grupo, bien organizado, de vándalos.
El temor se extendió por Atenas. Los demócratas acusaron a los aristócratas, los aristócratas a los republicanos, y todo el mundo se vio inmerso en una atmósfera similar a la que debieron vivir los puritanos de Nueva Inglaterra durante los juicios de Salem. La asamblea se vio impregnada de sospechas y acusaciones mutuas. Y he aquí que, de repente, en una de dichas reuniones, se levanta un ciudadano de nombre Pitónico, y acusa a Alcibíades de haberse burlado de los ritos de Eleusis, durante una noche de orgía, y la asamblea se queda pasmada porque, detrás de la acusación de Pitónico, se hallaba realmente la acusación de impiedad contra las hermas, que no se atrevía a señalar directamente, aun cuando ambas acusaciones condujeran a la condena de muerte.
La situación era desesperada, y la guerra estaba a las puertas. Con todo y que Alcibíades tenía grandes admiradores, también se había hecho de poderosos enemigos, como le pasara al comediante Benny Hill, cuyo humorismo, eminente, y evidentemente político, le llevara a ser admirado por alguien como Chaplin, y ser detestado por una política como Margaret Tatcher. Uno de estos detractores de Alcibíades, Androcles, el jefe de una facción proletaria que detestaba su ascendencia aristocrática, señaló que la expedición no podía postergarse más. Así, poniendo el juicio en espera, debido a la gran destreza de Alcibíades como estratega militar, la expedición se hizo, convenientemente, a la mar, mientras se reunían más pruebas que lo exoneraran, o demostraran su culpabilidad.
De los otros dos generales a cargo de la expedición, Nicias era un enemigo acérrimo de Alcibíades y Lámaco, blanco de las burlas de Aristófanes, a quien había caricaturizado en su obra “Los acarnienses”, que mandaban, entre los tres, ciento cincuenta poderosos trirremes, con quince mil hoplitas y mil quinientos guerreros de infantería, a bordo. La batalla comenzó, pero en Atenas las cosas no marchaban muy tranquilas que digamos. Muchas personas acusadas fueron perseguidas, y ejecutadas en juicios sumarios, como nos recuerda el historiador Tucídides. Algunos de entre los señalados, más bien pocos, lograron escapar. En medio del caos, tenemos que se presenta a la asamblea Agarista, una parienta lejana de Alcibíades, acusándolo directamente -los historiadores no se han puesto de acuerdo cuál sería su motivación, la que la llevara a esto-, de ser el actor intelectual tras la profanación de los Misterios de Eleusis. En otras palabras, lo acusaba, sí, de haber mutilado las hermas.
Condenado a muerte en ausencia, la democracia de Atenas ordenó prender a Alcibíades. Se envió un navío de propiedad estatal, el Salamina -ya que los trirremes, por lo general, eran armados por propietarios privados, obligados por la democracia a servir a la ciudad-, para cumplir las órdenes, pero Alcibíades, que accediera a volver a Atenas, logró escapar a medio camino. Y ¿en dónde buscó refugio Alcibíades? En Esparta, por supuesto, donde se le recibió como a una celebridad, y desde donde lideró campañas contra Atenas, pero donde también, abusando de la hospitalidad, no dudó de hacerse amante de la esposa del rey Agis II, y dejarla embarazada, hecho que nos recuerda a Kary Mullis, premiado con el Nobel de química por haber creado la “Reacción en cadena de la polimerasa” (o PCR), de revolucionaria utilidad en genética –de hecho, una de las técnicas más importantes de los últimos tiempos, que aceleró el Proyecto Genoma, para “mapear” el ADN humano-, y científico atípico -negacionista del SIDA, del Cambio climático y hábil surfista- que, mientras era huésped de la Casa Real de Suecia, intentó convencerlos de casar a una de sus hijas con el príncipe, a cambio de un tercio del reino e, incluso, famoso por hacerle propuestas sexuales a las periodistas que lo entrevistaban. Y es que, este indudable genio alterado -consumidor habitual de alucinógenos-, se consideraba, a sí mismo, una celebridad por derecho propio y, de hecho, se convirtió en una, dando conferencias con su tabla de surf, y siempre enemistándose con otros científicos más conservadores.
¿Cómo hizo Alcibíades, acostumbrado a la riqueza, para acomodarse a la pobreza inherente de la sociedad espartana? He aquí que podemos equipararlo con el conductor de T.V. de nuestros tiempos, que con una mano entrega regalos -programados para la obsolescencia-, a una familia de escasos recursos, mientras en secreto los desprecia, siempre que estos sirvan a sus intereses.
De esta forma, la personalidad arrolladora de Alcibíades se granjeó nuevos enemigos en dicha polis y tuvo, por lo tanto, que huir a Persia. La expedición a Sicilia terminó en desastre y, con esta, las aspiraciones de Nicias, que encontraría la muerte a manos enemigas. Basándose en este hecho -haber obligado a Alcibíades, único capaz de otorgar la victoria a Atenas, a hacerse a un lado-, sus aliados pugnaron por su vuelta a Atenas, donde regresó, tras ocho años de exilio, y fuera recibido como héroe, flanqueado en esta ocasión por sus amigos y su escolta, y fuera conducido, a la vez, hasta la colina de la Pnyx, preferida por los oradores, desde donde se proclamaría inocente de toda acusación, entre vítores y gritos de admiración.
Alcibíades fue restituido en su puesto pero su flota, esta vez a cargo de un inepto amigo suyo de nombre Nocio, tuvo que enfrentarse a Lisandro, un brillante estratega espartano. Nocio había aprovechado la ausencia de Alcibíades -que había partido a Caria, en busca de fondos-, para atacar a Lisandro. La ausencia de Alcibíades durante la batalla, fue mal entendida y, una vez más, fue denunciado en la asamblea, donde, entre otras acusaciones, se le imputó la de haberse ido de francachela con prostitutas. Un hecho que, como hemos visto, probablemente fuera cierto. Destituido de nuevo, Alcibíades se dirigió a su mansión fortaleza de Tracia, desde donde se ocupó en defender los dominios griegos de los oportunistas asedios de los bárbaros. Alcibíades es pues, en arquetipo, el sumo demagogo, que comprende que su ambición y vanidad sólo pueden sostenerse a través de las dádivas, y regalos, que hiciera a diestra y siniestra, a sus fieles -y ciegos-, seguidores.
Visto como un benefactor, la fama de Alcibíades no hizo sino acrecentarse, aunque a nivel popular solamente, puesto que los comandantes atenienses desdeñaban todo intento por dejarse influir en sus decisiones, por parte de Alcibíades. Su enemigo, Lisandro, aprovechó la ocasión y pactó con Farnabazo, sátrapa persa -a la vez que Alcibíades hacía lo suyo, en busca de inmunidad-, para que enviara un comando a asesinarlo.
Los sicarios se acercaron a la cabaña de Alcibíades y, temerosos de enfrentarlo cuerpo a cuerpo, le prendieron fuego para obligarlo a salir. En el interior, Alcibíades se envolvió en mantas húmedas y, furioso, en medio de una escena digna de una película de acción, brotó de entre las llamas, espada en mano, sólo para encontrar la muerte a por parte de aquellos cobardes que, igual que antes, rehusaron acercarse, y le dispararon flechas y lanzas desde la distancia.
Por fin, los asesinos se retiraron, dejando atrás a Timandra, una bella hetaira, última amante de Alcibíades, bañada en lágrimas, y en la sangre de quien fuera admirado, y odiado, por todo el mundo, a partes desiguales.
Poco tiempo después, Atenas perdería la guerra y Sócrates, condenado injustamente por un gobierno demócrata restaurado, que había sustituido al impuesto por los espartanos -los tristemente célebres “treinta tiranos”-, sería obligado a suicidarse. La guerra del Peloponeso, sin embargo, tampoco añadió gloria a Esparta, ya que toda la Hélade quedó devastada por igual, en ese juego de alianzas y traiciones.
Pero la figura arquetípica de Alcibíades, “Super Star” avant la lettre, no fue olvidada. El dios Baco, convertido en personaje de Aristófanes, dice de él en “Las ranas”, que el pueblo ateniense “lo anhela, y también lo odia, pero quiere su regreso”. Siglos después, Geoffrey Chaucer lo cita en “El terrateniente”, uno de sus “Cuentos de Canterbury”, Shakespeare lo incluye como personaje en la tragedia incompleta “Timón de Atenas”, Rabelais habla de él, en el prólogo de “Gargantúa y Pantagruel”, y en los siglos posteriores, será incluido, o protagonizará, incontables ficciones históricas de mayor o menor calidad, incluso sería el personaje principal en una de las primeras novelas de temática homosexual de la historia, “El muchacho Alcibíades en la escuela” (1630), del fraile franciscano Antonio Rocco, libro prohibido por siglos, hasta su redescubrimiento en el Siglo XIX, en el cual Filótimo, supuesto preceptor de Alcibíades -y cuyo nombre, de imprecisa traducción, significaría “desinterés supremo”-, intenta convencerlo de las supuestas bondades de la pederastia, para acostarse con él.
En el Siglo XXI, la figura de Alcibíades está lejos de ser olvidada. Aun sin saberlo, su comportamiento, la extravagancia en su forma de vestir, su decidido afán de protagonismo y, todavía más importante, de intervenir en las vidas, y decisiones -a través de quienes lo imitaran-, se encuentra presente en el tiktoker e instagramer, pagado por las marcas que han volteado a verle, en la veleidad de los cantantes, en la efímera fama de los modelos de ropa y accesorios, en el actor e, incluso, en el intelectual -arrastrado por el deslumbramiento de los flashes y reflectores-, de este mundo líquido. Pero, lo más inquietante, la presencia de este griego del período dorado, está implícito, igualmente, en los afanes oscuros de todo político que, desviando la atención de los ciudadanos, fórmula una mentira -esas continuas “cortinas de humo”-, porque la esperanza del mismo pueblo se lo permite.
Su persona, continuamente nos recuerda que, cualquier democracia, puede albergar un Alcibíades: un personaje de élite, y entregado a una vida de lujos y excesos, pero sostenido por el fervor y aspiración secreta del ciudadano de clase baja, por igualarlo. Vanidad y traición. Ambición y placer. Individualismo egoísta contra los intereses colectivos. Alcibíades nos recuerda que, la naturaleza de la democracia, acaso el mejor de los sistemas políticos es, en el fondo, tan veleidosa como su carácter. Plutarco escribe que, en una ocasión, ante la pregunta que se le formulara sobre su confianza en Atenas -es decir, su patria-, respondió:
“(…) en todo lo demás sí, pero, tratándose de mi vida, no me fiaría ni de mi propia madre.”
Quizás parecieran forzados, o demasiado fáciles, los paralelismos entre el ser de Alcibíades y el devenir actual de nuestras figuras públicas, pero detrás de todos estos actos se adivina una frase que, dos milenios después, enunciaría Maquiavelo -Alcibíades es, de hecho, el bisabuelo del príncipe de Maquiavelo-: “El fin justifica los medios”. También esa otra frase, producto del ingenio irónico de Óscar Wilde: “Todo está permitido, menos el escándalo”, condensa, en proporción inversa, la bipolaridad de Alcibíades. Este, en una época como la victoriana, bien podía ocultar sus acciones, por muy perversas que estas fueran, y seguir en ellas, mientras no excedieran el límite de lo privado; en nuestra época, en cambio, arropado por la posverdad, los escándalos de Alcibíades lo encumbrarían todavía más.
Alcibíades, primera estrella pop de la historia, a pesar de sí mismo, tiende ante nosotros una lección vital, tan importante, necesaria y trascendente, entonces como ahora: dentro de todo ser humano hay un Alcibíades, pronto a despertar, ambiciosamente dormido, sobre el que hay que estar alerta siempre.