La madrugada del 25 de noviembre de 1956 era lluviosa en el barrio tuxpeño de Santiago de la Peña. Un frente frío imponía su presencia. A la una y treinta minutos, los motores del yate Granma se encendieron y comenzaba la lenta travesía de dos kilómetros, que lo separaba de la desembocadura del río Pantepec. En la histórica nave, entre los ochenta y dos expedicionarios, viajaban un argentino, un mexicano, un italiano y un dominicano. La solidaridad con la causa de la revolución, se hacía patente.
También la integraban tres cubanos con experiencias internacionalistas: Rafael Chao, combatiente de la Guerra Civil española, y dos veteranos de la frustrada expedición de Cayo Confites contra la dictadura del general Rafael Leónidas Trujillo en República Dominicana: Humberto Lamothe y Fidel Castro Ruz. Fidel, llevaba además la experiencia del Bogotazo, cuando en las calles de la capital colombiana, tomó las armas en defensa de la soberanía plena de la hermana nación.
En la expedición del Granma, se materializaban los sueños de Julio Antonio Mella y Antonio Guiteras, quienes, contando con la amistad y apoyo del pueblo mexicano, concibieron llevar a Cuba, desde la hermana nación, sendas expediciones libertarias contra los gobiernos tiránicos de Gerardo Machado y Fulgencio Batista Zaldivar, respectivamente.
México solidario.
En la patria de Benito Juárez, encontró siempre la revolución cubana, respaldo sincero de un sector mayoritario de su pueblo. Así lo fue durante las gestas por la independencia de Cuba, y en la primera mitad del siglo XX, en las luchas por la consolidación de una república justa e independiente.
La llegada de Fidel y los combatientes de la Generación del Centenario a México, fue garantizada, desde Cuba, por el Embajador en La Habana, Gilberto Bosques, diplomático ejemplar y pundonoroso hombre de bien, quien como Cónsul General de México en Francia, había dejado su impronta durante la Segunda Guerra Mundial, salvando más de cuarenta mil refugiados republicanos y judíos, de las garras del nazismo y el franquismo. La posteridad lo bautizaría como “el Schindler mexicano”, en referencia al empresario checo que durante aquella contienda, contratara en sus fábricas de Polonia a prisioneros judíos, para salvarlos de la muerte. Fue su Embajada en la Isla, resguardo seguro de los revolucionarios cubanos y su recomendación, garantía de atención y apoyo.
En el ex presidente, general Lázaro Cárdenas del Río, a quien el Comandante en Jefe bautizara desde la Sierra Maestra como “el primero de los mexicanos”, encontraron los futuros expedicionarios un manto de protección. A fines de junio de 1956, fueron detenidos y encarcelados en la prisión migratoria de Miguel Schultz, en la ciudad de México, veintiocho cubanos, Fidel entre ellos. Gracias a la gestión de Cárdenas, pronto quedaron en libertad. Quizás aquellos jóvenes recordaran al revolucionario michoacano sus años mozos de antiimperialista radical y transformador de una sociedad sedienta de cambios. Tiempo después, en 1961, cuando mercenarios al servicio de los Estados Unidos desembarcaban en Playa Girón como punta de lanza de una frustrada invasión imperial, el veterano revolucionario movilizó a su pueblo en favor de Cuba e intentó marchar a la isla en un avión particular, para defenderla con las armas en la mano.
Pero fue en el seno del pueblo mexicano, entre hombres y mujeres humildes y sencillas, que no pidieron nada a cambio, donde encontraran Fidel y sus compañeros, respaldo seguro y anónimo para la gesta que se preparaba. A todos, se compartimiento entre si, por seguridad, y para protegerlos.
Antonio del Conde y Pontones, dueño de una pequeña armería en la ciudad de México sería determinante en el éxito del proyecto expedicionario. Su experiencia de armero, cazador y naviero, abrieron puertas para la obtención, selección y reparación de armas y campos de tiro y entrenamientos en la capital y sus alrededores. Los órganos de inteligencia cubanos se lanzaron a la búsqueda del amigo mexicano de Fidel, que tan buenos y seguros servicios prestaba a la causa. La genialidad del jefe de la Revolución lo cubrió con un seudónimo simbólico e indescifrable: “El Cuate”.
El yate Granma, inservible y achacoso, era suyo. Lo puso disposición de la causa. Entusiasta y perseverante, lo tuvo listo en el tiempo que Fidel le exigió para cumplir su palabra de, en 1956, ser libres o mártires. Con lágrimas en los ojos despidió a los expedicionarios aquel 25 de noviembre a la orilla del río Pantepec. En el motel “Mi Ranchito”, en Xicotepec de Juárez, el día anterior, el jefe de la Revolución le pidió que no fuera en el Granma, pues sería más útil en México. Siguiendo sus instrucciones, tomó un auto y marchó hacia el sur, siempre cerca del litoral, para estar presto ante cualquier eventualidad.
El triunfo de la Revolución lo sorprendió en la prisión de Texarkana, Texas, condenado a cinco años de prisión, por traficar armas sin pagar impuestos. Era el precio de su ayuda a la causa de Cuba. En abril de 1959, durante la visita de Fidel a Estados Unidos, intercedió por él. El 30 de ese mes, quedaba libre. Aún ama a Cuba con pasión desbordante.
Arsacio Vanegas y Avelino Palomo Hernández, “Dick Medrano” eran dos luchadores profesionales de reconocido prestigio. A Vanegas lo acompañaba además su condición de editor, aprendida de su abuelo Antonio, impresor del célebre pintor y editor José Guadalupe Posadas. Ambos, eran hombres de pueblo. “Medrano”, quedó prendado de la cubana Maria Antonia González, cuando su amigo, el cantante y actor Miguel Aceves Mejías, se la presentó. No demoró mucho en desposarla. Después la apoyaría en la causa de Cuba.
Fue él, quien presentara a Arsacio a Fidel, convertido de inmediato en el preparador físico y de defensa personal, de los futuros combatientes. La casa de la familia Vanegas, sería campamento seguro, y la imprenta, editorial por excelencia de la revolución en México. Como no hay obra grande sin presencia de mujer, sus hermanas Irma y Joaquina, dignísimas y virtuosas, hicieron de su servicio a Cuba, sacerdocio sagrado. En la última habitación de la vieja casona del Distrito Federal donde aún viven, conserva la digna familia, como altar a la Revolución Cubana, recuerdos personales de Fidel, el Che, Raúl, Almeida, y otros combatientes. Los resguardan con celo proverbial.
Igualmente fieles y arriesgadas fueron las mexicanas Alicia Zaragoza, Marta Eugenia López y Alfonsina González, y la cubana Clara Villa, residente en México, En sus manos seguras, se movieron armas, dinero, mensajes y correspondencia. Piedad Solis, hija de Alfonsina, unió su vida a la del futuro expedicionario Reinaldo Benítez, a quien despidió en Tuxpan, el histórico 25 de noviembre. Ella, Marta Eugenia y Melba Hernández, insistieron en ser incluidas en la expedición. Las razones de Fidel las convencieron de su papel en la emigración.
Sin titubear un segundo, el ingeniero mexicano Pablo Villanueva, residente en la norteña Ciudad Victoria, puso su rancho “María de los Ángeles”, en Abasolo, estado de Tamaulipas, a disposición de los cubanos para que establecieran un campamento de preparación. Lo mismo hizo, a instancias de “El Cuate”, Erasmo Rivera Acevedo en su rancho “Santa Rosa” en Ayotzingo, cerca de Chalco, Estado de México, campamento que dirigiera como jefe, el argentino Ernesto Guevara de la Serna.
En Veracruz, Xalapa, Toluca, Ciudad Victoria, Tampico, Tuxpan, Cuernavaca y en diferentes colonias de la capital mexicana, encontraron hospitalidad, respaldo, y apoyo seguro, los futuros hombres del Granma.
Republicanos españoles.
Dos artistas españoles, combatientes republicanos, ayudaron en la medida de sus posibilidades, a los revolucionarios cubanos: ambos pintores y escultores. Víctor Trapote, en su fundición, confeccionaba figuras de Martí, cuya recaudación entregaba al movimiento 26 de julio. Fue tal su actividad, que las autoridades mexicanas lo encerraron con los cubanos en Miguel Shultz. Su colega Miguel Marín Bosqued, emprendió entonces una campaña en pos de la liberación de los detenidos y recolección de alimentos y recursos para hacerles más llevadero el cautiverio.
Ramón Vélez Goicochea, gallego, era propietario de la tienda “Abarrotes Las Antillas”, en la colonia Tabacalera. Fue tal su confianza en el éxito de la Revolución en ciernes, que fiaba a los cubanos todo lo que consumieran –menos cigarros y bebidas–, con el único compromiso de que, cuando triunfaran, le pagaran lo que debían. Con fe en su honestidad, Fidel depositaba en sus manos los fondos recaudados, sin que mediara firma de documentos o conteo físico del dinero.
Nacido accidentalmente en la ciudad de Puerto Príncipe, Camagüey, en 1892, el coronel republicano Alberto Bayo Giraud –hijo de un oficial del Ejército Español–, se convertiría en el instructor militar de los futuros combatientes cubanos en el campamento de Santa Rosa, en Ayotzingo. Su experiencia práctica y teórica, la puso al servicio de la causa. Descubrió en el Che, al mejor combatiente del contingente. Después fue su amigo. Mucho se lamentó de no venir en el Granma, pero por su edad, Fidel prefirió preservarlo como apoyo en el exterior. Al triunfo se estableció en la isla, y continuó ofreciendo sus servicios a la Revolución. Falleció en La Habana el 4 de agosto de 1967.
Combatientes extranjeros en el Granma.
Con grado de teniente y como Jefe de Sanidad del incipiente Ejército, viajaba en el yate Granma el argentino Ernesto Guevara de la Serna, quien muy pronto se convertiría en el legendario “Che”. En Cuba escribiría con sus actos de altruismo y temeridad, páginas de gloria y se ganaría el aprecio y respeto de sus compañeros de lucha. Sería el primer combatiente ascendido a Comandante en la Sierra. Junto a Camilo, conduciría victorioso a occidente una columna invasora y dirigiría la determinante batalla de Santa Clara.
La Revolución lo vio defender las más disímiles trincheras: jefe militar, Presidente del Banco Nacional de Cuba y Ministro de Industria. Como diplomático, representó a su patria adoptiva en los más disímiles escenarios. En África, combatió al colonialismo belga y en Bolivia, con su muerte, el 9 de octubre de 1967, encendió la llama eterna de su ejemplo inmortal.
También con grado de teniente y jefe de escuadra del pelotón de retaguardia, navegaba en el Granma el italiano Gino Donne, veterano de la Segunda Guerra Mundial en Italia, donde integró las guerrillas que combatieron las huestes fascistas de Musolini y Hitler. Había arribado a Cuba poco antes de 1950 y fascinado con su historia, se vinculó al Partido Ortodoxo y a las luchas universitarias. El asalto al cuartel Moncada estremeció su conciencia y se incorporó al Movimiento 26 de Julio. Aprovechando su condición de extranjero, viajó a México en misiones del movimiento, y allí se enroló en la expedición.
La sorpresa de Alegría de Pío lo dispersó, logrando, con ayuda de campesinos, llegar a Santa Clara. Allí cumplió nuevas misiones del 26, pero identificado por las autoridades de la tiranía, se vio obligado a salir del país. Regresó en 1958 como marino, desembarcando en Cienfuegos, pero nuevamente, identificado y perseguido, marchó al extranjero, donde lo sorprendió el triunfo revolucionario. Para Cuba, su pueblo y revolución, tuvo siempre un espacio en su corazón. Murió en San Dona’ di Piave, Italia, el 23 de marzo de 2008.
El mexicano Alfonso Guillén Zelaya Alger, representó dignamente a su pueblo como expedicionario del Granma. Se había unido a los revolucionarios cubanos, previa presentación de su amiga Marta Eugenia López. Detenido por la Policía mexicana, fue torturado y, atadas sus manos, sumergido en una pileta de agua helada hasta el límite de la asfixia. Una vez libre, se trasladó a Veracruz, y de allí a Tuxpan, a embarcar en la histórica nave.
Tras el desembarco en Cuba, fue hecho prisionero y encerrado en el Presidio Modelo. Se negó al indulto que como extranjero le había tramitado el Presidente Adolfo Ruiz Cortinez. Las autoridades batistianas lo deportaron. Regresó a la isla a inicios de 1959. la Revolución le reconoció el grado de capitán del Ejército Rebelde. A Cuba dedicó su vida. El 22 de abril de 1994, mientras representaba a su patria adoptiva en un Congreso de Educación en Chihuahua, falleció. Sus restos descansan en la Necrópolis de Colón.
Al dominicano Ramón Mejías del Castillo, “Pichirilo”, lo conoció Fidel en Cayo Confites, cuando ambos se preparaban para derrocar al dictador Rafael Leónidas Trujillo. Era el segundo capitán del buque “Aurora” en aquel proyecto expedicionario. Años después, cuando supo que los revolucionarios cubanos se preparaban para combatir a Batista, se trasladó a México. Fungiría como segundo timonel del yate. Disperso tras el desembarco, logró evadir la persecución y el crimen, regresando a México. Junto al mexicano Antonio del Conde y Pontones “El Cuate”, intentó alcanzar la isla en un hidroavión, que se precipitó al mar, perdiéndose toda la carga. Milagrosamente salvaron la vida.
Con resolución de héroe, enfrentó junto al coronel Francisco Caamaño, la invasión norteamericana de 1965. El 12 de agosto de 1966 resultó herido de gravedad combatiendo al ocupante. Al día siguiente falleció. Su vida de revolucionario cabal fue fascinante. De él diría Fidel:
“Nadie agradecería más que yo una biografía de Ramón Emilio Mejías del Castillo, no importa cuán modesta sea.”
Coronel René González Barrios, Director Centro Fidel Castro Ruz, La Habana, Cuba.