El atentado terrorista a la revista satírica Charlie Hebdo en París, Francia, en 2015, llevaba toda la intención de horadar un símbolo de la civilización occidental: la libertad de pensamiento.
Como todo ataque de Al-Qaeda, buscó asestar un golpe que anidara en el imaginario colectivo, cuya base de perpetuación cotidiana en la actualidad son los medios masivos de comunicación.
Derribar las Torres Gemelas, en pleno día soleado en Nueva York, Estados Unidos, en 2001, dañó el corazón financiero de lo que se califica, del lado atacante, como imperio del mal.
Infligir temor es el propósito final del terrorismo. Una lección intimidante: se han vulnerado líneas del Metro en Londres, Inglaterra o, en este caso, masacre en la redacción de un medio que se atrevió a criticar un sistema de vida que limita libertades.
El tiroteo contra Charlie Hebdo mató a 12 personas e hirió a otras 11. Uno de estos once sobrevivientes fue el periodista Philippe Lancon que, después de escuchar “Alá es el más grande”, quedó sordo con la ráfaga de disparos y se levantó mirando los cuerpos inertes de sus compañeros con un colgajo a la mitad de su rostro: había sido lastimado, severamente, en su maxilar inferior, que tortuosamente sería reconstruido después de casi veinte cirugías.
Despertar después del atentado, confiesa Lancon, fue un desprendimiento de conciencia y notó que todo volvía a empezar. Había una zona cero en su mente donde oye de nuevo los gritos de la entrada, atisba los cuerpos de los amigos, gélido mira los sesos de Bernard y percibe la ominosidad de los asesinos a los cuales solo nota las piernas negras “a través de una grieta en el espacio-tiempo”.
El agigantamiento mediático del terror oculta la micro memoria. Un ataque de tal magnitud, oscurece el drama individual que se torna estadística abominable. En cambio, se erige en un discurso mayor: el fanatismo se apodera para amedrentar en masa y así obnubila la experiencia.
Como desenlace de este amargo tiempo arrancado, interrumpido como dice el autor, Lancon escribió el libro El colgajo (Anagrama, 2019), un testimonio que subyuga, en efecto, por la honda intimidad de su reflexión existencialista más allá de una reacción de rabia o repudio ideológico (ni apología ni diatriba).
Tampoco El colgajo es un manual de superación personal o relato heroico de un desvalido. La narrativa evade el chantaje sensiblero contra el pasado y más bien su puntillosa descripción gira en torno a un presente, insistimos, sin la fractura de la violencia. La retórica sentimental en este sentido no acompaña el discurrir de un escritor enturbiado, sí por el asalto y su consecuencia “minúscula” -no la política, sino su cuerpo-, pero con más impulso a explorar un tiempo suspendido donde se desprendió la conciencia.
Lancon usa espejos deformantes para superar la violencia de la que fue objeto y no ceder a la tristeza ni al rencor: ante todo, admira el esplendor de Franz Kafka para hallar la mayor dulzura de las cosas y así domesticar el infierno; sostiene un debate continuo con Marcel Proust y su perfecto dispositivo para buscar el tiempo perdido (meticulosamente recobrado e imposible de emular); y lee despacio La montaña mágica, donde Thomas Mann narra una secuencia atroz de los cadáveres y la tuberculosis con una naturalidad pasmosa.
Philippe, aunque solo se atraviesa una vez, recurre asimismo a la frase de Milan Kundera: “nada será perdonado, todo será olvidado” para permear el estilo de su aséptica postura. Entre el perdón y el olvido, entre la pena y la nada de Las palmeras salvajes de William Faulkner, se desenvuelve El colgajo, una bitácora de viaje a una sala de cirugía que se transforma en un periplo literario, filosófico y corporal.
En el hospital, Lancon se había convertido en una mezcla de ternura y locura. Se lo dijo la doctora Chloé: “(…) tiene que marcharse. Tenemos que protegerlo de todo el mundo y de todas las tonterías que unos y otros le cuentan sobre el después, sobre si la cara se le va a quedar así o asá. Era inevitable: usted llega de un acontecimiento nacional que ha trastocado la vida de todos, y además tiene una personalidad muy especial”.
El periodista francés destaca de Marcel un sarcasmo contra la máscara del hombre. Ácido civilizado, le dice Lancon. Resulta fácil amañar los relatos del pasado y de los países que nadie conoce, según Proust. La paradoja de Lancon era que no podía amañar dicho pasado porque pocos habían conocido el país que había visitado.
Durante El colgajo, Michel Houellebecq es una suerte de fantasma shakesperiano. Philippe Lancon pudo tentarse por una novela de personajes, o algo semejante (porque El colgajo no es novela en la definición más ortodoxa). Sin embargo, Houellebecq se asoma pocas veces y siempre es una sombra al estilo de Henry James. Coinciden en la secuela perniciosa, aunque El colgajo no comparte el glamour maldito conque se enmarca la obra de Houellebecq, Sumisión.
Recordemos que Sumisión es víctima coyuntural del ataque terrorista a Charlie Hebdo. Se envolvió su aparición en el escándalo de intolerancia religiosa que incluía la persecución a su persona, hecho que acentuó el morbo de su lectura, lo que eclipsó el discurso de la obra con mucho más aristas que un panfleto político. La paranoica acusación en contra de una novela fue uno de los pretextos para atacar a la revista, y Lancon fue su víctima y su sobreviviente (Muy notoria también fue la condena del régimen islámico en contra de Salman Rushdie tras la publicación de Los versos satánicos en 1988. Por blasfemar con una literatura alegórica en contra del profeta Mahoma, Rushdie fue amenazado de muerte por el régimen del Ruhollah Jomeiní, líder religioso de Irán).
Mientras que Sumisión es una suerte debanalización espiritual, El colgajo tiene el peso de la levedad del ser. En Sumisión se percibe una clave para deleitarse con la estepa de Houellebecq: la disolución individual se da en el momento cismático de la política. Sumisión es el resultado de la medianía del hombre moderno que Houellebecq ha retratado desde Ampliación del campo de batalla, Las partículas elementales y Plataforma. Cuando ocurre el punto de inflexión de Sumisión, los riesgos de una Eurabia y de una simulación moderada de la tolerancia interreligiosa ganando la presidencia de Francia, son apenas el magma superior que desconoce lo ocurrido por debajo a todos los individuos que, como Lancon, absorben todo ello de manera confusa y no con el maniqueísmo dualista de Houellebecq.
La farsa de Michel es conducida por su misantropía. La conversión de la novela es por conveniencia: después de una jubilación condicionan el regreso a la Universidad Islámica de La Sorbona con más salario y tres mujeres validadas en matrimonio. Esto es lo que resta en el fondo empañado de la novela: grandiosa Sumisión con una renovada vida en donde no se extrañará nada.
Al contrario, El colgajo no goza del festín de ese demiurgo de Sumisión. Tampoco es artificio formal porque semeja el extracto de un diario y más que distancia se percibe ensimismamiento -aunque no claudica en su prosa largamente afeitada. Lancon no es el diosecillo arratonado que con cruel pedantería minimiza a sus contrarios -que es toda la humanidad en Houellebecq. La sinceridad de su relato despoja a Lancon de cualquier poder y lo instala en una vulnerabilidad que jamás es piadosa. Auto conmiseración, no; protagonismo masoquista, menos; Lancon procura en todo caso hallar sus puntos de fuga, ya sea Noche de reyes de Shakespeare o por supuesto el arte de Bach interpretado por la pianista china Zhu Xiao-Mei como señeras muestras de que la estética es bálsamo para el alma -incluido Todo Marlowe de Raymond Chandler.
La estela impactante que deja un ataque terrorista agigantado por la descontextualización de los medios, que refractan al instante la violencia, no permite examinar los entresijos que pudieran derivar del mismo, como ocurre con El colgajo. El choque de las civilizaciones que previó Samuel Huntington se acrecentó debido a la exposición brutal del terrorismo refractado en medios. El ataque a las Torres Gemelas nos presentó en sociedad el agigantamiento de la violencia y así abrió el Siglo XXI. De Herman Broch a Elias Canetti pasando por Peter Sloterdijk, se señala que el terror invade el sentimiento colectivo en una suerte de estados crepusculares en donde los seres humanos se mueven como meros seguidores de tendencias, como el terrorismo, que ya se apropia de la violencia extrema como estrategia de contragolpe que elimina la noción de sujeto.
Octavio Paz ya había anticipado un choque civilizatorio con lo que él llamó la revuelta de los particularismos, refiriéndose a las irrupciones de los regímenes teocráticos. El tiempo nublado de Paz advertía de esos conflictos violentos que se generarían a partir de procesos de desencialización en los estados modernos. Lo que decía llevaba dedicatoria directa para los estados amparados en el Corán. Esta guerra de las imágenes, como lo sugirió Serge Gruzinski, se inscribe en añosa tradición y por ello su acumulación barroca es cada más difícil de distinguir y menos frente a un efectismo dramático audiovisual donde arrasa el agigantamiento de la violencia.
A su modo, El colgajo disipa intenciones políticas y no se deja amilanar ante la reducción del sujeto en cosa, y en cosa exterminable como se lo plantea el terrorismo. Por ello es más que significativo el encuentro que sirve de corolario para El colgajo: coincide con Houellebecq en una fiesta de intelectuales. Se dieron la mano y vio al roedor “devastado, mineral y compasivo”, con ese rostro de edad y sexo indeterminados. “Un fetiche chamuscado”. Era un hombre que cargaba con la desesperación del mundo en la piel de un dinosaurio. Y Houellebecq se le acercó para decirle un versículo de Mateo: “y los violentos lo arrebatan”… Cuando atacaron la sala de conciertos Bataclan, Lancon estaba en Nueva York. “Estoy feliz de saberle lejos. No tenga prisa por volver”, le mandó un SMS la doctora Chloé a su sobreviviente que estaba en busca del tiempo interrumpido; ahí donde nada será perdonado, pero todo será olvidado.