Peleamos una guerra en contra de un enemigo invisible y, a todas luces, muy superior a nosotros. Cada día de pandemia tenemos la sensación de estar dando palos de ciego. Los gobiernos, a marchas forzadas, intentan contener al nuevo virus, mientras los investigadores prueban vacunas que pudieran protegernos. Ellos saben que no existe peor enemigo que aquel que no se conoce, ni peor enemigo que aquel que, en el último momento, se comporta de forma inesperada. Nos sentimos indefensos y lo estamos. Peleamos una batalla desigual. No somos atacados por una inteligencia como la nuestra. Nuestro enemigo no siente, no piensa, no hay forma de razonar con él. Por el momento, sólo nos queda protegernos, mantener al virus a raya. Pero es difícil mantener alejado lo que no se ve. Nos sentimos como si, en medio de una mutación, el mundo se llenara repentinamente de alacranes con alas. Somos atacados por una forma de vida parasitaria cuyo único objetivo es sobrevivir y, para hacerlo, debe ingresar en nuestros cuerpos y multiplicarse. Sin embargo, en ese proceso de reproducción, puede destruirnos, parcial o totalmente. Mientras tanto, cada día que despertamos saludables lo celebramos como un triunfo contra esta pandemia. En nuestro fuero interno guardamos la esperanza, en caso de infectarnos, de que el virus sea benévolo con nuestros cuerpos y que no nos lleve a un estado de gravedad. El nuevo coronavirus ha puesto al mundo de cabeza y sabemos, de antemano, que cualquier victoria que obtengamos al final de la pandemia habrá sido, irremediablemente, una victoria pírrica.
Desde el primer contagio ocurrido, hasta donde se sabe, en un mercado de mariscos de Wuhan, populosa ciudad del centro de la República Popular China, hasta que la mayor parte del mundo se hubiese infectado, pasaron tan sólo algunos meses. De un continente el virus se trasladó a otro. De un país a otro. De una ciudad a otra. De un barrio a otro. ¡Transportado dentro de seres humanos! Cuando nos dimos cuenta, ya estaba fuera de nuestra puerta, contaminando a las personas que a diario nos cruzamos en la calle, flotando por algunos instantes en el aire de los lugares donde hacemos nuestras vidas cotidianas, donde antes nos sentíamos seguros.
Dentro de la narrativa de la epidemia al final todos tendremos una historia que contar. Nadie escapa a esta desgracia. De alguna manera, la mayoría de nosotros ha experimentado el miedo, pero también, en algún momento, la esperanza. La pandemia está dejando a su paso mucho dolor y muestras de humanidad. ¿Será que la pandemia nos está recordando lo terriblemente humanos que somos, a pesar de nuestras vidas virtuales? Detrás de cada uno de los muertos que reflejan las dudosas cifras gubernamentales hay una vida que terminó antes de tiempo y, cada vida que concluye, es un universo que se extingue. Con cada persona que muere se termina un milagro. Al morir, no sólo mueren los fallecidos, se llevan también un poco de la vida de los que permanecen. Las escenas que a diario se viven en los hospitales y en las funerarias son desoladoras.
La mayoría de los ciudadanos del mundo estamos aprendiendo a disciplinarnos. Intentamos confiar en los encargados del manejo de la pandemia. Por momentos las cifras de contagios y de muertos disminuyen y creemos que, entre todos, hemos controlado la propagación del virus, pero después los gráficos vuelven mostrar sus tendencias ascendentes y nosotros nos sentimos como esos soldados que, en medio de una guerra, se quedan atrapados en tierra de nadie.
Si la pandemia nos ha dejado algo es que ahora somos más conscientes de lo frágiles que somos como individuos y como sociedad. Sabemos que, ni con todo el conocimiento científico y tecnológico que hemos adquirido, somos invencibles. Somos capaces de comunicarnos de maneras que hace cien años sólo eran imaginadas en los libros de ciencia ficción. Los cirujanos pueden realizar operaciones remotas a través de diminutos instrumentos. Los astronautas pueden viajar al espacio y los satélites son capaces de vigilar lo que ocurre en cualquier parte del planeta. Los ejércitos tienen armas que podrían destruir al mundo en cuestión de poco tiempo. Sin embargo, no hemos sido capaces de abatir a un virus que tiene un tamaño microscópico.
En la historia, el ser humano siempre ha peleado contra los virus. Pero, por alguna razón, este combate parece diferente a los anteriores. Quizá sea por el hecho de que esta pandemia va de la mano con la modernidad. Esta es la primer pandemia de la era digital que se ha convertido en una emergencia sanitaria de alcance mundial. La facilidad que tenemos para desplazarnos de un sitio a otro del planeta ha provocado su rápida e incontrolable expansión.
Durante la pandemia las personas han sacado lo mejor y lo peor de sí mismas. Fueron muchos los que aprovecharon el confinamiento para ejercer la rapiña en los comercios cerrados. En los estados fallidos el crimen organizado no ha frenado su perversidad. Empresarios y políticos oportunistas han utilizado la crisis para aumentar su poder. La gente infectada o la que trabaja con enfermos ha sido rechazada y violentada.
Y en el otro lado, como ocurre en la mayoría de las situaciones límite, también han surgido todos esos seres humanos anónimos, capaces de cometer actos de insospechado heroísmo: médicos y los trabajadores de la salud, arriesgando sus vidas por salvar enfermos, policías y militares tratando de obligar a la gente a guardar las medidas sanitarias. Los ciudadanos solidarios y empresarios y gobiernos responsables que anteponen la salud de su población a su desmedida ambición.
No sabemos cuándo ni cómo llegará el fin de la pandemia. Por lo pronto sólo hay especulaciones. Algunos piensan que se conseguirá la inmunidad del rebaño. Otros creen que sólo con la llegada de las vacunas producidas en los laboratorios conseguiremos dejar de infectarnos. No falta quien piensa que el virus perderá su fuerza hasta terminar siendo más inocuo, como una simple gripa. También hay quien especula que el virus se quedará por mucho tiempo entre nosotros y que sólo aprenderemos a convivir con él.
Cuando pensamos en el futuro que nos espera después de la pandemia estamos reafirmando nuestra propia fuerza. A pesar de muchos retrocesos en el orden social y moral, somos una especie admirable que, a lo largo de la historia, siempre ha conseguido sobreponerse a los infortunios.
Muchos piensan que después de la pandemia nada va a cambiar. Que el ser humano tiende a olvidar y a volver a sus viejos hábitos. A los que piensan así no les falta razón. El resurgimiento de movimientos que creíamos desaparecidos o el de nuevos movimientos intolerantes nos muestra que no hemos aprendido mucho de la historia.
A pesar de todo, yo quiero pensar que, en algunas cosas, el mundo sí va a cambiar. Y no me refiero a los cambios geopolíticos, que necesariamente van a ocurrir. Me refiero a la vida interior de las personas. En diferente medida, si estamos dispuestos a reflexionar sobre la forma como hemos sido sacudidos durante este período de incertidumbre, viviremos esta pandemia como un antes y un después. No sólo quienes, desafortunadamente, hayan perdido a un ser querido, hayan sido obligados a cerrar sus negocios o se hayan quedado sin empleo. Me refiero a todos aquellos que estemos dispuestos a ver en esta pandemia algún tipo de oportunidad.
Al terminar la pandemia habrá quienes hayan hecho una mayor conciencia de la brevedad de la vida y tendrán más claro lo que en verdad importa.
O, tal vez, después de la pandemia, nada de lo anterior ocurra y quizá suceda sólo durante un corto período de tiempo y, al final, los otros tengan razón y terminemos todos por olvidar este período y a ser los mismos de antes. Pero nada se pierde con imaginar que este virus, a pesar de la tragedia que está dejando, pueda provocar un cambio en algunos de nosotros.
Tantos esfuerzos y sacrificios. Tantas pérdidas humanas y económicas no pueden ser en vano. Algo bueno tiene que quedar después de todo esto. Ya lo dijo el poeta, si la felicidad no existe, nuestra obligación es inventarla.