La jubilación temprana de una sala, como el cine Variedades en Xalapa, no representó ninguna congoja ciudadana. Fue el ocaso del siglo Lumière, como dijo el historiador de cine Emilio García Riera, donde las grandes salas eran los espacios propicios para el encuentro social. Se rezagaba entonces una etapa de la fruición ingenua para dar paso a una percepción más compleja que alteró espacio y tiempo de manera radical.
El consumo de películas se transformaría en una moda chic muy clasista. Asomaba el poscapitalismo con un paquete completo de aburguesamiento de la calidad de vida: salud y entretenimiento con apariencias sofisticadas. Y la novedad era que el embellecimiento por venir traería la encomienda de ser democrático: de que todos los géneros sexuales –y todas las generaciones–se tornarían objetos de imitación.
Creció así el mercado del estatus: glamour y confort permearon a través de un paraguas gigantesco. La apatía y el desgano –patente de corso en la actualidad– se establecieron como garantes de la imposición modernista. La política folk, como la definen Srnicek y Williams, cuando menos en el país, todavía era insuficiente y más en Xalapa, que apenas insinuaba una vaga defensa de su patrimonio colonial con notable fracaso ante la opinión pública.
Por tanto, en el caso del Variedades, no prevaleció la práctica cotidiana sobre lo macro estructural. No, en un tiempo bisagra que esbozó nuestra entrada al primer mundo tras firmarse el Tratado de Libre Comercio, ni siquiera la arquitectura tuvo argumentos para asumir la conservación de estos adefesios funcionalistas, esas cajas de zapatos que eran las salas de cine.
Cierto, la sala carecía de un pedigrí mínimo para rescatarla y declararla “Cine Mágico”. Tampoco hubiéramos imaginado que este modelo globalizado de ver cine en el futuro fuese material de exportación: sí, nos amanecemos con las noticias de que Cinépolis, la empresa mexicana, cruza sus límites nacionales y continentales y firma un convenio para instalarse en Arabia Saudita.
Si acaso se resintió la desaparición del cine Variedades, no fue lo suficientemente visible ni representativo el disgusto. Xalapa no padeció esta baja en sus hábitos de consumo fílmico. Aunque fueron muy sigilosos en su demolición, bloqueando el paisaje de la obra a los transeúntes de la calle Zaragoza, como que la ciudad capital de todos modos no se hubiera opuesto. La resistencia no es exactamente una costumbre xalapeña.
Es más, se puede decir que el repentino relevo de la costumbre de percibir experiencias a través de medios audiovisuales públicos por un modelo de consumo ultra individualizado, no fue motivo de reproche ni de reflexión. Salvo los periódicos Performance y Política, ningún otro medio de información consignó la noticia, salvo que ahora en redes sociales se mira la fotografía con un dejo de nostalgia.
El cierre de una sala con cierta tradición no sólo fue un espasmo inocente del capitalismo. No, el metabolismo del postcapitalismo está asociado a la aceleración, y su punto de arranque fue precisamente el tiempo en que desapareció el Variedades. La parafernalia incluiría una burbuja que excluyó lo sucio, lo malo y lo pobre a favor de una corrección política y estética. Por ello este postcapitalismo tomó por sorpresa a los xalapeños, que no supieron que arreciaba un nuevo modo de vida con un culto a la personalidad bajo el disfraz de una venta de garaje.
El vertiginoso ascenso de las políticas económicas liberales y su fiel espejo, el descenso de la rectoría del Estado-nación en asuntos de interés social, fue la tormenta perfecta para que se transformara el paisaje mediático de finales del siglo pasado. Estamos hablando de un México que enfrentó el amanecer de la globalización con enclenques argumentos, sobre todo en el campo cultural.
El declive de la identidad mexicana emanada del régimen posrevolucionario dio al traste con los detonantes del orgullo nacional. El cine, otrora bastión del primer ejercicio dramático de reconocimiento masivo, sufrió como nunca el abandono del Estado.
La primera acción notable de esta separación fue plantarle cara a los recintos donde se había cocinado el nacionalismo contemporáneo. El inicio de este deslinde fue simplemente clausurar los espacios públicos donde se enseñaba qué y cómo era ser mexicano. El cine fue la escuela informal donde se aprendían las señas de identidad nacionalistas.
Así, se venden las salas de teatros y cines pertenecientes a la Compañía Operadora de Teatros (COTSA), afectándose el horizonte mediático ya acendrado entre las capas sociales, todavía neófitas en el acceso a los contenidos a la carta que se distribuirían veinte años después de dicho episodio ocurrido en la década de los noventa. Fue, como dicen los especialistas, un tiro de gracia para la industria cinematográfica en su modelo antiguo; fue, asimismo, un literal aviso de que las cosas tendrían que cambiar: sí, a través de la privatización de la experiencia fílmica.
Xalapa en este sentido padeció también, como tantas otras ciudades en el país –eso hay que mencionarlo como un epifenómeno tipo tsunami–de esta abrupta modificación del paisaje mediático.
Se amputarían los espacios de mayor tradición que daban vida a un casco histórico, las salas que albergaron esa vital experiencia de sentimientos nacionalistas, ritos de iniciación erótica y un tibio asomo al mundo cosmopolita, terminaban de manera inusitada como bodegas de muebles y electrodomésticos desechables, o como oprobioso estacionamiento –como si fuera postal de la Europa del Este– y al final de los tiempos como un mini complejo que alberga desde un hotel hasta restaurantes, cafeterías y hasta barberías.
El mensaje por demás fue acre. Cepillar el habitus con lujo de violencia simbólica. El cambio de piel no se concebía por ningún lado, pero tampoco reparó en la opinión pública tan cortesana a la hora de defender los procesos identitarios. Vamos, no se justificaba que un entretenimiento por antonomasia diera pie a la sociedad de consumo más desabrida del capitalismo moderno. ¿Eran películas por muebles? Sí. No hubo, hasta donde los testimonios lo registran, una etapa de tránsito para evitar este shock emotivo y estético que dio un vuelco a los xalapeños.
Xalapa se quedó sin el Variedades porque, no obstante pertenecía a una ciudad madurada antes de la globalización, la sala no era lo que otros espacios se denominaba como ”patrimonio arquitectónico”. El meollo es que su faz no contenía elementos que dieran margen al reclamo en boga, que surge de las tensiones de las culturas locales frente al posicionamiento de las políticas neoliberales que acaparan la dinámica diaria de los territorios donde se asientan.
Había sucedido en las películas Gremlins (1984) de Joe Dante y ¿Quién engañó a Roger Rabbit? (1988) de Robert Zemeckis, por lo que no había motivo que impidiera que la realidad superara a la ficción en la capital veracruzana. El destino ya nos había alcanzado y arribaba un aparato mercadológico desusado, nunca visto en la historia mediática reciente, que volvería a esta época una pantalla global, como la describen Lipovetsky y Serroy.
La sustitución no generó ningún rencor sentimental; hasta eso, pasó de noche y pronto se difuminó su ausencia como parte de una modernización de los espacios públicos donde la autoridad cede sin planeación, otorga permisos sin una visión cultural compensatoria, capaz de amontonar un esperpento reptilíneo sobre un parque, como el Juárez, que tenía sus dimensiones adecuadas con zonas verdes que permitían el goce contemplativo.
Como referencia mencionemos que en los albores de la década de los noventa, grupos interesados en la conservación del patrimonio cultural de Xalapa iniciaron un movimiento en contra de las acciones depredadoras. El movimiento objetó los proyectos de ampliación y apertura de nuevas calles en el centro histórico de Xalapa.
El grupo se quejaba de una “modernidad mal entendida y, lo que es peor, ausente del conocimiento histórico y artístico de nuestro patrimonio” (www.proceso.com.mx/156145), que desapareció en un lustro monumentos construidos entre los siglos XVIII y XIX. Los grupos citaban como desaparecidos los panteones de San José y San Antonio en el cementerio antiguo, la garita de El Pípila, la fachada original del patio San Miguel, el mesón Santa Clara, el mesón de San José; y casas de las calles Juárez, Altamirano, Clavijero y Carrillo Puerto, además de mutilaciones de los trazos urbanos originales del siglo XVIII. (No sabemos qué hubiera acontecido si los estridentistas hubiesen cumplido su sueño de una ciudad con puentes del centro mismo a la zona universitaria; seguro, no hubieran permitido el derrumbe de un cine, como el Variedades, sala emblemática de una de las artes más populares).
Aunque, habrá que decirlo, es la época donde también la aparición de los videos clubes afecta la asistencia del público a las salas de cine, hasta que, posteriormente, un mosaico de posibilidades digitales modificaría a su vez esta fugaz prevalencia de los formatos en casetes Beta y VHS y las copias en DVD para imbuirnos en el streaming way of life.
Fragmento del libro Xalapa sin Variedades (2020), que edita el Ayuntamiento de Xalapa, será presentado en la feria virtual del libro, denominada FloreceLee, el próximo 11 de noviembre.