En homenaje a Jesús Reyes Heroles, académico de la historia

La tarde del 7 de agosto de 1968, hace cincuenta años, Jesús Reyes Heroles leyó su discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia. Había sido electo como miembro de número de ella poco más de ocho meses antes, el 28 de noviembre de 1967. Aunque nuestra reglamentación dispone que las propuestas en favor de cualquier nuevo aspirante deben ser firmadas por dos miembros de número de la corporación, en el caso de Jesús Reyes Heroles éste fue propuesto por ocho académicos de número. De estos, seis firmaron plenamente, con firma y nombre, y dos agregaron su firma presuntamente el día que se hizo la propuesta. Aquellos que se distinguían por su nombre y firma fueron Arturo Arnaiz y Freg, acaso el promoviente de la propuesta; Alfonso caso, Manuel Carrera Stampa, Ignacio Dávila Garibi, José López Portillo y Weber y José Joaquín Izquierdo; aquellos que solo estamparon su firma fueron Ignacio Rubio Mañé y don Edmundo O Gorman.

La carta de propuesta fue escueta: sin juicios valorativos ni adjetivos calificativos, tan solo alegaba que reunía “todos los requisitos que marca el artículo séptimo de nuestra Academia”. Como también lo exigía el reglamento, la carta de propuesta estaba acompañada por una del propio Reyes Heroles, expresando su “anuencia previa para figurar como candidato”. Por su carta nos enteramos de que, en caso de ser aceptado, ocuparía el sillón antes ocupado por don Ángel María Garibay Kintana, cuya “dolorosa pérdida… hemos sufrido todos los mexicanos”. Como lo señala el reglamento, también se envió al presidente de la corporación,  Manuel Romero de Terreros, el currículum vitae del historiador propuesto. Por cierto, la carta también se le dirigió usando su apelativo nobiliario: “Marqués de San Francisco”.

Aunque aparentemente trivial, pues se acostumbraba usar su título nobiliario cuando se mencionaba a Romero de Terreros, es indudable que ello reflejaba la naturaleza conservadora que entonces tenía la Academia Mexicana de la Historia. Seguramente le pareció anacrónico al connotado liberal mexicano, además de contrario a los usos republicanos, el que así se presentara el director de la Academia a la que estaba ingresando. Para colmo, era ilegal, anticonstitucional: desde que México rompió su vínculo político con España, y para dejar claro que ya no era parte de un gobierno monárquico, México prohibió el uso de títulos nobiliarios desde la Constitución de 1824. En el mismo sentido, para Jesús Reyes Heroles debe haber sido una ironía de la Historia que sustituyera en la Academia al padre Ángel María Garibay. En forma ilustrativa, Reyes Heroles se refirió a éste como “ilustre”, como “doctor”, pero sin reconocer su carácter sacerdotal. En todo caso, la religiosidad de Garibay le sirvió para marcar sus hondas diferencias: si éste llego a la historia “por la teología”, “camino distinto seguí” ―dice de sí Reyes Heroles―, quien arribó a la historia “buscando explicaciones al mundo en que vivía”. Por ello su pregunta inicial como historiador se refería más a su presente que al pasado: “¿Podría la Revolución en que nací ―en 1921― y me desarrollé ser producto de generación espontánea?”

Al margen de su carácter disruptivo, conviene comenzar preguntándose por los méritos que entonces tenía Reyes Heroles para ingresar a la Academia de la Historia. Todavía joven, con poco más de 45 años, había obtenido el grado de licenciado en Derecho en 1944, en la UNAM, y luego hizo estudios de posgrado en las universidades de Buenos Aires y La Plata. Desde su regreso a México, en 1946, impartía el curso de Teoría General del Estado. Así, al ingresar a la Academia era profesor de la UNAM. Además, entre 1957 y 1961 había publicado los tres volúmenes de su obra más importante: El Liberalismo Mexicano. Poco después colaboró en la importante obra colectiva y conmemorativa, México, cincuenta años de Revolución, con el capítulo “La Iglesia y el Estado”. También había ya recopilado, anotado y prologado las Obras de Mariano Otero, publicadas en 1967. Por lo que se refiere a sus empleos, durante la presidencia de su paisano Adolfo Ruiz Cortines―1952-1958― había sido jefe de la Comisión de Estudios de la Presidencia de la República, luego ―entre 1958 y 1964― había sido Subrector Técnico del Instituto Mexicano del Seguro Social, con Adolfo López Mateos; finalmente, a mediados del sexenio de Gustavo Díaz Ordaz era director de Petróleos Mexicanos. Sí: al momento de ingresar a la Academia Mexicana de la Historia era el director de la empresa pública más importante del Estado mexicano posrevolucionario, de su emblema más significativo.

Esta inmensa responsabilidad administrativa y política, junto con sus otros antecedentes laborales, explican que el tema de su discurso fuera el de las relaciones entre la Historia y la Acción, y en términos más generales, el de la disyuntiva “entre el conocer y el hacer, entre la teoría y la práctica”. De hecho, este fue el dilema que marcó toda la vida y obra de Jesús Reyes Heroles, y no sólo cuando estudiaba y analizaba la historia sino también cuando se ocupaba de la ciencia política y el derecho. Nunca concibió a disciplina académica alguna como un conocimiento inerte, autosuficiente. La posibilidad de combinar teoría y práctica fue el reto de su vida; de allí su gusto por la historia como disciplina, pues “pertenece al conocer” pero “se ocupa de describir el hacer”. Esto también explica su auténtica fascinación por nuestro siglo XIX, que tenía el “singular atractivo” de “tratar con hombres que hacían la historia y también la escribían”.

Conocer y hacer no fue su única directriz biográfica. Para Jesús Reyes Heroles la historia, tanto su conocimiento como su práctica, implicaba necesariamente otra amalgama, entre el pasado y el presente, el ayer y el hoy. Siguiendo a uno de los historiadores más importantes del momento, el inglés Edward H. Carr, quien había vivido y padecido las dos guerras mundiales, Reyes Heroles estaba convencido de que escribir historia obliga a ocuparte del pasado desde el presente, pero no desde un mirador inerte, desde una atalaya aislada, en un diálogo entre “individuos aislados de hoy y de ayer”, sino entre hombres que forman parte de su tiempo, que interactúan en él. Es más, Reyes Heroles estaba convencido de que el historiador que sólo se ocupaba del pasado estaba condenado a ser un historiador mediocre. Su frase fue directa y precisa: en pleno discurso de ingreso sentenció que quien esté alejado de la acción carecerá de profundidad para entender el pasado. Hoy que se conocen los nombres de académicos que estuvieron presentes en aquella ceremonia se puede afirmar que más de uno se sintió incómodo con tamaña afirmación, empezando por el director de la institución, don Manuel Romero de Terreros, con sus ridículas pretensiones de nobleza, tratando de ubicarse de un pasado irrecuperable. Cierto: algunos miembros de la Academia Mexicana de la Historia de entonces confundían la historia con la heráldica, mientras otros la confundían con la nostalgia.

No fue ésta su única crítica al gremio y a la disciplina que se practicaba entonces. Pensando también en los historiadores que se ubicaban en el otro extremo del abanico ideológico, en los que podrían ser definidos como historiadores de ‘izquierda’, Reyes Heroles descalificó tanto a los deterministas entre los que seguramente incluía a los providencialistas, como a los voluntaristas: a unos por ver todo hecho “como fruto de la necesidad”; a los otros, por atribuirle todo “a la voluntad del hombre”. Como era previsible, también hizo severas críticas a la otra corriente historiográfica por entonces en boga, el historicismo. Sus reparos eran varios: para comenzar, su tendencia a dar un carácter individual a todo hecho histórico, lo que impide aventurar algún tipo de generalización y conduce al relativismo. Acaso lo más grave fuera que este relativismo produce a su vez una actitud conformista, totalmente inaceptable para Reyes Heroles, pues el siguiente paso sería caer en la santificación del pasado y en el fatalismo. En síntesis, el historicismo le parece contrario a la acción.

Hombre sabio, experimentado, Reyes Heroles también era contrario a la otra tendencia humana que sólo se afana en la acción, que busca la utopía pero prescindiendo del pasado, abjurando del ayer; o sea, el puro y simple voluntarismo. No hay duda para Reyes Heroles, la acción atinada exige “estar al tanto de la historia”. Su conclusión es clara: el determinismo es tan paralizante como el relativismo. En cambio, la visión de la historia por la que se empeñó es muy clara: “dedicarse a la historia no es ya vivir en el ayer, hacer necrología, sino encontrar en el pasado acicates para transformar, para modificar el mundo en que se actúa”. Rico pensamiento binario el suyo, compaginaba historia y acción, pasado y presente, ayer y hoy, historia y política. Para Reyes Heroles estas dos no sólo están “estrechamente unidas”, sino que son la misma cosa a la larga, aunque obviamente deben distinguirse los hechos históricos de los actos políticos, que se dan siempre en el tiempo presente. Basado en el gran historiador inglés Lord Acton, Reyes Heroles siempre estuvo convencido de que “lo que ha ocurrido, lo que ocurre y lo que va a ocurrir no pueden ser separados radicalmente”. Para el político culto y para el historiador atento al presente y al futuro, el tiempo no tiene interrupciones, es un constante devenir. Sin embargo, esta continuidad no es lineal ni se basa “en armonías forzadas”, pues en verdad se nutre “de la concordancia y el contraste”, de “la afirmación y la contradicción”. Así, estudioso del liberalismo mexicano y habitante de su etapa posrevolucionaria, Reyes Heroles no podía ignorar el periodo porfiriano, pues comprendía “las diferencias de las fases históricas”. Para él la historia consiste en la continuidad de “etapas coincidentes y divergentes”. Sobre todo, para él el cambio, la transformación, era la culminación del proceso histórico. Ajeno a toda versión estática del pasado y contrario a toda concepción involutiva de la política, Reyes Heroles buscó siempre el “prolífico terreno” que daba cauce y significación a “la influencia de la historia en la acción”.

Reyes Heroles siempre estuvo convencido de la necesidad de conocer la historia, pero como instrumento, no como simple curiosidad. Tampoco como estética y menos como erudición, para él la historia debe darnos explicaciones, otorgar sentidos. Aceptado esto, debe atenderse un segundo tema: la cantidad adecuada de conocimientos histórico, de fundamentación histórica. Sus conclusiones al respecto son igualmente claras e iluminadoras. Para comenzar, en cada colectividad, o país, el pasado desempeña distintas funciones: hay pueblos, por ejemplo, “abrumados por la historia”, que llevan a cuestas un fardo excesivamente pesado, añorando glorias “que ya no existen pero que se sobrevaloran”. Es tal el peso del pasado que los hace “ignorar su presente y ―peor aún diría yo― no vislumbrar el futuro”. En estos casos, el excesivo pasado inmoviliza y disminuye su capacidad creadora como país. Más que una enfermedad incurable, es una maldición para dichas colectividades, en la que al revés de lo normal, los muertos entierran a los vivos.

Igualmente dañino es padecer de “amnesia histórica”, pues países que la sufren, sea por ignorancia o desdén, no comprenderán su presente y carecerán del impulso necesario para construir su provenir, del imprescindible punto de apoyo construido por tus antecesores. En efecto, cualquier obstáculo, sin consejos ni ejemplos para enfrentarlo, crece en demasía. No hay opción en los extremos: ni herederos inútiles ni huérfanos desamparados. Por lo mismo, Reyes Heroles confronta directamente a quienes niegan la utilidad de la historia, a quienes desprecian su estudio, “convencidos de que la historia únicamente enseña ―me pregunto si lo dijo primero Hegel― que no puede enseñar nada”. En el tema de la historia, Reyes Heroles fue un rotundo optimista que siempre recomendó “aprovechar el ayer para construir el mañana”, hasta lograr que el pasado no sea un lastre, sino convirtiéndolo en un “impulso creador”. Claro está, se apoyó ―otra vez― en un historiador optimista, para quien comprender el pasado permite incrementar el dominio sobre el presente.

En uno de los párrafos más reveladores y hermosos de su discurso, Reyes Heroles abandona el análisis teórico sobre la historia y se vuelca en México. Con absoluta confianza en el país aseguró que éste “no tiene en su historia un lastre por abuso, ni le aqueja la amnesia por desuso”. Sin embargo, su optimismo distaba de su ingenuidad o complacencia. Nuestra historia del siglo XIX le parecía rica por sus propuestas pero dolorosa por sus reveses. Aludiendo claramente al 1848, reconoce que algunas de las derrotas sufridas fueron más bien “autoderrotas”; asimismo, sin mencionar la batalla del 5 de mayo de 1862 contra los franceses, advierte que nuestros mayores triunfos lo fueron “de supervivencia”.

Obviamente, Reyes Heroles aprovechó la tribuna que la Academia de la Historia le ofreció la noche del 7 de agosto de 1968 para hacer una evaluación de sus investigaciones sobre el Liberalismo mexicano. En concreto a Reyes Heroles, lo que hicieron los liberales mexicanos de mediados del XIX fue “dejar de lado ―o matizar― una serie de principios doctrinales inaplicables”. O sea, aceptaban los principios políticos del Liberalismo, no así su propuesta económica. En cambio, le introdujeron un claro contenido social.

Permítaseme terciar en el debate. Igual de válido que llamarlo Liberalismo Social, la versión mexicana también puede ser definida, aunque parezca una antinomia, Liberalismo Estatista, o incluso Liberalismo Jacobino. Me explico: el tradicional liberalismo europeo fue un movimiento filosófico y político propio de los siglos XVIII y XIX, que buscaba acotar y reducir el poder absoluto de las monarquías imperantes en toda Europa. También buscaba secularizar la cultura; esto es, reducir el dominio de la Iglesia en el ámbito de la educación. Por último, en términos sociológicos las clases medias emergentes buscaban desplazar a los grupos aristocráticos que rodeaban y colaboraban con las monarquías. La diferencia, no menor, consistía en que en México no existía, desde la consumación de la Independencia, aquel poder absoluto dominante en Europa. Así, en México no se requería acotar o reducir el poder de la monarquía. Al contrario, los Liberales mexicanos tenían precisamente que construir un Estado que condujera la vida pública del país. Más aún, en ausencia de dicho Estado, la Iglesia Católica había asumido algunas de las funciones que le correspondían al Estado, como la impartición de la educación, el fomento de la economía y el registro de las estadísticas, entre otras. De allí que la oposición de los Liberales fuera dirigida contra esa Iglesia, buscando secularizar y responsabilizarse de tales servicios. No hay duda: el nuestro fue un liberalismo social, jacobino y estatista. Quien descubrió y definió estas particularidades fue Jesús Reyes Heroles.

Las últimas páginas de su discurso las dedicó al tema de la acción, vinculada a las labores intelectuales. Resulta paradójico que quienes pudieran ser vistos como sus principales adversarios políticos fueran notorios hombres de pensamiento y acción, políticos e intelectuales ambos. Me refiero obviamente a Manuel Gómez Morín y a Vicente Lombardo Toledano. Sobre todo el primero, puso el concepto de acción en el centro de su vocabulario político y de su propuesta estratégica. En efecto, Gómez Morín estaba convencido de que lo que el país requería políticamente era que el ciudadano procediera a la acción, pero a una acción positiva y concertada, muy diferente a simplemente actuar, o meramente moverse; a una acción que tenga un objetivo predeterminado. Difícilmente Reyes Heroles rechazaría estas afirmaciones. Sin embargo, entre Gómez Morín y él había notorias diferencias, comenzando por el peso y el valor que cada uno asignaba al Estado. Casi veinticinco años mayor, Gómez Morín había vivido la violencia revolucionaria; por eso se permitía condenarla. En cambio, Reyes Heroles había llegado a la adultez cuando México pasaba del rupturismo cardenista a la moderación constructiva de Ávila Camacho, periodo que siempre consideró como muy positivo para el país.

Reyes Heroles concluyó su discurso reiterando su confianza en la posibilidad de que haya hombres que simultáneamente conjuguen el pensar y el actuar, el analizar y el obrar. La explicación es fácil de entender. No se trata de que existan hombres que puedan ser intelectuales y políticos. Lo que se necesita es que haya intelectuales políticos, sin conjunción alguna, sin esa y que estorbaba y nulifica. Fue con este motivo que dirigió varias críticas severas a José Ortega y Gasset, campeón de muchos intelectuales mexicanos de entonces, especialmente de los que se identificaban con la ideología conservadora. Pues bien, Ortega y Gasset subrayaba la dicotomía de talentos, la existencia de “dos dimensiones”, pensar y actuar, a las que ve como “compartimientos estancos”. Reyes Heroles dijo rechazar tajantemente la concepción de Ortega, más aún, dijo rebelarse contra ella. Es comprensible: Reyes Heroles justificaba así su existencia, legitimaba sus dos oficios. Obviamente no estaba conforme con ninguna de las dos visiones de Ortega: ni con “la imagen desmembrada del político sin ideas, sólo apto para la transacción oportunista, en el más miserable o valioso de los sentidos”, menos aún con la del intelectual, “inepto” profesionalmente para ejecutar sus ideas. Claro está, si Reyes Heroles se pensaba como modelo, Ortega y Gasset hacía lo propio, reconociendo su incapacidad de asumir compromisos públicos o de establecer liderazgos políticos.
En España esa doble función congénita estaba reservada, aunque por caminos distintos, para Manuel Azaña y Enrique Tierno Galván: si el primero fue del triunfo a la derrota, el segundo pasó del anonimato forzado al reconocimiento universal; esto es, de ser el ‘viejo profesor’ murió como el alcalde del Madrid de la transición. Casi contemporáneo suyo, Reyes Heroles se identificaba mucho con Tierno, quien también sentía una especial predilección por el intelectual político mexicano. Ambos estaban convencidos de que “la actuación requiere del pensamiento y que el pensamiento se amplía con la actuación”.

José Ortega y Gasset

Dos reflexiones finales: primero, recuérdese que el discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia fue leído por Reyes Heroles el 7 de agosto de 1968, pocos días después ―dos semanas exactas― de que a escasos cien metros de distancia, frente a la Ciudadela, diera comienzo el movimiento estudiantil más importante de nuestra historia. Hecho y proceso cincuentenario, la vida y obra de Reyes Heroles y el movimiento estudiantil de 1968 son parte esencial de la genealogía de la transición a la democracia en México. Cuando leyó su discurso ya había habido algunas represiones violentas de la policía, ya había sido destruido el histórico portón de San Idelfonso; a pesar de ello, todavía la movilización estudiantil tenía un carácter doble, festivo y propositivo. Por eso Reyes Heroles pudo ser el mejor intermediario, por no decir el único entre las partes en conflicto, pero es evidente que faltó voluntad de negociación en ambos contingentes: un mes después vendría la ocupación militar de la Ciudad Universitaria y luego la fatídica jornada sangrienta de Tlatelolco. Como país, se nos vino encima una noche larga, sin amanecer. Sobrevino el silencio; peor aún, a falta de diálogo hubo descalificaciones. Me complace pensar que la de Reyes Heroles fue entonces una voz única. En su discurso académico, teniendo al presidente Díaz Ordaz y al secretario de Educación ―Agustín Yañez― escuchándolo, claramente recomendó “aprender de aquellos a quienes pretendemos enseñar”. También propuso que se mantuvieran “en actitud abierta a lo que proponen las avanzadas de nuestra contemporaneidad”. No cabe duda: hablaba un visionario, de los pocos que hemos tenido en los últimos años, el intelectual político ―así, sin conjunción copulativa― Jesús Reyes Heroles. No hay la menor duda: se refería a los estudiantes y a los políticos tradicionales mexicanos. Oigámoslo otra vez decir que se debía tener presente “que quienes niegan o afirman rotundamente, quizás estén inquiriendo o preguntando”. También se dirigió a la clase política mexicana, presente en la ceremonia y encabezada por el propio presidente del país; a ella le advirtió del riesgo de proferir “palabras que emanan de un mundo cansado, en los linderos de periclitar”. Su recomendación era obvia, y atinada: propuso adoptar una actitud “que no busque perpetuar convicciones, sino comprender las influencias filiales, de los hijos de la cátedra a los hijos de la acción” ¿Necesito insistir que se estaba refiriendo al movimiento estudiantil? No; son palabras transparentes, apegadas a las convicciones que siempre tuvo don Jesús: solo con una acción concertada de ambos, políticos y jóvenes, “podemos contribuir a configurar un mundo siempre antiguo y nuevo.”

Por sus muchas lecturas y su aguda visión, Reyes Heroles sabía que la historia tiene continuidad y rupturas. Su camino es más sinuoso que plano y lineal, y esto explica que desde sus distintas posiciones, los estudiantes del 68 y Reyes Heroles sean constructores del sistema político contemporáneo. Lo hicieron desde espacios enfrentados, desde la oposición y el poder. Luego de su ingreso a la Academia Mexicana de la Historia se rompió el balance de su vida. La acción superó a la reflexión; la política superó a la historia. Parafraseando a don Arturo Arnaiz y Freg, encargado de responder sus discursos de ingreso, a partir de entonces los minutos y las horas fueron más importantes que los años y los siglos. Aunque siguió siendo un permanente y agudo lector, sus escritos históricos serían reducidos. De 1972 a 1975 fue presidente del PRI, luego sería, por cosa de dos años, director del Seguro Social. Sobre todo, entre 1976 y 1979 fue Secretario de Gobernación, desde donde dio inicio a lo que hoy llamamos nuestra reforma política. Finalmente, entre 1982 y 1985 fue Secretario de Educación Pública, hermosa forma de terminar una vida comprometida y útil. Murió siendo lo que siempre fue: un educador.

Un solo error fácil de detectar contiene el discurso aquí analizado. En efecto, un confiado Reyes Heroles creía, siguiendo a von Ranke, que todo historiador está destinado a ser longevo, pues “el tiempo parece ser más considerado con los que dedican sus vidas a desentrañarlo”. Claro está, a los 45 años es fácil ser optimista, al grado de decir que “hacer historia exige años pero ayuda a tenerlos”. Qué pena: se equivocaba rotundamente. Su salud comenzaría a menguar una década después. Acaso la doble responsabilidad de pensar y actuar resultó agotadora. Si conocer a fondo la realidad exige grandes esfuerzos, dedicarse a transformarla fue seguramente extenuante. Jesús Reyes Heroles murió el 19 de marzo de 1985 ―ayer hace apenas 33 años―, pero sigue presente en México. Tenía la edad bisagra que poetizaron unos jóvenes melenudos de allende el mar, 64 años. Es probable que juntas, reflexión y acción pesaran demasiado y redujeran su vida. Sin embargo, le dieron nuestra cabal admiración y, sobre todo, un prestigio histórico.

Capilla Alfonsina/El Colegio Nacional

Artículo publicado en La Gaceta del Fondo de Cultura Económica, mayo de 2018, núm. 569, pp. 12-13. Se reproduce con autorización del autor.

Javier Garciadiego Dantán
Javier Garciadiego Dantán
(CDMX, 1951) Doctor en Historia de México por El Colegio de México y en Historia de América Latina por la Universidad de Chicago. Su especialidad es la historia de la Revolución mexicana, sobre todo en sus aspectos político y cultural, y de finales del siglo XIX a mediados del XX. Ha sido Director del Centro de Estudios Históricos de El Colegio de México, Director General del Instituto Nacional de Estudios Históricos de la Revolución Mexicana (INHERM) y presidente de El Colegio de México (2005-2015), donde es profesor-investigador desde 1991. Entre sus publicaciones recientes destacan Ensayos de historia sociopolítica de la Revolución mexicana (2012), Alfonso Reyes y Carlos Fuentes, una amistad literaria (2014) y Alfonso Reyes, un hijo menor de la palabra. Antología (2015). Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores (nivel III); Premio Salvador Azuela 1994 y 2010; Gran Cruz de la Orden de Isabel la Católica 2009; Orden de Orange-Nassau 2011 de Países Bajos; y Cruz Oficial de la Orden del Mérito de la República Federal de Alemania 2016. Es miembro de la Academia Mexicana de la Historia desde 2008, de la Academia Mexicana de la Lengua 2013, y de El Colegio Nacional 2016. Desde 2017 es director de la Capilla Alfonsina.
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