14 de abril de 2021: Conmemoración del 90 aniversario de la Segunda República española

No cabe duda, México es el país latinoamericano que tuvo el mejor recibimiento con los exiliados republicanos. Aunque no todo fue fácil para los recién llegados. Venían de una guerra fratricida, en la que perdieron a muchos de sus familiares y amigos, además de la totalidad de su patrimonio.

Hoy, hace 90 años, fue proclamada la Segunda República española (1931-2021). Una fecha de enorme importancia en la historia de España, pero también en la historia de México, que se involucró de manera significativa con la causa de los republicanos españoles, luego de que se vieran obligados a exiliarse en muchos países del mundo, durante la guerra la Guerra Civil española (1936-1939), al final de la guerra y después de ésta, cuando hordas de mujeres, hombres y niños, tuvieron que salir para el exilio. El exilio en México para los republicanos fue muy particular, debido a la generosidad y hospitalidad mostrada por el gobierno del presidente Lázaro Cárdenas, y al apoyo de una parte del pueblo mexicano.

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Una fila de españoles rumbo al exilio

Durante la Guerra Civil española, el gobierno de México, encabezado por el presidente Lázaro Cárdenas (electo presidente de México en 1936), que tenía afinidades culturales e ideológicas con la República y que había tenido excelentes relaciones con ese gobierno, apoyó su causa enviando armas, alimentos y petróleo durante la guerra. No obstante, los esfuerzos de México, un país con muchos retrasos económicos y sociales, no podían ser suficientes para cambiar el rumbo de las cosas en España. A pesar de todo, el gobierno de México no se quedó callado y, ante la Sociedad de Naciones, que había ordenado a sus miembros mantenerse neutrales frente al conflicto español, acusó enérgicamente a las democracias occidentales, de no intervenir a favor de la República. Mientras las democracias del mundo se mantenían silenciosas ante el golpe de estado y al infame hecho de que el Eje Roma-Berlín, encabezado por Hitler, prestara una ayuda invaluable a los sublevados, liderados por Franco, México decidió, a pesar de la oposición internacional que recibió, actuar de manera eficaz y ayudar al gobierno republicano, un gobierno que, en efecto, no había conseguido sacar a España de la pobreza y que tenía un sinnúmero de detractores, pero que era un gobierno democrático. Aunque también la Unión Soviética, por su afinidad a los comunistas españoles, que se vieron obligados a estar del lado de los republicanos, ofreció su apoyo a la República, era mucho más exigente que el gobierno de México en término de pagos y condiciones. Al final, los soviéticos terminaron por abandonar a la zona republicana. En esa guerra los grandes derrotados no fueron los comunistas (sólo un pequeño número de ellos), sino los republicanos, los anarquistas, los socialistas, los autonomistas y nacionalistas.

Además de las armas, los alimentos y el petróleo, México cobijó a los buques mercantes españoles bajo su propia bandera y otorgó pasaportes mexicanos a los agentes republicanos españoles, para que pudieran desplazarse entre la frontera mexicana y la francesa, con el objeto de negociar a favor del gobierno en el exilio. Se cree que algunos diplomáticos mexicanos fungieron también como espías a favor de la República, intentando que las cancillerías europeas abandonaran su postura de no intervención.

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El buque Sinaia fue el primero que transportó a un número imporante de exiliados republicanos hacia México

Al comienzo, el gobierno en el exilio de la Segunda República española se instauró en México, pero en cuanto terminó la guerra se trasladó a Paris. En 1977, tras las primeras elecciones generales libres en España  (Franco había muerto en 1975), el gobierno en el exilio se disolvió. Adolfo Suárez fue elegido presidente de España, el primero elegido democráticamente, desde Manuel Azaña.

Mi bisabuelo, el general Juan Hernández Saravia, ayudante militar del presidente de la Segunda República española, Manuel Azaña, cruzó la frontera francesa junto con él y estuvo a su lado cuando murió, en una habitación del Hôtel du Midi, en la pequeña ciudad francesa de Montauban. Una parte de la familia de mi busabuelo se escondió en Eguilles, una comuna de la región Provenza-Alpes-Costa Azul, donde logró evitar los campos de refugiados franceses, donde los exiliados españoles vivieron en una situación espantosamente insalubre y precaria. Después, el gobierno francés de Vichy, entregó a muchos españoles a los nazis y terminaron en campos de concentración como el de Mathausen. Mi bisabuela regresó a morir a España. Mi bisabuelo (que ya había sido juzgado, en ausencia, por los tribunales franquistas, y que sería fusilado en caso de pisar España), se trasladó a París, para formar parte del gobierno en el exilio. Mi abuelo, Juan Hernández Rojas, se casó con una trabajadora de la oficina de correos de la ciudad de Eguilles (mi abuela, Ginette), y mi padre nació durante el final de la Segunda Guerra Mundial, a pocos días del desembarco de los Ejércitos Aliados en Normandía. En 1948, por invitación expresa del presidente de México, Lázaro Cárdenas, una parte de mi familia partió a México, vía Nueva York, a bordo del trasatlántico S.S. America. Iban camino al exilio, para no volver jamás. Mi padre tenía seis años. La historia de mi familia es sólo una de las miles de historias de refugiados que llegaron al país en aquellos azarosos años.

Mi abuela, Ginette Straton, mi abuelo, Juan Hernández Rojas, mi padre, Juan Francisco (en brazos de mi abuelo) y mi tío Juan Manuel, frente a mi abuela.

Durante el exilio, México recibió a cientos de huérfanos; un claro ejemplo de ello fueron los Niños de Morelia. El gobierno de México dio asilo a 456 niños en 1937, proyecto del que estuvo a cargo Amalia Solórzano, la primera dama y esposa del general Cárdenas.

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Lázaro Cárdenas posa junto con exiliados españoles.

El filósofo español, José Gaos, que llegó a México en 1938 y murió también en México, en 1969, sin haber podido ver nuevamente la España sin Franco, utilizó el término “transterrados”, para referirse a los republicanos refugiados en México. Para Gaos, el “transterrado, es el que se ve obligado a dejar su tierra para asentarse en otra, pero a diferencia de otros exilios, en una tierra donde lo hacen sentirse en casa, y en la que consigue sentirse un “empatriado”, en lugar de un expatriado.

No cabe duda, México es el país latinoamericano que tuvo el mejor recibimiento con los exiliados republicanos. Aunque no todo fue fácil para los recién llegados. Venían de una guerra fratricida, en la que perdieron a muchos de sus familiares y amigos, además de la totalidad de su patrimonio. Las autoridades españolas tenían la mejor disposición con ellos y les brindaron su apoyo. Pero no todo el pueblo mexicano estaba de acuerdo con esta política de solidaridad. Esta situación estaba reviviendo viejas rencillas históricas entre españoles y mexicanos. Paradójicamente, los emigrantes españoles de la generación anterior, que ya llevaban algún tiempo en México, apoyaron el levantamiento de Franco. Sobre todo los industriales y comerciantes conservadores. Crearon periódicos que apoyaban a los golpistas y, una sección de la Falange en México, recaudó dinero para los rebeldes del bando nacional. También los académicos de la izquierda mexicana se opusieron a abrir la puerta a los republicanos. Una parte del pueblo mexicano, que nada tenía que ver con la política o con los poderes fácticos, estaba descontenta con la decisión de Cárdenas, pero más por motivos económicos y no ideológicos. Por último, la Iglesia católica mexicana se puso del lado de los franquistas. El exilio dividió de manera importante a los mexicanos. “Nuestro país no precisa de una emigración compuesta por esos embrutecidos milicianos y vividores de lo ajeno expulsados de España”, podía leerse en un artículo del periódico Excélsior, en junio de 1939. Los fundadores del Partido Acción Nacional (PAN), Gómez Morín y Efraín González Luna, también fueron férreos opositores al exilio español.

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Caricatura de la época.

Al hecho altruista, se sumó también el factor político, que el carismático presidente Lázaro Cárdenas supo aprovechar. De manera que nada era gratuito para los exiliados. A diferencia de las migraciones de españoles que llegaron antes de la guerra, en las que venían los españoles para “hacer la América”, debido a la situación de pobreza que vivían en la Península Ibérica, los exiliados de la guerra eran grandes intelectuales y científicos. Cárdenas, hábilmente, los incorporó al proyecto cultural del Estado. Empezaron a trabajar como investigadores y profesores en las universidades. Los médicos laboraban en los hospitales ya existentes y fundaron nuevos hospitales. En 1938,  la Casa de España, creada en 1938 por Cárdenas, con el dio amparo a los intelectuales republicanos. Hoy es El Colegio de México, uno de los institutos de formación superior y de investigación más importantes del país, con un enorme prestigio a nivel internacional. Así, los exiliados se sumaban a todo el proyecto de Nación, importando de Europa invaluables conocimientos. El México actual no podría explicarse sin el aporte de los exiliados o “transterrados”, en palabras de José Gaos, españoles.

Mi familia paterna pasó, de haber sido terratenientes, militares y políticos salamantinos, a llegar a México con una mano adelante y otra atrás. Perdieron todo su patrimonio. La casona donde creció mi abuelo, en Ledesma (Las Almenas, patrimonio de la UNESCO) fue regalada por Franco a uno de sus leales generales. En México, tuvieron que vivir en un pequeño y austero departamento, trabajar de sol a sol, y aceptar la poca ayuda que las asociaciones en el exilio les procuraban. Para no sucumbir, se decían que se trataba de algo transitorio. Con el paso del tiempo, los exiliados dejaron de pertenecer a la tierra que los vio nacer y tampoco pertenecían del todo a la que llegaron, en eso radica su tragedia.  

Lázaro Cárdenas dio a mi bisabuelo un puesto de asesor del Ejército Mexicano. Mi abuelo, Juan Hernández Rojas, se integró a una compañía, propiedad de unos vascos que habían llegado al país en una generación anterior. Mi padre me cuenta que, siendo un niño y un adolescente, acompañaba a su abuelo a los cafés, donde solía reunirse la élite de los republicanos en el exilio, y escuchaba sus conversaciones. Todos hablaban del día en que pudieran derrocar a Franco y pudiesen volver. Mi padre llegó al país sin hablar español, porque había nacido en Francia y mis abuelos, a pesar de que mi abuelo era español, le hablaban en francés. En Francia, los republicanos españoles intentaban pasar desapercibidos. Mi abuelo, hombre carismático que en México intentaba hablar sin acento español y que se integró rápidamente al país, puso una fotografía de Franco en el baño del departamento, para dedicarle al Caudillo sus visitas al retrete. En México, mi padre estudiaba en el Colegio Madrid, donde asistían los hijos de los exiliados. No siempre era todo fácil para ellos. Algunas veces les gritaban: “Refugachos”. Pensaban que les quitaban oportunidades a los mexicanos. Lo cierto es que los exiliados fundaron empresas que dieron mucho trabajo a los nacionales y que supieron integrase de manera asombrosa a la sociedad que los acogió.

Mi bisabuelo, Juan Hernández Saravia, con Lázaro Cárdenas

Mi abuelo murió escalando el Popocatépetl y mi padre entró a trabajar a la compañía donde trabajaba mi abuelo. Trabajó en ella durante muchos años. Mi bisabuelo murió un año después que mi abuelo. Años después murió Manolo, su hermano. Los tres están enterrados en el Panteón Español. A mi bisabuelo, católico recalcitrante y carmelita laico de la Tercera Orden de la Virgen del Carmelo, lo enterraron con una bula papal. La historia de España lo olvidó durante muchos años y, no fue sino hasta principios de los años 2000, con la publicación de su biografía, escrita por una historiadora de la Universidad Complutense de Madrid, que su nombre empezó a cobrar cierta relevancia.

Mi abuelo, Juan Hernández Rojas

“El exilio —se lee en el libro En tierra ajena de Josep Solanes—, deja atrás personas, lugares, paisajes y objetos unidos todos ellos a sus vivencias y recuerdos; también abandona una parte de lo aprendido, las costumbres y los códigos que le permitían relacionarse con el mundo. Todo queda en suspenso o inservible”.

Hoy, los hijos, nietos y bisnietos de esos refugiados de aquella guerra, que formaron hogares con personas mexicanas, son los portadores de una herencia colmada de dolor y heroísmo. Poco sabemos nosotros de lo que nuestros antepasados tuvieron que soportar. Mi padre no habla mucho del tema y he tenido que sacarle la información poco a poco. Como él llegó muy pequeño, pudo adaptarse a este país con facilidad y siempre se ha considerado mexicano y nada más.

Sin embargo, la importancia de todas las personas, exiliadas o no, de conocer su historia familiar y de acercarse a sus antepasados, a través de la memoria, radica en la importancia de saber de qué forma aquellos que les precedieron fueron capaces de reaccionar ante los fracasos, superar las adversidades y sobrevivir a épocas verdaderamente difíciles.

Conocer las historias de los nuestros, los hayamos conocido o no, robustece nuestra empatía, fortalece nuestra resiliencia.  

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Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.