Siempre odié ser una especie de “cosa”. Por eso nunca entendí eso de símbolo sexual. ¿Símbolo sexual aunque fui frígida un buen tiempo, que pude cambiar la situación gracias al amor a un hombre, que fue hasta entonces que disfruté del sexo y que aún así no he podido olvidar que fui violada a los nueve años de edad? Cuando me decían símbolo sexual eso me sonaba a címbalo, como si yo fuera un instrumento de percusión para detonar el deseo. Pagué caro por eso.

Nunca fui una víctima porque nunca fui una santa. No se equivoque nadie. Escriben aún muchas cosas de mí y no se recuerdan mis palabras. ¡Estas son mis palabras! Debido al éxito pude conocer y casarme con dos hombres, los mejores que encontré en mi camino. La fama es una felicidad parcial y temporal; la fama no es realidad de todos los días. No es lo que llena. Alegra un poco pero es pasajera. Y yo, como nunca había sido feliz, no tomé a la felicidad como algo natural. Por eso tomé de la fama lo poco de felicidad que tenía que darme.

Con todo, no pude olvidar mi verdadero nombre: Norma Jean, la huérfana, la hija de una loca, la que vivió en orfanatos, la niña violada a la que  adolescente seguían los lobos callejeros en busca de sexo. Porque siempre a mi alrededor existían lobos, esos cazadores de talentos, sin oficinas; los agentes de prensa, sin clientes; hombres de relaciones públicas, sin tenerlas. Todo sucedió en Hollywood, ese Hollywood poblado a sus alrededores de embusteros y fracasados. Por fortuna no caí en ninguno de esos caminos, busqué dentro de los estudios cinematográficos y no en sus contornos. Y ya en el éxito rotundo de mi carrera, con todo, recuerdo con afecto a ese Hollywood, incluida esa gente fracasada y embustera. ¿Saben por qué? Porque aquellos tenían más color que los hombres importantes y los artistas de éxito que iba a conocer pronto. Si conoces el star system de Holywood, sabes lo que es la esclavitud.

Lo repito: odio ser una cosa. Odio que nunca se me haya querido ver como una actriz. Por más que intenté suprimir la imagen de rubia estúpida en la medida de mis posibilidades. Nunca lo logré. Por más que demostré ser una actriz, de pellejo duro, a la que no pudieron herir con facilidad; por más que procuré no dejar de actuar en ningún momento en busca de oportunidades, no se me dio el pase, la calificación de actriz. Me dejaron como una campana que suena…

Solo los Strasberg creían en mí. Por eso lloré tanto la muerte de Paula, la esposa de Lee. Ese día fui al cementerio con Truman Capote, mi amigo. Salimos y nos dirigimos a un bar. Tomamos. Embriagados, ya en la calle, nos dirigimos a un parque. Nos salieron unos perros. Me acerqué a ellos. Un hombre me gritó: “¡Cuidado, la van a morder!”. No –contesté- a mí no me muerden los perros, me muerden los seres humanos. Esa impresión tuve siempre de quienes me buscaban por mi belleza, no por mis capacidades. Por eso odio tanto –y no me canso de repetirlo- que me vean como una cosa. Quizá por eso soy amiga de los homosexuales. Hubo quien intentó ponerme la etiqueta de lesbiana. Bobos. Si hay amor no hay nada malo en el sexo…

Siempre supe que se me juzgó por mi aspecto y no por lo que era. Los hombres que intentaban comprarme a base de dinero, me daban náuseas. Había muchos de esa clase. El mero hecho de rechazar ofertas subió mi precio. No por entrarle a ese juego fue que tuve que posar desnuda para ganar unos dólares. Mi cuerpo a ojos de todos, pero de nadie. Es lamentable sentir en mi corazón que no existo más que como objeto sexual. ¿Yo tuve la culpa? ¿Hay que encontrar siempre culpables? ¿Hay buenos y malos solamente? ¿Hay hombres puros en una sociedad como la nuestra? No me considero una víctima. Pero la educación ayudaría mucho a quienes me cosifican, más allá de un simple rostro.

Lawrence Oliver me decía que era sexy por naturaleza. Y sí, lo era, pero en realidad yo hubiera preferido la inteligencia como sello. Nunca lo logré. No pude seguir las conversaciones de Arthur Miller con sus amigos. No entendía nada de política, salvo que los políticos siguen adelante con sus crímenes, entre otras cosas porque desconocen el buen quehacer de la política. No me enteré lo que pasaba verdaderamente con mi país, con todo y mi admiración a Martin Luther King.

No quisiera cansarlos. Creo que hay muchas cosas que no saben de mí, de lo que pienso, aunque quizá no les importe. Mejor termino diciéndoles que sin amor –vivir sin esperanza–, es algo muy triste para el corazón. Yo, los últimos años los viví sin amor y sin esperanza. Y sin esperanza la melancolía se apodera de uno y nos acaba, nos aísla, nos hace perder la noción del tiempo. Todos saben de mi muerte, allí, al lado del teléfono, desnuda, sola en mi habitación. No tengo más que decir de ese suceso. ¿Suicidio o asesinato? Es parte de mi mito. A veces pienso que debe ser fácil evitar la vejez muriendo joven, pero entonces no se completa la vida jamás: nunca llegarías a conocerte a fondo. Sólo quise recordarles cosas, palabras que alguna vez dije y parece quedaron en el olvido. Supongo que después de tanto que han escrito de mí puedo expresarme con mi propia voz.

Me causa felicidad saber que estoy viva en la imagen, el rostro, la sonrisa que he dejado. Hoy, aún en busca del amor, mi alma ronda por las playas, de noche, con estrellas y un faro que me guía a la eternidad. Por eso de vez en cuando regreso a esta playa de Tuxpan con mi suéter de Chiconcuac. Las noches son mi eternidad, y la playa mi libertad. Nada perturba mi silencio…

Marilyn Monroe and Arthur Miller, circa 1956. Photo © 2014 Hollywood Archive/The Grosby Group

                                                            II

El que esto escribe siempre quiso ir a Los Angeles a visitar la tumba de esa mujer que representa el deseo encarnado. Lo logró. Llegué a  Westwood Village, en Glendon Avenue: Memorial Park. De repente se encuentra una cripta que dice: “Marilyn Monroe. 1926—1962”, con flores a un lado.

O ir a Londres a vacacionar y, de repente, en el barrio de Chelsea, encontrarme con  una galería exclusiva donde exhiben fotos inéditas de Bruno Bernard, de los primeros en captar la imagen de ella, el sueño de quienes las prefieren rubias. Adquiero el catálogo, con un regalo único: una fina foto de la actriz, “lista para enmarcar”. Era mi destino.

Cada quien rememora a su Marilyn. Yo la prefiero fuera de la pantalla fílmica, después de ver todas sus películas.  En el repaso de lecturas sobre su vida es cuando más la presiento, la vislumbro, la descubro lejos de ese ser–objeto, más cerca de lo humano.  Como en el relato de Truman Capote (“Una adorable criatura”), cuando escribe que la actriz dice:

“—Los perros no me muerden. Sólo los seres humanos…”

 Aunque a Octavio Paz no le guste Ernesto Cardenal, el poema del nicaragüense dedicado a ella sigue vivo, en ese templo que es su cuerpo y que atravesamos espiritualmente. O la mezquindad de Arthur Miller en su biografía Vueltas del tiempo,  donde dedica más páginas a Clifford Odets, que le presentó a la que fuera su mujer, de quien dice:

“—Estaba sola en el mundo.”

Sí. Y él nunca estuvo a la altura moral con todo y ser un gran escritor. Bastaría con la lapidaria conclusión de Norman Mailer en su biografía, Marilyn: “Desde el principio viven con el dinero de ella. Del trabajo de ella… (Aunque) Miller le ha salvado la vida”… (Dato curioso, Miss Monroe vino a Ciudad Juárez, Chihuahua, a separarse de Miller, el 20 de enero, en 1961, un año antes de su caída).

La sonrisa que nunca se desgastó, ella, uno de los seres más nostálgicos y tristes de Hollywood.

En Los Angeles me indicaron el lugar de su tumba: “Al final del cementerio, en las lápidas verticales; no está sobre las criptas del césped”. Ni siquiera la tierra le tocó. Aquél 5 de agosto de 1962 en que Marilyn dejó de respirar en las primeras horas de la mañana, en el 12305 de Fifth Helena Drive… Era seis de agosto y su cuerpo seguía en el depósito de cadáveres del condado de Los Angeles, sin reclamarse. Ese día,  Joe DiMaggio se encargó de su entierro. Él, que siempre pone flores en su pequeño espacio mortuorio…  

Joyce Carol Oates ficcionó en una gran novela sobre el símbolo sexual más entrañable del mundo, Blonde, que se publicó en 2000. En The Nation comparan a la autora con Faulkner, al brindar una visión de Estados Unidos: la gloria y decadencia del sueño americano. The New York Times calificó la novela como una Monroe “hasta ahora un fenómeno cinematográfico que se había resistido a la mirada más atenta de la literatura”. 

Una actriz utilizada por hombres en pleno maccarthismo donde, para figurar, había que hincarse frente a las piernas de los productores, eso cuando hoy son denunciados por el movimiento Me too que desde 2017 ha llevado a la cárcel a los acosadores… Oates nos pone en la piel de Marilyn. Consigue hacernos ver al ángel derrocado que logró sobrevivir en la adversidad.

En Londres, recuerda la última película sobre ella, My week with Marilyn, que dirigió Simon Curtis, en 2011. Una Michelle Williams la interpreta magistralmente.

De repente, en Los Angeles, caen unas gotas del cielo. Marilyn adoraba la lluvia. Y piensa con Capote: “¿Por qué todo tuvo que acabar así, Marilyn? ¿Por qué la vida tiene que ser tan jodida?”

Los Angeles, el último escenario de una mujer que desde niño este cronista admira con delirio. Y en Londres ve las fotos del catálogo y canta para sí mismo: Diamonds are forever… 

Se siente afortunado…

Marilyn ha sido incomprendida por un gran sector del feminismo radical. Evocarla aquí, en las páginas de Praxis es abrir la puerta a la discusión de mujeres que, como ella, pudieron vivir como actrices sensuales que despertaron la comezón del séptimo año pero pagaron con su vida la aventura de vivir en una época donde los hombres son, siguen siendo el poder supremo.

                       III

Querida Marilyn:

No tenía pensado visitarte. Fue el destino que me trajo a Los Ángeles y, de repente, pasamos por Memorial Park, en Westwood Village. Fue difícil dar contigo porque no estás a ras de tierra. Buscarte entre las grandes estrellas de Hollywood fue complicado. Cada personaje tiene su historia, pero ninguna como la tuya, sorprendente escándalo mundial después de tu muerte. Tu cripta, con flores, como ordenó Joe DiMaggio.

Mira que desaparecerte a los 36. Por eso no envejeces y  te veneramos como siempreviva del inconsciente colectivo. Fallecer joven en medio del escándalo te llevó a la inmortalidad. La inmolación tiene sus éxitos. Recuerdo cuando un borracho rascaba tus pechos en el poster aquel, donde estás de vaquerita.

Una noche apareciste en las playas de Tuxpan, Veracruz. Portabas tu suéter de Chiconcuac. Había estrellas y el viento no tenía miedo. Yo estaba enamorado y mal correspondido. El sida en los 80 era una daga que la religión anunciaba como la venganza por nuestros pecados. Susurraste a mi oído: “no llores por los demás, llora por ti. No ames nunca tanto como a ti mismo. Despierta y ve a caminar, que el mar te contempla…”

Fue cuando te escribí: tuvimos que crecer para entender que el amor es uno y, el resto,  crecimiento.

Tu fantasma me persigue desde aquel seis de agosto de 1962: yacías en el depósito de cadáveres de Los Ángeles. Nadie te reclamaba después de muerta aquella madrugada del cinco de agosto que partiste con una bata, los hombros desnudos y un teléfono en la mano, en el 12305 de Fifth Helena Drive.

Joe DiMaggio se encargó de ti. La gloria y decadencia del sueño americano se reflejan en tu vida. Si alguien lo duda que lea a Joyce Carol Oates, Blonde: la novela de tu ascenso.

Te quiero Marilyn. Te enciendo una vela cada día de muertos. Porque me acompañas siempre que pienso en mí. Me rescatas en mi ostracismo. Me inspiras a vivir para atestiguar la mortal decadencia del ser. Y verte aquí, en tu cripta, es un sueño que nunca soñé. No te traje flores. No las necesitas: eres la más grande flora del universo del cine.

Quise recordarte con esta carta de ausencia.

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Braulio Peralta
Estudió las carreras de Periodismo y Literatura, en la UNAM, e Historia del Arte en el Museo del Prado, en Madrid, España. Ha trabajado por alrededor de 40 años el periodismo cultural, por el que ha obtenido algunos premios, entre ellos: “El Gallo Pitagórico”, en el marco del Festival Internacional Cervantino, en 1981. El “Homenaje de Premio Nacional de Periodismo Cultural ‘Fernando Benítez’”, en 2003, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. El Nacional de Testimonio Chihuahua, en 2005. Y un premio internacional: Pen Club a la “excelencia periodística”, en 2011, por sus artículos sobre los derechos humanos de las minorías. Fue director editorial de Random House Mondadori y editor del Grupo Editorial Planeta. Ha publicado los libros: De un mundo raro (editorial Conaculta, 1998). El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz (1998). El clóset de cristal (2016) y Otros nombres del arcoíris (2017) . Es coautor de varios libros colectivos y otro tanto de antologías. No ha renunciado a su oficio desde que empezó a escribir en los diarios, primero el Unomásuno, y después como fundador del diario La Jornada. Escribe actualmente en el diario Milenio y en la revista Praxis, que se edita en Tuxpan, Veracruz, donde nació un 26 de noviembre de 1953. Puedes contactarlo a su email: juanamoza@gmail.com