A Bárbara Jacobs

Vivió su infancia en tiempos de guerra, cuando su tío el general Vicente Rojo era el último jefe del ejército republicano. Tímido, retraído, silencioso, el niño Vicente Rojo dibujaba bombardeos y refugios antiaéreos en Barcelona, en aquella guerra civil española. Llegó a México con apenas siete años. Si ya antes de leer estaba rodeado de colores, papeles, tijeras y pegamento, en su nuevo país lo deslumbró la luz y el aire de sus montañas. El niño que nació a la orilla del mar, en 1932, no recuerda la playa. Su cabeza, un laberinto. Su corazón, amasijo de emociones. Las nubes, la abstracción del paisaje. El fuego, el rito del arte. La sangre, el temperamento para agitarse, para gritar: ¡aquí estoy!

Vicente Rojo empezó a respirar distinto en México. Se realizó como pintor. Fue un hombre dominado por la razón y el sosiego. Racionalizó la infancia mediante la pintura. Se convirtió en el joven Vicente Rojo que, dentro de la generación de la Ruptura evolucionó contra la Escuela Mexicana de Pintura; iluminó con el abstraccionismo y el geometrismo. Con él, la guerra civil española nos regaló a un pintor que nos devela los secretos de las lluvias mexicanas. Por medio de los colores, Vicente Rojo busca su infancia y a su país herido; un país imaginado y protector, de espectros, sin flores. España se quedó en los recuerdos y México se convirtió en una presencia lumínica.

Vicente Rojo es un artista que crea por eliminación. De su primera exposición, en 1958, el exceso de color, de forma, de ritmo, de mezclas pictóricas le dio la pauta para regresar a lo primigenio, ahí donde la geometría vale como una estructura interior, la base para la destrucción de la técnica y la reconversión de los deseos en una personalidad única, irrepetible, la del propio artista. Como descomponer el alfabeto y convertir en poesía aquello que es imperfecto, roto, quebradizo y fértil. Porque lo imperfecto es el proceso creativo que nos ilumina con materia, pastas, texturas policromadas que terminan siendo materia espesa, anímica, profética, casi perfecta. La de Rojo es una ascensión al camino sin regreso.

Vicente Rojo anda siempre en pos de un espectador sensible, ese que observa sin prejuicio la conversión de los colores, la sutileza y diferenciación de las sombras, los innumerables matices de una obra según la luz y la hora del día o las cuatro estaciones de la Tierra. La revelación de una obra es la transparencia del alma cuando la sensibilidad se abre a la experiencia de mirar, de percibir una policromía. Aprender a observar los objetos y sus insinuaciones, no es sencillo, es complejo; requiere de cultura visual. Aprender a diferenciar en un metro cúbico de realidad, hasta 20 tonos de blanco, no cualquiera. Aprender los elementos gráficos como origen para la estructura de sus pinturas, el origen para comprender solo una parte de su arte. O la influencia de los primitivos anónimos del romántico catalán; o Giotto, Morandi, Tápies, Goya, Picasso, Van Gogh, Klee, Jean Dubuffet y Jasper Johns, sí, pero sin dejar de ser un Rojo. Aprender a mirar lo brutal, lo claro y lo preciso, sin espacio para la confusión. Pintar es romper el tiempo, profanar el aire, ensuciar la luz, un acto de amor sin palabras de por medio. El silencio que perturba cuando una pintura grita con voz propia.

Vicente Rojo es un obseso del rigor desbordado. Usa la regla para mostrarnos el mejor ejemplo de la línea rota. Ordena sistemáticamente los colores para desordenarlos y brindarnos un caos simétrico y telúrico. Un misterio no es un misterio. Una rotación es un descanso. Es una señal. Es un recuerdo. Es una negación. Es un circo. Es un escenario. Es México bajo la lluvia. Es Vicente Rojo rebelándose a Vicente Rojo. Es el niño que no lo deja en paz. México le mostró la diferenciación de la luz a todas horas y las captó como esa lluvia que es paisaje donde los grises son espectacularmente cambiantes, como los desiertos.

Vicente Rojo
México bajo la lluvia, 1986

Dice Carlos Monsiváis que Vicente Rojo es “indispensable”. Dice Juan Rulfo que es ejemplo de “moral artística”. Octavio Paz lo anuncia “riguroso como un geómetra, sensible como un poeta”. Le han escrito poemas a su obra José Emilio Pacheco, José Miguel Ullán o Alberto Blanco, entre muchos otros. No hay crítico de arte que no haya sucumbido a su obra inclasificable. Este periodista solo quería recordar lo mucho que agradece aprender a mirar a través de sus cuadros. La mirada de un ciego que quiere luz en las partes más íntimas del espíritu, para sanar. Parece poco pero dentro de uno las luces ayudan a huir de los abismos.

Colofón

Aborrezco las notas necrológicas pero debo decir que Vicente Rojo trascendió a la vida la noche del 17 de marzo, a los 89 años de edad. En el Colegio Nacional fue su última exposición: un recuerdo de cuando llegó a México huyendo de la guerra civil española. Un recuerdo de su padre Francisco, antifranquista y miembro del Partido Socialista, mismo que luchó contra la dictadura. Un recuerdo de cuando el barco Ipanema ancló en el Puerto de Veracruz con 994 refugiados españoles. Un recuerdo que es siempre el recordatorio al que recurrimos los que no queremos ser borrados de la historia.

Este periodista tuvo la fortuna de conocer en persona y disfrutar del artista Vicente Rojo. Una vida ejemplar al lado de sus amigos: Fernando Benítez, que lo cobijó en el suplemento La cultura en México y a donde compartió afinidades con Sergio Pitol, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis. Una amistad a prueba del arte. Su generosidad no tuvo reparos con el periodista que quiso tener su propio proyecto editorial en la revista Equis, Cultura y Sociedad. Vicente Rojo fue de los primeros en obsequiar obras para la manutención de los inicios del proyecto cultural que duró tres años, entre 1998 a 2000. Sin ti no hubiera sido posible.

Una escritora, Bárbara Jacobs, te acompañó hasta el final de tu existencia. Ella sabrá honrarte con su escritura cuando le llegue la paz necesaria y la soledad para eternizarte.

Querido Vicente: muchas gracias por estar iluminando mi universo de imágenes pictóricas. Muchas gracias por el triunfo de tu mano izquierda –con la que pintabas–, y que, con el pincel en la mano estás por encima de la adversidad de esas decadentes derechas.

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Braulio Peralta
Estudió las carreras de Periodismo y Literatura, en la UNAM, e Historia del Arte en el Museo del Prado, en Madrid, España. Ha trabajado por alrededor de 40 años el periodismo cultural, por el que ha obtenido algunos premios, entre ellos: “El Gallo Pitagórico”, en el marco del Festival Internacional Cervantino, en 1981. El “Homenaje de Premio Nacional de Periodismo Cultural ‘Fernando Benítez’”, en 2003, en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara. El Nacional de Testimonio Chihuahua, en 2005. Y un premio internacional: Pen Club a la “excelencia periodística”, en 2011, por sus artículos sobre los derechos humanos de las minorías. Fue director editorial de Random House Mondadori y editor del Grupo Editorial Planeta. Ha publicado los libros: De un mundo raro (editorial Conaculta, 1998). El poeta en su tierra. Diálogos con Octavio Paz (1998). El clóset de cristal (2016) y Otros nombres del arcoíris (2017) . Es coautor de varios libros colectivos y otro tanto de antologías. No ha renunciado a su oficio desde que empezó a escribir en los diarios, primero el Unomásuno, y después como fundador del diario La Jornada. Escribe actualmente en el diario Milenio y en la revista Praxis, que se edita en Tuxpan, Veracruz, donde nació un 26 de noviembre de 1953. Puedes contactarlo a su email: juanamoza@gmail.com