Imposible olvidar a Amparo Dávila, una de las escritoras más importantes del siglo XX y que continuó su quehacer literario en el presente milenio.
Decir Amparo Dávila, es decir “El huésped”, “Moisés y Gaspar”, “Música concreta”, por mencionar algunos de sus cuentos más renombrados en las letras mexicanas y universales. Cuentista excepcional, Amparo Dávila crea mundos aparentemente fantásticos en los que la realidad está más presente de lo que suponemos. En sus cuentos lo increíble resulta ser lo verdadero; esa realidad que, por aterradora, pretendemos evadir colocándola en la dimesión de lo fantástico; esa realidad es la verdadera protagonista en los cuentos de Amparo Dávila. He ahí una escritura comprometida; una autora que cuestiona los males y las flaquezas de la condición humana a partir de la creación de universos singulares. He aquí a una creadora peculiar e insólita.
María Amparo Dávila Robledo nació en Pinos, Zacatecas y pasó su infancia devorando los libros de la biblioteca de su padre. Sus primeros seis años de vida transcurrieron en ese pueblito minero poblado de fantasmas, consejas, leyendas, libros, atmósferas y personajes que se convertirían en el punto de partida de sus creaciones literarias; esto es, literatura nacida de las vivencias, ya que para Amparo Dávila como para Elena Garro, seguidoras de Ortega y Gasset: “Lo que no es vivencia es academia”.
Pero dejemos que sea la misma autora quien nos relate su vida y su encuentro amoroso con la escritura.
Autobiografía
Amparo Dávila
Al igual que los escritores que me han precedido voy a leerles algunas páginas sobre mí, y un cuento de un libro en preparación. Lo que voy a leer de mí misma es poco y bastante intrascendente. Debo aclarar a que eso no se debe a que rehúya o me disguste hablar a fondo y verdaderamente sobre mí, sino a que es bien limitado lo que de mi vida se puede decir en público. Me concreto a algunas anécdotas, datos y fechas que darán una idea de lo que he sido y lo que soy, lo demás tal vez lo escriba algún día.
Pinos, el pueblo donde nací, es el pueblo de las mujeres enlutadas de Agustín Yánez, es también Luvina donde sólo se oye el viento de la montaña a la noche, desde que uno nace hasta que muere. Situado en la cima de una montaña y rodeado siempre de nubes, desde lejos parece algo fantasmal, con sus altas torres, las calles empedradas en pronunciado declive y largos y estrechos callejones. Pinos es un viejo y frío pueblo minero de Zacatecas con un pasado de oro y plata y un presente incierto de ruina y desolación.
Yo nací en la casa grande del pueblo y a través de los cristales de las ventanas miraba pasar la vida, es decir la muerte, porque la vida se había detenido hacía mucho tiempo en ese pueblo. Pasaba la muerte en diaria caravana. No había cementerios en varios ranchos cercanos, y a Pinos iban a enterrar a los muertos. Yo los veía llegar tirados en el piso de una carreta, atravesados sobre el lomo de una mula y a veces en una rústica caja. Detrás de los cristales de la ventana tampoco había esperanzas de vida para mí, y sí muchos augurios de muerte; había perdido a mi hermano, y yo era una niña sentenciada y sola.
Al lado de nuestra casa se encontraba la de mi abuelo paterno. En ella había dos cuartos que nunca he olvidado: una sala muy grande con muebles de bejuco, tibores, espejos dorados, jarrones con flores de porcelana, cuadros y una virgen de bulto de tamaño natural con grandes ojos azules de vidrio, que parecía que de pronto iba a bajarse de su altar, y el cuarto del fondo donde había un ataúd en el centro y cuatro cirios nuevos. Éste era el ataúd que mi abuelo tuvo, durante años, listo para su muerte.
En la esquina de mi casa estaba el callejón de las prostitutas, y ése era el único lugar del pueblo donde quedaban restos de vida y de alegría, pero también por ahí transitaba la muerte. Con bastante frecuencia se mataban los mineros y las mujeres se apuñalaban por los hombres.
En la noche el aspecto del pueblo se volvía más dramático. No había luz eléctrica y las calles y las casas se alumbraban con la débil luz de las lámparas de petróleo y gasolina. El frío era más intenso y el viento soplaba más fuerte. Los hombres se envolvían en gruesos jorongos y se metían los sombreros anchos hasta las orejas; las mujeres se embozaban completamente con el rebozo dejando descubiertos sólo los ojos. Agobiados por el frío, pesadamente se movían a lo largo de las calles oscuras como si fuera una procesión de enormes cuervos negros.
El viento se filtraba por las hendiduras de las puertas y las ventanas calando los huesos. Yo siempre tenía frío. Ni la chimenea de mi cuarto, ni mis perros y mis gatos lograban calentarme. Durante el día muchas veces lloré de frío y por las noches de frío y de miedo… Una mujer vestida de blanco, con una vela encendida, muy pálida y sin ojos, buscaba algo a través de la larga noche, crujían las puertas y las ventanas, los muebles, pasaban sombras, bultos, se oían voces, suspiros, quejidos, y un hombre con una pierna de palo que golpeaba sordamente al caminar, entre los aullidos del viento, la música de los fonógrafos y las carcajadas de las prostitutas en el callejón. Así pasaba la noche, así pasaron muchas noches de mi infancia.
Mi primera afición fue la alquimia, tal vez por haber nacido en un pueblo de metales. Cuando no hacía tanto frío y yo estaba en condiciones de salir, me escapaba con mis perros a la montaña. Cortaba toda clase de flores y hierbas venenosas, juntaba pedernales y cualquier piedra que me parecía misteriosa. Después pasaba muchos días encerrada en una bodega vacía que había en la casa, llenando frascos con pétalos de flores y moliendo hojas de yedras y ortigas. Los pedernales y las piedras los bañaba en aguas de colores. Estaba totalmente convencida de que el día menos pensado obtendría perfumes increíbles, venenos, oro y piedras preciosas. Los frascos llenos de pétalos y hojas maceradas estallaban a los pocos días y la bodega se llenaba de aromas pestilentes. Los pedernales se enmohecían y enlamaban, pero yo no me desalentaba por los fracasos y volvía a llenar frascos y más frascos… Y todavía sigo preparando lociones, unturas y brebajes que algunos de mis amigos conocen.
Casi todos los días después de la comida, iba al Parque Juárez, el parque hundido con un estanque (más hundido aun que el mismo viejo parque). Su fondo estaba lleno de lama y musgos, hierbas acuáticas y piedras donde los peces desaparecían, peces de colores que brillaban y relucían, como si fueran de oro y de plata, cuando los tocaba la luz del sol. Allí pasaba yo las tardes de mi infancia y sólo me marchaba cuando ya no veía los peces en el agua ensombrecida y el viento soplaba fuerte.
En la escuelita de los Pinos aprendí las primeras letras. Cuando tenía calentura no me dejaban salir de la casa y yo pasaba los días en la biblioteca de mi padre mirando la calle a través de las ventanas, ojeando libros y deletreando palabras. La Divina Comedia de Dante Alighieri era el libro que más me atraía, tal vez por el tamaño del libro, las pastas de piel rojas, los cantos dorados y los terribles grabados de Doré. Y éste, el primer libro que el azar llevó a mis manos, ha sido simbólico en mi vida, pues si bien ahí conocí el rostro de los demonios que me perseguirían sin descanso noche tras noche, sumándose a mi ya numerosa procesión de espectros, también descubrí el rostro del amor en Paolo y Francesca, los amantes que un negro viento impulsaba sin descanso por toda la eternidad, enlazados estrechamente en el amor que los llevó a la misma muerte. También encontré a Virgilio, el cual en varias imágenes me ha conducido de la mano a lo largo de mi vida, a través de mis propios círculos infernales.
Como nadie me lo impedía, yo pasaba días enteros hojeando y curioseando toda clase de libros, sobre todos aquellos que tenían ilustraciones: El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha de Cervantes —cuyas láminas me divertían muchísimo—, Dumas, Théophile Gautier, Zola, Gustavo Adolfo Bécquer —aún recuerdo su rostro y su melena ensortijada en la portada de una edición española de sus Rimas y Leyendas—, Vargas Vila y no recuerdo cuántos más pasaron por mis manos. En esta forma desordenada he leído siempre.
A pesar de mi salud tan precaria, a los siete años me llevaron a San Luis Potosí a que recibiera educación en un colegio de religiosas, así seguí viviendo entre mujeres enlutadas. Cuando llegué al Colegio Motolinía, yo no sabía nada de religión, sólo sabía de los demonios que me aterrorizaban por las noches y los demás espantos. Ahí supe de la existencia de Dios y de su hijo Jesús muerto en la cruz. Tenía un poco más de ocho años cuando, profundamente conmovida, comencé a escribir, cerca de la primera comunión, pequeños poemitas a Dios, los cuales nunca mostré a nadie, no sé si por timidez o por sentir que era algo demasiado íntimo, una especie de confesión que debía permanecer oculta, y mostrarla era como desnudarse en público.
El escribir se manifestó en mí como una necesidad natural y una forma de expresión ineludible. Como tarea de la clase de gramática nos dejaban hacer alguna descripción, un pequeño relato, una narración. Así empecé, como a los diez años, a escribir prosa, es decir, cuentos. Yo hice cuentos con la misma naturalidad o facilidad con la que otros niños hacen palomas al jugar con barro, cuentos que sin duda eran malos, pero que eran cuentos. En ese colegio conocí a San Juan de la Cruz, Santa Teresa, Quevedo, Sor Juana Inés de la Cruz, Fray Luis de León, su traducción de Cantar de los Cantares de Salomón, así como los Salmos, que me impresionaron profundamente y me dejaron una honda huella.
Al terminar la instrucción primaria fui a otro colegio, también de religiosas, la Academia Inglesa Welcome, donde no cambiaron las mujeres enlutadas y sí la literatura. Ahí encontré a William Shakespeare, Walt Whitman, Nathaniel Hawthorne, Washington Irving, Henry Longfellow. Durante los años de la secundaria no escribí cuentos y sí muchos poemas. Me dediqué, con gran entusiasmo, al estudio del piano.
Cuando acabé la secundaria, una nueva y gran recaída de mi salud, siempre frágil, me tuvo confinada por un largo tiempo. La enfermedad y la carencia de una preparatoria particular en San Luis Potosí, así como la imposibilidad de ir a México a estudiar, y el poco interés de mis padres, me impidieron continuar estudiando como eran mis deseos. Todas estas trabas físicas y morales me obligaron a buscar por mí misma y con mis propios recursos el camino hacia las letras. Lo que había comenzado siendo mera necesidad de expresión con el tiempo había ido cobrando conciencia de vocación. Durante esos años de enfermedad y aislamiento leí mucho la poesía española contemporánea: García Lorca, Rafael Alberti, Emilio Prados, Antonio y Manuel Machado, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre. Descubrí a los escritores que han sido muy importantes para mi formación literaria: Herman Hesse, Franz Kafka, D.H. Lawrence y Albert Camus. Por ese tiempo y siguiendo la huella perdurable del Cantar de los Cantares y los Salmos, comencé a escribir pequeños poemas paralelísticos y sonetos, pero tanto una forma como la otra llegaron a producirme una gran violencia interior, la violencia que me provoca todo lo que es cárcel o disciplina, y hui hacia el verso libre.
Bastante recuperada de salud fui publicando algunos de estos poemas en revistas literarias: la revista Estilo, de mi querido amigo Joaquín Antonio Peñalosa, en San Luis Potosí, Letras Potosinas y la revista Ariel que hacían en Guadalajara Emmanuel Carballo y Carlos Valdés. En 1950 publiqué en San Luis Potosí, bajo el Perfil de Estilo, Salmos bajo la luna (poemas paralelísticos). En 1954 publiqué, también en San Luis Potosí, los libros de poesía Meditaciones a la orilla del sueño y Perfil de soledades, estos dos últimos en verso libre.
En ese año, 1954, fui a radicar a la ciudad de México, decidida a dedicarme al oficio de las letras. En el primer año de mi arribo volví a tener serias complicaciones de salud, a tal punto que creí que el final había llegado. Afortunadamente no fue así y logré recuperarme como jamás lo hubiera pensado ni esperado. A partir de esta fecha se cortó mi fatídico destino.
Aquí en México rectifiqué mi camino. Volviendo al punto de partida, tomé la decisión de hacer cuentos para los demás y guardar para mí la poesía, la que hago y me digo a solas. Así fue como volví a hacer cuentos después de tantos años.
Había yo tenido la suerte de conocer en San Luis Potosí a don Alfonso Reyes. Al llegar a México me acogió con la generosidad que lo caracterizaba y fue para mí el Virgilio que de la mano me llevó a través de los círculos literarios. También de la mano me llevó, cuando supo de mis terrores nocturnos, con su amigo Federico Pascual del Roncal, eminente psiquiatra español, quien fue otro Virgilio que me libró del pánico a la oscuridad y a sus espectrales moradores.
Durante tres años fui secretaria de don Alfonso. A su lado, en la Capilla Alfonsina, aprendí muchas cosas que han sido fundamentales para mi oficio. Aprendí a ser libre y no guiada por algún grupo o círculo literario; a no tener más compromiso que conmigo misma y la literatura; también aprendí que la prosa es una disciplina ineludible y comencé a practicarla como mero ejercicio. Volví otra vez a hacer cuentos, cuentos que don Alfonso quiso que fueran publicados en la Revista Mexicana de Literatura, la Revista de la Universidad de México, Estaciones, Cuadernos de Bellas Artes y Summa, de don Arturo Rivas Sáinz.
En 1958 me casé con el pintor zacatecano Pedro Coronel y fue don Alfonso Reyes quien me entregó con él, en el altar mayor del templo de San Agustín. En ese mismo año nació nuestra hija Luisa Jaina y dejé de trabajar con don Alfonso Reyes. En 1959 nació Juana Lorenza y el Fondo de Cultura Económica publicó mi primer libro de cuentos, Tiempo destrozado, en la colección Letras Mexicanas. En 1964 me divorcié, y la misma editorial y en la misma colección publicó mi segundo libro de cuentos, Música concreta.
Mi temática es limitada, pues se reduce a mis preocupaciones fundamentales frente a la vida: amor, locura y muerte. Mi meta es siempre el hombre, su incógnita, lo que hay en él de vida, de gozo, de sufrimiento, preocupación y desesperación.
Algunos críticos han comentado con cierta malicia mi tendencia o predilección por la enajenación mental. Yo quiero explicarles ahora, que al tocar el tema de la locura no lo hago por moda, pose, ni mucho menos elección, de igual manera que no se elige nacer hombre, mujer o pájaro. Yo sencillamente hablo del clima que me tocó habitar y observar, de la atmósfera en que he vivido y padecido siempre. Quiero y puedo confesar que nunca he conocido el equlibrio ni la cordura, nací y he vivido en el clima del absurdo y del desencantamiento, por eso mis personajes siempre van o vienen de ahí.
No creo en la literatura hecha a base de la inteligencia pura o la sola imaginación, yo creo en la literatura vivencial, ya que esto, la vivencia, es lo que comunica a la obra la clara sensación de lo conocido, de lo ya vivido, la que hace que la obra perdure en la memoria y en el sentimiento, lo cual constituye su más exacta belleza y su fuerza interior.
También hablo siempre de la muerte que fue una presencia constante durante muchos años de mi vida y sigue siendo una incógnita inexplicable, angustiosa y terrible que no logro entender, y hablo también del amor, lo mejor que la vida puede dar y me ha dado.
En 1966 obtuve la beca para cuento en el Centro Mexicano de Escritores y tuve la fortuna de que en ese tiempo fuera don Francisco Monterde, académico de la lengua, el presidente del centro y el director del grupo de becarios. Además, Juan Rulfo y Juan José Arreola fueron los coordinadores de las sesiones. Durante ese año, gracias a la beca escribí la mayor parte de los cuentos de Árboles petrificados, que publicó, hasta 1977, la editorial Joaquín Mortiz en la colección Nueva Narrativa Hispánica. Este libro mereció el Premio Xavier Villaurrutia correspondiente a ese año.
Del año 1978 al año 1982 fui secretaria de la Asociación de Escritores de México A. C., donde por varios años impartí el taller de cuento. Desempeñé, además, el puesto de tesorera del Pen Club de México por tres periodos. Impartí talleres de cuento para el Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, así como talleres de narrativa, independientes y particulares.
He obtenido varios premios y reconocimientos: primer premio (medalla de oro) con el poema “Salmo de la Ciudad Transparente” en el Primer Certamen Literario “El Héroe de Nacozari” en San Luis Potosí; mención honorífica con el poema “Frente al mar” en los juegos Florales “Ramón López Velarde” en Zacatecas en el año 1952; primer premio (rosa de oro), segundo tema cuento, en los Primeros Juegos Florales de la Universidad Juárez en Durango en 1976; medalla (al mérito literario) Pedro Domecq en Guadalajara en 1971; medalla (al mérito literario) otorgada por el H. Ayuntamiento de Guadalajara en 1979; medalla (conmemorativa de la Fundación de Zacatecas) “Zacatecas 450” en 1996; homenaje de una semana en varios lugares del estado de México, organizado por el Instituto Mexiquense de Cultura en 1997; homenaje a nivel nacional por el Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes por la obra y mis setenta años en 1998; homenaje del Gobierno del estado de Zacatecas y el Instituto Zacatecano de Cultura “Ramón López Velarde” en Zacatecas en 2002.
La literatura me ha dado muchas satisfacciones y estímulos gratificantes: invitaciones para asistir a congresos o para leer cuentos -dentro y fuera del país-, distinciones, condecoraciones, premios inesperados y homenajes. Debo decir que la crítica ha sido siempre conmigo sumamente generosa.
He tenido una vida complicada y difícil, la cual me ha impedido escribir más, como hubiera sido mi deseo. La literatura ha sido para mí como una larga y terca pasión amorosa hacia la que, lo he confesado siempre, he sido una amante inconstante, mas no infiel. Siempre que la vida me lo permite, regreso a ella.
Amparo Dávila es la polígrafa de todas las generaciones; a todos nos deslumbra, no importa la edad que tengamos cuando la leemos, pero principalmente fascina a los adolescentes, a los jóvenes, y eso, en palabras de su hija Jaina Coronel Dávila, alegró siempre el corazón literario de Amparo Dávila.
Por lo tanto, no dejen de leerla, el Fondo de Cultura Económica (FCE) ha reeditado recientemente sus cuentos y su poesía completos. ¡Sean bienvenidos al mundo extraordinario de Amparo Dávila! Las sorpresas son enormes y la retribución mayor.
Nota:
1 Este texto fue leído dentro del ciclo “Los narradores ante el público”, organizado por el Departamento de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes, en la Sala Manuel M. Ponce, el 19 de agosto de 1965. Aquí se recoge dicha versión publicada por la editorial Joaquín Mortiz en 1966, así como la actualización que realizó Amparo Dávila y que apareció en la revista Barca de palabras bajo el título, “Apuntes para un ensayo autobiográfico”, en 2005.