Porque la sombra de los malignos es espesa y amarga
y hay miedo en los ojos y nadie habla
y nadie escribe y nadie quiere saber nada de nada,
porque el plomo de la mentira cae, hirviendo,
sobre el cuerpo del pueblo perseguido.
Porque hay engaño y miseria
y el territorio es un áspero edén de muerte cuartelaria.
Porque al granadero lo visten
de azul de funeraria y lo arrojan
lleno de asco y alcohol
contra el maestro, el petrolero, el ferroviario,
y así mutilan la esperanza
y le cortan el corazón y la palabra al hombre—
– Efraín Huerta
La historia enseña, ilustra y libera, muestra caminos que mejor sería no volver a caminar. A partir de esos caminos se pueden emprender otros que conduzcan a la felicidad del pueblo. Pero la felicidad de los pobres tiene sus enemigos, poderosos, a menudo ocultos, que es necesario descubrir y acusar. Esos enemigos son los culpables de la tragedia ocurrida en Iguala contra los jóvenes estudiantes de Ayotzinapa. La historia crítica vuelve a los hombres desconfiados de las fuerzas malignas que en todo momento vigilan sus anhelos. Vigilar, controlar, castigar y someter han sido la consigna de los autoritarios y perversos personajes de la historia nacional. Pero los jóvenes no quieren la esclavitud sino la libertad para llegar a ser ellos mismos y existir en su plenitud, tener lo necesario para vivir y ser felices, que es el mismo anhelo del pueblo trabajador. La verdad está en la historia de los días –de estos y de aquellos, lejanos– que los poderosos mantienen oculta en los archivos oscuros de sus oficinas y cuarteles. De ahí que no quieran la historia ni la filosofía en las escuelas, porque son herramientas que transforman el pensamiento en la acción de los sujetos que hacen uso de ellas con toda la seriedad del mundo. Por eso su afán de desterrarlas del aula, de ahí su interés en defender una historia que huele a sangre y luego a olvido, a impunidad.
¿Quiénes serán los culpables de la tragedia cotidiana, como la sufrida por los estudiantes de Ayotzinapa? Es decir, los culpables de la desgracia, pero también los culpables del silencio y de la cobardía por no mirar de frente a la verdad y actuar en consecuencia. Lo sucedido a los muchachos de Ayotzinapa es la pesadilla que solamente la viven los hijos de los pobres y nunca los vástagos de los burgueses, los consorcios de banqueros y empresarios del poder en México, los ricos nativos que no están entre nosotros, pero que nos dominan desde sus escritorios en los edificios más altos de las naciones del primer mundo. Los hijos de estos hombres gozan de los lujos que el dinero sucio les proporciona en cada una de sus paradisíacas noches.
¿Qué fue lo que realmente asesinó a esos jóvenes?, ¿el gobierno y su sistema facineroso?, ¿los hampones de la criminalidad?, ¿la injusticia que prevalece en el país desde tiempos lejanos casi inmemoriales?, ¿la intolerancia, el autoritarismo, la brutalidad a cargo de los herederos de los genocidas del pasado y del presente mexicano en Acteal, Atenco, Aguas Blancas, Ciudad Juárez, Tlatlaya, Iguala, y otros tantos Tlatelolcos esparcidos como la misma sangre en todo el territorio nacional?, ¿Quiénes?, ¿los asesinos a sueldo que no dan el rostro para no ser reconocida en su mirada la malignidad ante el terror del pueblo por tanta muerte?, ¿el hambre, el desempleo, la miseria, la desesperación, la impotencia? Lo cierto es que los jóvenes estudiantes fueron las víctimas de ese infortunio. Ellos sólo querían ser escuchados, ir a donde su conciencia y sus principios les habían dictado, a donde tenían que estar, como se ha hecho desde que la historia vio nacer a Ayotzinapa y todas las demás Normales rurales del país y que el gobierno se ha empeñado en desaparecer a base de cualquier mecanismo de exterminación. Hijos de pobres, seres por quienes la utopía sigue su curso en su búsqueda de un mejor destino. Querían ser maestros, ir a sus escuelas día a día para educar a los niños y jóvenes, transformar el aula, la comunidad, sumarse a la gente, entender sus necesidades, buscar el cambio requerido. Pero sus pasos eran vigilados por el sistema despótico, sus esperanzas amenazadas por el fuego destructor, y su futuro fue truncado por la muerte más terrible. Porque las fuerzas criminales les temen a los jóvenes de este país que se deciden a tener sueños que luego comparten entre los demás. Para los poderosos esos jóvenes son sus mayores enemigos porque poseen el conocimiento, la valentía y la voluntad para desafiar las estructuras del poder que se han corrompido hasta llegar a la inmundicia y la repugnancia. Los jóvenes representan el presente y el futuro de una nación, simbolizan la rebeldía inteligente para cambiar las situaciones adversas por aquellas que buscan el bienestar en el mundo. En cambio, los personajes opulentos encarnan el pasado más aterrador, pretenden la inalterabilidad de las condiciones que les favorezca mientras estén en el poder para eternizar sus privilegios.

¿Y quiénes son los estudiantes de las Escuelas Normales Rurales?, ¿de qué viven y cómo viven? Esos jóvenes son hijos de familias humildes del campo y de la ciudad, hijos de campesinos y de otros trabajos humildes y dignos como los demás oficios de la gente honrada. Viven en sus escuelas porque ahí se educan, fraguan sus sueños y sus utopías. Son los futuros maestros de las comunidades más pobres del país. Ahí estudian la filosofía que los arma y libera, los orienta y logra situarlos en dimensiones que les permite ser los críticos del sistema, los que deliberan y proponen una patria nueva para todos. Ahí forman su pensamiento y su palabra que acusan a la realidad que descubren estar en contra de sus anhelos. Todos los días estudian, danzan, cantan, dibujan, se entristecen por estar lejos de sus pueblos de origen y de sus familias, y son al mismo tiempo felices porque serán los profesores de los niños y jóvenes de su país. Todo su tiempo en la escuela es parte fundamental de su existencia de la cual nunca reniegan. Por el contrario, viven por el resto de sus vidas fervorosamente agradecidos con esa historia personal y colectiva en su sangre de lucha. Están orgullosos de su Escuela Normal porque les ha dado la identidad de seres inteligentes, buenos y valientes, lo cual demuestran en su práctica cotidiana en todo sitio que se presentan como verdaderos hombres. Son los maestros que accionan pensando con el corazón y las manos en su camino hacia la escuelita para unirse con sus niños, sus padres y la gente sencilla del campo.
La tragedia de Ayotzinapa se traduce en la noche de Iguala que vuelve a ser el septiembre sombrío de Guerrero, de México y del mundo. La represión, los crímenes de Estado, la negligencia y la subsecuente impunidad de la justicia mexicana. La culpabilidad y la complicidad entre los protagonistas de los poderes oscuros. Los jóvenes perseguidos, torturados, muertos, heridos y desaparecidos. Los gobiernos en manos perversas. México, territorio de alta peligrosidad para la juventud, donde son llamados “vándalos” a quienes luchan por la dignidad humana, y “mugrosos” a los campesinos pobres de la tierra que ya no es suya: los unos, futuros maestros, de vida resplandeciente, forjadores de la esperanza de cambiar este país que huele a pobreza y desamparo, a marginación y olvido, a nostalgia y soledad, donde hay mucho sufrimiento, agonía y muerte; y los otros, hombres que nacieron pobres y lo serán de por vida porque así lo ha designado el sistema de los opulentos y opresores.
El problema es que los planes del gobierno no contemplan los intereses del pueblo, ni de los estudiantes, ni de los maestros. Como todo el mundo, el joven desea estudiar, trabajar, vivir en libertad. Al maestro normalista le interesa enseñar lo que realmente es valioso para los estudiantes, enseñarles a vivir, a ser útiles en la sociedad, a ser trabajadores que defiendan los intereses del pueblo pobre y que no permitan la injusticia en donde hagan acto de presencia.
Después de la Revolución del siglo pasado, en su etapa más sangrienta, se insistió en que las armas no fueran la solución ante la inconformidad social, sino el diálogo y el acuerdo, así como la de proporcionar lo necesario para asegurar en la sociedad una existencia digna. Pero eso no fue lo que hicieron, ni es lo que han hecho los poderosos del presente, vasallos del capital extranjero. Por eso, mientras haya injusticia en cualquier ámbito de la sociedad, habrá inquietudes y anhelos de cambio y de transformación. Será un derecho inalienable exigir soluciones a los problemas de los explotados. Habrá esperanza por una sociedad libre, justa, igualitaria y decorosa para el pueblo. Habrá marcha, mitin, agitación y revolución. La utopía fue creada y dada al servicio de la lucha bien intencionada, para la búsqueda permanente de la felicidad. La movilización no surge por pretensiones superficiales o ingenuas, por ocurrencias o por exceso de ocio entre los rebeldes, sino por causas de fondo que obedecen, entre otros factores, a tradiciones históricas de lucha a cargo de las clases explotadas que buscan la transformación de las condiciones de vida y de trabajo adversas, y deciden consagrar sus vidas a la lucha por lograr el bienestar de los suyos y de la sociedad entera. Toda lucha justa enfoca su inteligencia y su fuerza colectiva a desterrar los males del sistema, donde son el pan de cada día la desigualdad, la explotación, el despotismo (versus democracia) y la falta de diálogo, como es el caso de los jóvenes de Ayotzinapa que no fueron atendidos ni apoyados esencialmente en sus justas demandas.

Ahora la exigencia generalizada del pueblo consciente de: “¡Vivos se los llevaron, vivos los queremos!” debe convertirse en una rotunda exigencia al Estado mexicano de un cese inmediato a la persecución, la desaparición, la tortura y la muerte de los luchadores sociales. No más injusticias para los pobres de este país, de esta tierra de Hidalgo, Morelos, Juárez, Ocampo, Zapata, Villa, Cárdenas, Múgica, Lucio y Genaro, y otros tantos más que han dado sus vidas por la justicia, la libertad y la felicidad de los pueblos, y que el sistema opresor pretende desterrar de la memoria del pueblo para su total indefensión.
*Texto escrito a escasos días del atroz suceso en Iguala, Guerrero, y publicado el jueves 16 de octubre de 2014, por el diario Cambio de Michoacán.