MI ABUELA MACEDONIA
Para mi hermana
De cuando entraban
al río tiburones y toninas
es esta historia acerca
de los últimos años de mi abuela,
postrada en su cama casi todo el tiempo,
y platicando a ratos
(si dejaban de asirla
las tenazas del cáncer),
o muda, reclinada sobre grandes
almohadones blancos
con las fundas bordadas
antaño de su mano.
La veo ahora
acomodándose (al tanteo
de sus huecas mandíbulas
y de su lengua obsesa)
una postiza dentadura,
meneando sus músculos faciales
y masticando en falso los nervios y tendones
de su pena medidos en segundos.
Luego, un crujido brusco
y una mueca de alivio:
“la placa” había vuelto
por fin a su lugar,
y el decoro a su semblante.
Por la tarde sus ojos
permanecían fijos, arrobados
por las aguas del río Pantepec,
que transportaba entonces
hachazos de crepúsculo
-ya entonces cuajarones
color violeta de genciana-,
retazos del rastro ribereño
y las primeras manchas de petróleo
flotando como sucias aguamalas
enfrente de la Sharmex,
una refinería.
Aunque fuera de noche
mi abuela no dejaba
que bajaran las persianas de su pieza.
“Nada más quiero por pantalla
la vidriera que mira al río que es mi vida.
Retiren de mi vista ese ocioso aparato.”
Otras veces decía: “Ahora, con el ocaso,
comienza lo que atiendo en sus detalles;
el cielo se encapota si lo cruzan
parvadas de pericos,
¡qué argüende de compadres,
todos endomingados.
como si el mundo fuera para siempre.
Luego cae la noche con el último bando,
el de tupida sombra;
y queda titilando en la Capitanía,
allá en la lontananza, una luz vigilante.
Ésa me basta: tampoco yo quiero
que la muerte me tome por asalto.
Cuando llegue mi hora
quiero verla a los ojos
(y al cielo más profundo)
con la última brasa crepitante de los míos…”
FUTBOLÍSTICA
Jugábamos fútbol en un campo de la barra,
lleno de arena y de hoyos de cangrejo.
Jugábamos también en vacaciones
a volar el balón
por arriba del muro de tu casa
-y hasta el roñoso borde de piedra trepábamos.
A gritos te pedíamos la bola
y tú salías al patio
en pantalones cortos
y te esmerabas en hacerla
sobrepasar la barda.
Bajo la blusa de satén rosado
a cada instante
a cada salto
oscilaban tus pechos formidables.
Y desde el borde de la barda,
aguardando en lo alto,
sentíamos que un vértigo salvaje
nos despeñaba -suicidas guardametas-
sobre el doble rebote de tus pechos.
También, en lo profundo,
el piso de cemento gris rata
se antojaba asaz cálido y muy suave.