A bordo del America Maru José Juan Tablada arribó a San Francisco procedente de Yokohama y sus ojos no vieron ya el Golden Gate con sus rojas torres metálicas anunciando el triunfo de la técnica sobre el ser humano. No, sus ojos gravitaron hacia las carretas jaladas por caballos de la calle Market; a las solapas de los vendedores ambulantes, repletas de baratijas; a los corsés apretados de mujeres con siluetas en forma de “S”.

El capitalismo triunfante de la burguesía norteamericana ya no consolaba sus ánimos poéticos. Ese ojo rebelde, acostumbrado a la estética objetivista de la Academia de San Carlos había dejado de ser, de un soplo, el ojo ramplón de un habitante de la América colonizada y daba a luz, desde sus entrañas, al poeta del haiku y de la lluvia, al cantante enamorado que descubre los paisajes y las artes aplicadas de su propio continente; los matices y sonidos de una patria nunca antes escuchada.

Utagawa Kunisada. Escena 5 de la serie Los ocho aspectos de Buda en imitaciones contemporáneas, 1860. Poster de la exposición Pasajero 21. El Japón de Tablada, Museo del Palacio de Bellas Artes, CDMX, 23 julio-13 octubre 2019.

Dicha postura no era original de Tablada: la habían trazado ya otros admiradores del Japón imperial, Pierre Loti y Edmond Goncourt entre ellos. De la misma manera, la sensibilidad de los pintores europeos, como Van Gogh o Monet, quedó trastocada por la imperfección mística de los grabados ukiyo-e, con la sensualidad de una mujer en kimono de mirada ausente, dejándose penetrar por el rocío de la noche; por los libros de Hokusai manga, de colores simples, en los que apenas se adivina el contorno de un dragón cruzando el cielo con ojos de fuego; por las guías ilustradas meisho, que evocan el Monte Fuji desde treinta y seis ángulos distintos, o las vistas cotidianas de puentes y callejones del viejo Edo; así como las tintas japonesas sumi-e, simples trazos de carbón sobre el papel que, a pesar de romper todas las reglas de la proporción y de la línea, resultaban fascinantes.

Así, un nuevo mundo estético y filosófico se abrió ante sus ojos y se convirtió en Europa, y luego en México gracias a Tablada, en símbolo de la modernidad.

Estampas de Kitagawa Utamaro (1753-1806)

¿Qué pasaba en Oriente, que permitía a los artistas re-imaginar su mundo de modos tan originales?

Toyo Sesshu, por ejemplo, sin querer retrataba el espíritu Shinto en las rocas que los transeúntes pasaban en su camino cotidiano, asignando un valor especial a la casualidad del mundo. Utamaro, libre de complejos religiosos, se atrevió a pintar cándidas caricaturas del acto sexual, y quizás fue pionero de la pornografía; la famosa Ola de Kamakura de Hokusai, en apenas tres colores, capturaba el instante en que un navegante en su barcaza de madera se abandonaba a la furia de una tormenta. No lo sabemos, pero resulta curioso que dichas formas cómicas, monstruosas y simples fueran propias de tiempos tan remotos como el periodo Heian, y que aun así resultaran para Tablada en sinónimos de algo moderno.

¿Bajo qué vuelco de la imaginación fue eso posible?  

“Tablada dio libertad a la imagen y la rescató del poema con argumento, en el que se ahogaba, atreviéndose a ver con ojos limpios la naturaleza, sin convertirla en símbolo o en decoración” nos dijo Octavio Paz. Pero lo mismo hizo con las artes plásticas, un área no muy estudiada hasta ahora, de la cual la exposición Pasajero 21. El Japón de Tablada, bajo la curaduría de Amaury A. García Rodríguez, da fiel testimonio. Para Tablada, la influencia de los artistas japoneses era el bálsamo que sensibilizaría a los pintores mexicanos a la voz de su propia estética interior y el antídoto para renunciar al colonialismo incrustado en nuestra educación racionalista.

James Tissot, Retrato del príncipe Tokugawa Akitake (1868)

Si cada artista se atreviera a pintar con su propia visión del mundo, pensó Tablada, irían surgiendo poco a poco los símbolos de una estética nacional.

En palabras de José Clemente Orozco:

“En todas las telas aparecía poco a poco, como una aurora, el paisaje mexicano y las formas y los colores que nos eran familiares. Primer paso, tímido todavía, hacia una liberación de la tiranía extranjera…”

No deja de sorprender que dicha postura liberal viniera de un escritor nostálgico del porfirismo, antimaderista y colaborador de Victoriano Huerta en aquel breve interludio que terminó con su huida a Nueva York en 1914. Lo que es indudable es su habilidad para reconocer este carácter especial de los artistas japoneses de alejarse del racionalismo y dejarse guiar por la intuición y la fascinación del mundo personal: una libertad poco conocida para la tradición judeo-cristiana. Mientras Occidente se enredaba en el sueño de la razón, Oriente observaba, intuía y avanzaba a pasos lentos sin renegar de su fragilidad ante el mundo.

Algo de esta actitud humilde y trabajadora tuvo que haberse filtrado en la conciencia de los mexicanos al llegarles recuentos, dibujos y fotografías de los objetos que Japón ponía a concursar en la Exposición Universal de Paris de 1867. Las cajitas de laca de catorce capas de los artesanos de Nagano; los biombos de seis hojas de Ogata Korin cubiertos de oro de Kanazawa; las fibras de kozo convertidas en papel washi con que los papeleros de Fukui torcían la luz al interior de las habitaciones; las espadas de acero laminadas con sus tsubas decoradas. Todo esto habrá servido para estimular la imaginación de los futuros artistas del impresionismo, el Art Nouveau y el simbolismo.

En aquella ocasión el artista James Tissot conoció al Príncipe Tokugawa Akitake, hermano del último shogún, y fue su tutor en el taller de pintura. Unos meses después, Japón puso fin a 230 años de aislamiento del Periodo Edo y el príncipe nunca llegó a gobernar, pero su retrato en acuarela, conservado en un rollo kakejiku de seda, captura este momento crucial en la historia de Japón cuando se cerró un ciclo político, pero comenzó otro de mayor influencia en el mundo, a través de las artes.

Mientras Tablada se empapaba de los símbolos de Oriente, en Guadalajara se preparaban cuatro prometedores artistas bajo la paleta del brasileño Felix Bernardelli, quien los educó en el uso subjetivo de la luz y del color. Jorge Enciso, Roberto Montenegro, Rafael Ponce de León y Gerardo Murillo (el Dr. Atl), fueron descubiertos e impulsados por Tablada, primero en México y luego desde Nueva York, como punta de lanza para la expansión del japonismo. Se reunían periódicamente en su casona de Coyoacán, revisaban libros de postales y estampas japonesas; practicaban la acuarela y la pintura al aire libre, usaban a ancianos y personas no precisamente bellas como modelos. Caricaturistas, como Julio Ruelas y diseñadores como José Torres Palomar también participaron en esta corriente que, entre otras cosas, impulsó a las artes aplicadas a la categoría de artes modernas.

En su Historia del Arte en México Tablada las pone por primera vez en una misma categoría, abonando el terreno para el florecimiento posterior de las artes populares.

Diego Rivera, Naturaleza muerta con estampa japonesa, 1909.

“De Jorge Enciso… puede decirse que descubrió la noche mexicana azul, y fue el primero en discernir un tesoro de armonías de color que dormían en los polvosos pueblos o en los campos a media luz”, escribió Tablada. Además de los ya mencionados, también participaron en esta anhelada transformación del arte mexicano Alfredo Ramos Martínez, Miguel Covarrubias y Ángel Zárraga. Todos ellos aportaron –como en su momento lo hicieron Kitagawa Utamaro, Utagawa Hiroshigue y Katsuhika Hokusai– un gran elemento personal a la construcción de la realidad social, gracias precisamente al tamiz de su conciencia poética.

Katsuhika Hokusai, La gran ola de Kanagawa, grabado en madera, (1830-33)

Mucho se ha hablado sobre la veracidad del viaje de Tablada a Japón y la incredulidad de sus compañeros de la Revista Moderna, quienes aseguraban que sólo había llegado hasta San Francisco. Poco le habrán importado al poeta estas injurias cuando, desde los Jardines del Bluff en Yokohama, se habría extasiado de impresiones de arte al grado de necesitar, como escribió en El País del Sol, de varios años de labor benedictina para procesarlas.

Más tarde, en su casa de Coyoacán, pondría flores de temporada en el tokonoma, serviría té verde importado al estilo ceremonial e impresionaría a sus huéspedes con órdenes en japonés pronunciadas a su criado, Yamada, tan mediocres como las réplicas de grabados de Sharaku que colgaban de un biombo en su oficina, o aquella obra de Toyo Sesshu que decía tener en original y no era sino una copia facsimilar pegada al friso de su sala. Si bien persisten todavía varios misterios sobre su vida personal, incluida la pérdida del manuscrito de La Nao de China, por lo menos ahora que Martin Camps ha encontrado la boleta de migración con el número 21 en su registro de entrada a San Francisco el 22 de diciembre de 1900, la duda sobre su viaje a Japón ha quedado despejada.

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El autor agradece al Dr. Amaury A. García Rodríguez, Director del Centro de Estudios de Asia y África del Colegio de México, por la entrevista concedida a Praxis, así como la invitación al Coloquio José Juan Tablada, explorando su legado múltiple en El Colegio de México el 8 de octubre 2019, donde participaron Rodolfo Mata, responsable del Archivo José Juan Tablada en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM (tablada.unam.mx); Luis Rius Caso, investigador de artes plásticas del INBAL (CENIDIAP) y Miguel Fernández Félix, Director del Museo del Palacio de Bellas Artes.

[1] José Clemente Orozco, Autobiografía, México: Ediciones Era, 1999, p. 22, en Luis Rius Caso, Hiroshigué. Una palanca del futuro del arte mexicano, en Instituto Nacional de Bellas Artes, Pasajero 21. El Japón de Tablada [catálogo de exposición], 1a ed., 2019, p. 121.

[2] En el Archivo General de la Nación está su nombramiento como profesor de Arte Oriental de San Carlos, lo cual es un cargo oficial, pero no se sabe si lo ejerció.

[3] Ricard Bru (comisario), Japonismo. La fascinación por el arte japonés, Barcelona: Obra Social La Caixa (catálogo de exposición), 2013, p. 43.

[4] José Juan Tablada, Hiroshigué, el pintor de la nieve y de la lluvia, de la noche y de la luna, México s.p.i., 1914, p. 75 cit. por Luis Rius Caso, op. cit, p. 132

[5] La obra Naturaleza muerta con estampa japonesa, que Diego Rivera pinta en París en 1909, es reveladora en este sentido, pues inserta la Ola de Kamakura de Hokusai en un ejercicio típico de la acadaemia, poniendo en contraste el estilo japonés con el europeo (colección Roberto Shapiro), cit. por Luis Rius Caso, op. cit., p. 128.

[6] José Juan Tablada, “La pintura mexicana contemporánea” en Adriana Sandoval (ed.), José Juan Tablada. Obras completas VI. Arte y artistas, Nueva Biblioteca Mexicana, 144, México: Centro de Estudios Literarios, Instituto de Investigaciones Filológicas (UNAM), 2000, p. 318 cit. por Luis Rius Caso, op. cit., p. 128.

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(CDMX, 1974) Escritor y diplomático con raíces en Tuxpan, Veracruz. Director Editorial de la Revista Praxis: Cultura y Medio Ambiente. Internacionalista por El Colegio de México y Maestro en Ciencias Políticas por The New School, fue Titular de Desarrollo Cultural del IMSS; Agregado Cultural de la Embajada de México en Japón en dos ocasiones; y Jefe de Prensa de la Misión Permanente de México ante la ONU. Es autor de Los Japoneses en Morelos: Testimonios de una Amistad (Fondo Editorial del Estado de Morelos, 2018) y coordinador de la edición bilingüe del Popol Vuh español-japonés (Fondo de Cultura Económica, 2016). Ganó el Concurso Nacional de Oratoria en Japonés 1994.