El orientalismo se define como la fascinación por el Oriente, es decir, por el mundo musulmán histórico en contraposición a Europa, un territorio que se extendía desde Andalucía hasta la India y la frontera con China. Sin duda, el orientalismo es una creación del imaginario europeo del siglo XVIII, que surge como nostalgia e idealización de un mundo medieval en peligro de extinción ante el avance inexorable de la modernidad. Es también una proyección del subconsciente reprimido europeo y cristiano, que se fascina ante la estética del velo, donde hay mucho de erotismo y sensualidad ocultos.
Pero también hay una genuina admiración por esa civilización de exuberancia oriental, de arquitectura mágica y de ensueño, de jardines paradisiacos, de almohadones y divanes; taraceados y diseños de arabescos, damasquinados, turbantes, babuchas, cimitarras y velos de tisú. El orientalismo llega de la mano de Las Mil y Una Noches a Francia: un maltrecho manuscrito árabe original del siglo XIV adquirido por un anticuario francés en un bazar de Damasco. Vertidas a las lenguas europeas, de inmediato cautivan a las cortes y los salones barrocos hasta llegar a nuestros días en mil y un ediciones disímbolas.
La novela Memorias del último califa de Bagdad o las veintiséis y una noches, publicada en España por Editorial Vaso Roto, surge de un lujoso, pero desconocido, manuscrito árabe del siglo XVI que había sido comprado como regalo de cumpleaños para el temible dictador Saddam Hussein en un bazar de Estambul. Con la invasión estadounidense a Irak en 2003, el manuscrito quedó olvidado en el palacio del tirano, convertido en cuartel general de los americanos y sus aliados británicos. Allí, un informático de Pensilvania reclutado por el ejército estadounidense lo encontró entre los escombros de su habitación y, lleno de curiosidad, le pidió a un esquivo intérprete iraquí que se lo tradujera y leyera. Se reunieron, de manera casual, un total de veintiséis noches.
Recordemos que las bombas inteligentes de los aliados habían destruido, entre otras cosas, la central eléctrica de Bagdad y la ciudad quedó sumida en tinieblas, así que no había mucho en qué entretenerse sin electricidad ni internet. Esto abrió una pausa en el encierro de los protagonistas, una distorsión en el tiempo que los hizo retroceder a la edad de las velas y las lámparas de aceite.
Los dos protagonistas representan en sí mismos al conquistador y al conquistado, pero también al enfrentamiento del mundo occidental contra ese oriente misterioso y a la vez temido y odiado. Cada noche que logran reunirse a la luz de una vieja lámpara de aceite de tipo Aladino, los dos amigos/enemigos van develando las historias del manuscrito dictadas en un árabe clásico y refinado por el ultimo califa, último descendiente legítimo de la familia del Profeta.
Se establece entre ellos una complicidad, una dinámica similar a la dupla del rey persa Shahriar y su Shehrezada, quien cada noche cuenta una historia y así nos va tejiendo Las Mil y Una Noches originales. En esta novela hay sólo ocho episodios, cada uno dedicado a uno de los ilustres antecesores de ese califa que nos recrea sus vidas aventuradas: su abuelo, bisabuelo, tatarabuelo etc. El más remoto y trágico de ellos es el califa Al Mustasim, que en 1258 perdió Bagdad a manos de los bárbaros mongoles invasores.
Ahí se establece otro paralelismo con la actualidad porque los mongoles no sólo destruyen, sino que humillan la Ciudad de la Paz, el corazón del Islam, como los americanos la han invadido y humillado. Es prácticamente un acto de violación, rape, seria el término más contundente del inglés.
Y aunque en 1258 había caído mucho más que la capital del Islam —Bagdad equivalía a nuestra Santa Sede—, los mongoles no lograron su propósito de exterminar la dinastía del Profeta, porque uno de los sobrinos de aquel califa logró huir y perpetuar así la estirpe, restaurando por tres siglos más el califato en el exilio, en El Cairo. A partir de ese primer relato, los sucesivos estarán llenos de aventuras, genios malignos, demonios, diablesas, magia y encantamientos, hasta llegar a nuestro narrador, el ultimo califa, Al Mutawakkil III. En 1517 este personaje fue capturado por los turcos otomanos en la conquista de El Cairo y arrastrado como trofeo en su botin de guerra.
De Al-Mutawakil se sabe muy poco, pero terminó sus días como cautivo en el Serrallo de Estambul. Ahí, desde su jaula de oro, dicta estas Memorias con nostalgia por las glorias de sus ancestros, pero consciente de que es el último de una dinastía que ha sobrevivido casi 800 años al frente de la civilización musulmana. A su muerte, el titulo del califato será usurpado sin legitimidad por los turcos otomanos.
Este es otro de los mensajes de la novela, destacar la centralidad de la figura del califa en el Islam, tan importante como la del Papa, sin la cual el mundo musulmán comenzará a perder el rumbo a partir de la muerte de Al-Mutawakil. El califa era a la vez el comandante supremo de los ejércitos en la Guerra Santa y el Comendador de los creyentes, emperador y máximo guía espiritual del Islam. Una vez que se pierde esa figura, la sucesión legitima del Vicario de Dios en la tierra, el mundo musulmán no logrará recuperarse y vivirá en una constante crisis de liderazgo hasta llegar a las dictaduras monstruosas de Saddam Hussein, Mubarak, Kadafi, Bashar Al-Assad y Hafez Al-Assad, en el siglo XX. La invasión occidental de Irak no hizo sino empeorar las cosas. Tras la muerte de los tiranos como Saddam, apareció un anti-califa apocalíptico, equivalente al anticristo, encarnado en el autoproclamado Estado Islamico, el ISIS, ubicado en el norte de Irak y Siria, que paradójicamente se apodaría Al-Bagdadi, destructor de la civilización islámica en total contraposición a los califas históricos como Al-Mutawakil y sus ancestros.
Por eso la novela la describo como neorieintalista, pues este movimiento artístico, literario y académico resurge en los siglos XX y XXI, pero en condiciones muy adversas y casi a contracorriente de las del orientalismo original del siglo XVIII. Hoy la estética del velo se convierte para los occidentales en la estética del terror. Detrás del velo ya no hay una odalisca seductora, sino un terrorista. La civilización del velo pasa a ser la némesis de la civilización occidental; no es más un sueño, sino una pesadilla. A pesar de ello, los dos protagonistas, el iraquí intérprete y el informático americano encuentran terreno común para su amistad, sin importar el ambiente adverso, al redescubrir a través del manuscrito que develan las Memorias, la magia perdida, el perfume evanescente de esa civilización islámica que fue tan admirada por Europa.
En efecto, al menos este conquistador acaba siendo conquistado, seducido, convencido y encantado, como un Lawrence de Arabia reencarnado. Tan es así que renuncia a su encargo militar, se regresa a Pensilvania y se enrola en el departamento de letras de su universidad para publicar Las Memorias del Último Califa, corolario de Las Mil y una Noches y homenaje a una civilización destruida. Pero antes hace un gesto caballeresco muy significativo: al partir de Bagdad deja el preciado manuscrito a su amigo iraquí. Le dice: “esto les pertenece a ti y a tu pueblo; yo me llevo una copia electrónica y no seré como los saqueadores europeos que tantos tesoros se llevaron de Oriente. “
La novela, por supuesto, está cargada de otros simbolismos. Como autor, me disocio en tres figuras: el diplomático —porque la novela comienza con aquella sesión histórica del Consejo de Seguridad de la ONU, en 2003, donde estuve presente y donde se fraguó la invasión de Irak sin el aval de Naciones Unidas ni de México, ni de la mayor parte del mundo.
También asumo la figura del historiador especializado en el Oriente Medio y en su arte y arquitectura. Por eso se encontrarán en la novela numerosas descripciones de ciudades legendarias que entraron en el imaginario orientalista, con sus palacios y mezquitas que he visitado o donde he vivido: El Cairo, Damasco, Jerusalén, Estambul, Samarkanda, e incluso Granada.
Desde luego, varios de los relatos contienen hechos históricos que se mezclan con la fantasía de la mente delirante del califa. La última noche, la número 27, tiene su simbolismo propio. Es la noche del mes de Ramadán, en la que el Profeta recibió la primera revelación del Corán. También es la noche en que ascendió místicamente a visitar los Paraísos y en la que el protagonista ascendió al cielo, pero en un avión militar para huir de Irak y de la guerra, y volver a su patria sólo con el manuscrito y sus memorias.