Mitos y verdades sobre Alfonsina y el mar

Lo malo de la realidad es que es poco poética.

La tarde del 17 noviembre de 1975 me encontraba en Mar del Plata, puerto situado a cuatrocientos kilómetros al sureste de Buenos Aires. Como los argentinos tienen las estaciones al revés que las nuestras, mediaba la primavera para ellos, el otoño para mi y había impertinentes ráfagas de cierzo para todos pues, a pesar de ser un día soleado, nos castigaba un viento frío que provenía de la Antártida, gélido continente que queda, como quien dice, al fondo y a la derecha de donde me hallaba en ese momento.

El viento antártico, deduje entonces, es a Mar del Plata lo que el viento del norte es a Veracruz: algo molesto por inevitable y pegajoso, que te hurta el benéfico oxígeno marino, tan pleno de yodo y sal, y te lo suple con ventoleras de arena y polvo mezclados con micro partículas de porquerías que recoge de aquí y allá.

>>Es lo malo de estar a barlovento<<, dijo uno que, sin ser marino, sabía de alisios.

El día anterior había viajado de México a Buenos Aires en calidad de delegado al Congreso Latinoamericano de Cronistas Deportivos. Pero estando en esa ciudad me informaron que el evento no se llevaría a cabo en la capital federal, ciudad que yo ansiaba conocer a fondo, sino en Mar del Plata, >>que es como el Acapulco de los argentinos<< dijo uno de los anfitriones al notar mi desencanto.

Después de cuatrocientos kilómetros de recorrido en un autobús que debió ser nuevo en época de Eva Perón, descubrí que Mar del Plata era una ciudad sumamente atractiva, aunque sus playas distaban de parecerse a las acapulqueñas. Las diferenciaba, sobre todo, el sufrido color grisáceo de su mar y la temperatura de sus aguas, más próximas al congelamiento que al hervor.

Durante el segundo día de congreso los anfitriones declararon un receso para que asistiéramos al almuerzo campestre que nos ofrecía la municipalidad de Mar del Plata.

Camino al sitio del almuerzo, el autobús que nos transportaba de detuvo frente a una barranca ajardinada cuya empinada ladera caía unos cuarenta metros hacia el mar.

–Allá abajo está la playa de La Perla. La escultura que ven aquí es el homenaje de la ciudad a la gran poeta argentina Alfonsina Storni, que aquí se suicidó el martes 25 de octubre de 1938– dijo el guía, señalando hacia el fondo del barranco con esa seguridad que sólo tienen los que hicieron la tarea.

La escultura consistía en un bajorrelieve labrado en una gran roca rectangular, de más de tres metros de altura, con la alegoría de un cuerpo femenino sin semejanza alguna con la imagen que yo recordaba de Alfonsina. Casi perdido en el extremo inferior izquierdo había una pequeña efigie, esa sí de la poeta, y unos versos de su poema Dolor

Mientras el grupo hacía el recorrido hacia la cima y regresaba al estacionamiento donde nos esperaba el autobús, aproveché para comprar a un vendedor que andaba por ahí un pequeño libro ilustrado sobre la historia del monumento. Una vez a bordo, me enteré de que nuestro destino era el Parque Camet, situado a más de cinco  kilómetros de distancia. Así que me dispuse a leer el libro que había adquirido.

Aquellos fueron los cinco kilómetros más interesantes de mi vida pues caí en cuenta de que la romántica historia sobre la muerte de Alfonsina no era más que una fantasía emulsionada por la letra de Félix Luna y la música del pianista Ariel Ramírez, con caracolas y sirenitas conduciendo, paso a paso sobre la blanda arena, a la pobre de Alfonsina hacia una muerte apacible.

Mientras me alejaba de la playa de La Perla, muy a mi pesar también me fui alejando del drama de Alfonsina; pero no sólo por falso, sino porque, en su afán de idealizarla, sus más excitados apologistas se quedaban cortos. Y a mí, que para entonces ejercía de cronista -oficio que reclama ceñirse con veracidad al tiempo y los hechos-, aquellas falsedades me parecieron poco menos que una blasfemia literaria, porque la pobre Alfonsina sufrió mucho más que lo que la canción describe. Ahora le diré por qué:

Toda Alfonsina

A cuanto argentino se pregunte responderá que Alfonsina era, por supuesto, argentina. Pero lo cierto es que nació en Sala Capriasca, Suiza, población cercana a Lugano, en el cantón del Tesino. Es decir, era suiza-italiana.

A cuanta argentina se pregunte dirá que Alfonsina era bella. No lo era en absoluto. Su aspecto físico correspondía más bien con el de una campesina de la región alpina: rubia, baja, fuerte, de rostro redondo y poco agraciado.

El escultor Luis Perlotti, autor del bajorrelieve que se yergue en su memoria sobre la ladera que conduce a la playa de La Perla, prefirió idealizarla, como ya dije, con la alegoría de una imagen femenina alta y esbelta, cuando Alfonsina era bajita -casi diez centímetros más baja que la poeta chilena Gabriela Mistral, por ejemplo- y con tendencia a engordar. Por eso Perlotti la ocultó, más que exponerla, con una efigie en la parte inferior izquierda de su escultura.

Alfonsina tenía, sin embargo, muchos otros atributos. El principal de ellos era su carácter tesonero. El segundo su vocación irredenta y el tercero su inspiración. Alfonsina fue lo que ahora llamarían “madre soltera”. Pero en 1912, cuando nació su hijo Alejandro, de quien nunca se conoció el nombre del padre, a las mujeres que parían fuera del matrimonio las llamaban de forma menos amable. Eran etiquetadas, sin piedad alguna, de libertinas y desvergonzadas, cuando no de putas.

Desde temprana edad fue una mujer independiente (ahora le llamarían feminista) que aprendió a valerse por sí misma, pues trabajó en lo que fuese, desde camarera hasta vendedora con tal de ganarse el sustento, hasta que por fin consiguió consolidar su vocación de educadora, actividad a la que, junto con la poesía, dedicó el resto de su vida.

Si en la época actual no es fácil conseguir el reconocimiento literario, imaginemos cómo era de difícil hace cien años, cuando Alfonsina comenzó a sobresalir en un mundo dominado por hombres. Y, además, lo hizo con un estilo que se apartó a tiempo de la moda del modernismo para embarcarse, también a tiempo, en el vanguardismo del anti-soneto, o el llamado verso blanco, que decía en prosa lo que muchos esperaban oír en verso.

Soltera, socialmente mal vista, poco agraciada… nada parecía estar a su favor y, sin embargo, logró sobreponerse, con talento y determinación, a todas esas desventajas hasta alcanzar los mayores éxitos literarios, tanto en su país como en el resto de América Latina.

Su carácter la llevó a afiliarse a las agrupaciones y sociedades femeninas más avanzadas de entonces, como el Club Argentino de Mujeres, lo que no le impidió tener algunas amistades y amoríos con personalidades tan complejas como la suya.

Su muerte, por más que esté sublimada, en realidad encierra pocos misterios: Alfonsina había sido diagnosticada de cáncer en 1935. Le habían extirpado un seno y, tras un año de recuperación, los dolores volvieron al grado de resultarle insoportables. Su muerte se dice que fue un suicidio. Tal vez.

Alfonsina era amiga íntima de suicidas consumados, como el joven poeta argentino Francisco López Merino, amigo íntimo de Jorge Luis Borges, quien se quitó la vida en 1928 a la temprana edad de 23 años mediante el inapelable recurso de meterse un balazo en la cabeza.

También fue amiga, y dicen que amante, del escritor uruguayo Horacio Quiroga, quien en 1937 decidió poner fin a su padecimiento de cáncer de próstata al beber una copa de cianuro como si se tratara de vermú Cinzano.

Al enterarse de la muerte de Quiroga, Alfonsina escribió:

Morir como tú, Horacio, en tus cabales,
y así como siempre, en tus cuentos, no está mal;
un rayo a tiempo y se acabó la feria…
Allá dirán.

Adelantar la muerte era algo frecuente en el medio literario suramericano del siglo veinte, de manera que a pocos sorprendió la versión del suicidio de Alfonsina aquel 25 de octubre de 1938, sobre todo porque los sucesos que entonces se conocieron no tenían semejanza alguna con la letra de la canción que Félix Luna y Ariel Ramírez compusieron treinta y un años más tarde.

La crónica de lo que entonces se conoció, fue esta:

Alfonsina había sido tratada, además de cáncer, de depresión, paranoia y ataques nerviosos frecuentes, pernicioso coctel mental que, sumado a la mastectomía que le habían practicado un año antes y al dolor que padecía, terminó por llevársela por delante.

Pero, revisemos los hechos:

Casi lo mismo, pero en bonito

A bordo del autobús que nos llevaba al Parque Camet y con la lectura de aquel pequeño libro, descubrí que Alfonsina no se suicidó en el sitio que marca el monumento frente a la playa de La Perla, sino a cierta distancia de ahí. Exactamente sobre la ya desaparecida escollera del Club Argentino de Mujeres, especie de espigón que penetraba unos doscientos metros en el mar.

La poeta no tuvo ninguna oportunidad de caminar paso a paso por “la blanda arena que lame el mar” hacia su fatal destino, sino que se lanzó, o tal vez resbaló hacia el agua, pues uno de sus zapatos quedó enganchado en un hierro de la escollera. Y ya se sabe: cuando en las escolleras crece la lama marina, el suelo se torna resbaladizo.

En todo caso, no hubo un solo testigo que presenciara el trágico suceso, entre otras cosas porque aconteció aproximadamente a la una de la madrugada con un frío que partía el cutis, y nadie en su sano juicio hubiera escogido una noche de perros como esa para dar un paseo por el gélido litoral.  

¿Qué fue entonces lo que sucedió?

Alfonsina había llegado a Mar del Plata el 18 de octubre de 1938. Se alojó en un hostal, ya desaparecido por cierto, propiedad de su amiga Luisa Orioli de Pizzigarni. En esa casa escribió dos cartas a sus hijo en las que le informaba de los dolores que padecía, y supuestamente escribió su poema póstumo Voy a dormir, oportunamente publicado pocos días más tarde por uno de los principales periódicos de Argentina.

Dientes de flores, cofia de rocío
manos de hierbas, tú, nodriza fina,
tenme prestas las sábanas terrosas
y el edredón de musgos escardados.

La noche del 25 de octubre de 1938 los dolores continuaron. Alfonsina, insomne

y macerada por el cáncer, salió de su habitación, abandonó el hostal sin ser vista, caminó aproximadamente medio kilómetro hacia la Plaza de España, ubicada frente a la playa del Club Argentino de Mujeres, y desapareció.

Su cadáver fue rescatado a la mañana siguiente por un trabajador que vio flotar un cuerpo humano unos doscientos metros mar adentro, se lanzó al agua y lo remolcó hasta la orilla.  El cuerpo hubiera ido a parar a la morgue en calidad de desconocida, de no ser porque el médico legista que le practicó la autopsia admiraba a la poeta y reconoció a Alfonsina.

Tras breve ceremonia luctuosa en Mar del Plata, el cadáver de Alfonsina fue trasladado por tren a Buenos Aires, donde recibió sepultura, primero en el cementerio de La Recoleta y años más tarde en el de Chacarita.

¿Y su monumento?

Bueno, pues su monumento también resultó ser una historia retorcida.

Para empezar, no siempre estuvo en el mismo sitio donde el guía nos lo había mostrado, sino que originalmente fue inaugurado en 1948 en la plazuela de Irizagary, sobre un zócalo de mármol blanco, en la cima de esa barranca y de espaldas al mar. Tampoco era cierto que el monumento fue un homenaje de la municipalidad marplatense a su ilustre suicida, como dijo el guía, sino que había sido esculpido por suscripción popular de la peña literaria del Café Tortoni de Buenos Aires, a la que Alfonsina había pertenecido, para conmemorar el décimo aniversario de su muerte.

Al llegar, finalmente, al Parque Camet, club hípico de postín situado cerca de una arboleda de eucaliptos del Atlántico, me acerqué al guía para reprocharle las inexactitudes que nos había colado sobre el monumento y la muerte de Alfonsina.

–¡Pero che! ¿Vos te sentís Sherlock Holmes? Dejá a la difunta en paz y andá a formarte en la fila que te quedás sin churrasco  –respondió.

Eran casi las tres de la tarde, tenía un hambre canina. Hice caso.

Mientras le metía el diente a un churrasco inconmensurable, comprendí que el guía tenía razón. La historia de caracolas, caballitos de mar y sirenitas que compusieron Luna y Ramírez era mucho mejor que cualquier crónica que expusiera la verdad de los hechos, porque las historias románticas excitan la imaginación y atraen turistas a las ciudades, en tanto que un ahogamiento causado por prosaico resbalón sobre la enlamada escollera marina es, si acaso, nota roja que no sirve ni para inspirar un mal verso.

Si a las muertas hay que dejarlas en donde yacen, a las leyendas hay que dejarlas en donde crecen. Creo.

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(Tuxpan, Ver. 1946) Periodista y narrador. Ha sido director de los diarios El Occidental, El Sol de Guadalajara y Esto; Presidente de Información del Grupo Organización Editorial Mexicana (OEM); Vicepresidente senior y gerente general de operaciones de United Press International (Washington); Director General de Comunicación Social del Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa; y profesor de Diseño de la Información en la Universidad Iberoamericana. Premio Internacional de Periodismo ALADI-Bank of Boston (1985). Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la UNAM. Ha publicado los títulos Pelícano Brown (Grijalbo, 1999); De los Altos (Diana, 1991); La mujer de San Pedro (Diana, 1997), Matar al Manco (Premio Internacional Diana/Novedades, 1992), La Maleta Mexicana (Planeta, 2015) y Sirviendo a México (Gourmand World Cookbook Awards, 2019). Asimismo, fue creador del programa Los niños de la guerra, en la serie Historia de una Foto (Televisión Educativa, 2010) que ganó el Premio Pantalla de Cristal en la categoría de Mejor Guión y Mejor Postproducción.