El caminante sobre el mar de nubes

El arte de Friedrich revela de manera muy especial que el dolor pertenece a la condición humana y muestra un camino para su redención. Su arte no está hecho para alegrarnos, sino para que contactemos con aquello que también forma una parte de nosotros mismos (nuestra tristeza, nuestra melancolía, nuestro dolor) y que nos hace ver a la vida y al mundo de una manera más auténtica y más profunda.

“El pintor no debería de pintar
sólo lo que tiene frente a él,
sino lo que ve en su interior…”

Caspar David Friedrich

-¿Por qué quiere escalar el Everest?
-Porque está ahí.
George Mallory, pionero
del alpinismo.

“El mar es como un tronco en llamas,
siempre fascinante de mirar”

Jack Kerouac

“El caminante sobre el mar de nubes”
Caspar David Friedrich

En el Museo Kunsthalle, de Hamburgo, se encuentra el original de esta icónica pintura. Aunque no conozco la original, he mirado, cientos de veces, algunas copias y fotografías del cuadro. También he alcanzado a reconocer su estructura en fotografías, pinturas, afiches de películas y portadas de libros y revistas. Es el cuadro más reproducido de la historia y uno de los preferidos de muchos diseñadores gráficos en todo el mundo. Es una de las obras más conocidas y representativas del romanticismo alemán y de la cultura occidental.

Al principio, la obra de su autor, Caspar David Friedrich, no fue bien recibida por aquellos que tenían una concepción clásica del arte. Sin embargo, este extraordinario pintor de la tristeza sublime, tuvo cierto éxito en vida (aunque no el que merecía), sobre todo, entre un grupo de conocedores que se sentían atraídos por la cosmovisión del romanticismo panteísta, una mística espiritual protestante que ponía a la naturaleza en el centro de todo y que buscaba en el paisaje la irrefutable manifestación de Dios.

El romanticismo fue un conjunto de ideas acerca de una manera de percibir al mundo y, estas ideas, para bien o para mal, afectaron a muchos aspectos de la vida política, filosófica, social, económica y, por supuesto, artística de la época. Comenzó en el siglo XVIII, como una reacción de la entrada del mundo en la modernidad, la urbanización, la industrialización, la secularización y el consumismo. Tuvo sus inicios en Europa occidental y, después, se desplazó al resto del mundo. Para los románticos, los sentimientos y la emoción debían ser directos y, de alguna manera, violentos. 

Sus pinturas están impregnadas de los poderosos paisajes de la Europa septentrional: mañanas grises y tristes, picos de las montañas que se elevan en el horizonte; playas, con sus barcos, símbolos de los viajes y los viajeros; las inmóviles olas del mar que sugieren la eternidad, el pálido resplandor de la luna, la niebla que envuelve todo con su manto espectral de irrealidad.

Las figuras humanas que aparecen, lo hacen casi siempre de espaldas al espectador y tienen una importancia menor que los paisajes sobrecogedores que las rodean. Sabemos que para los románticos, el hombre es parte de la naturaleza, de manera que Dios también habita en él.

“Salida de la luna sobre el Océano” (Moonrise Over the Ocean), 1822
Caspar David Friedrich
“Monje a la Orilla del Mar” 1808-1810
Caspar David Friedrich
“El mar de Hielo”, 1823-1824
David Caspar Friedrich

En la concepción de los artistas románticos, el hombre debe alejarse de las ciudades industriales y de la corrupción de los sistemas políticos y jurídicos, para encontrarse a sí mismo en medio del medio rural. Pintó retratos de su esposa, casi siempre sola, como la mayoría de sus personajes que aparecen solos o en grupos de dos o tres personas.

El arte de Friedrich revela de manera muy especial que el dolor pertenece a la condición humana y muestra un camino para su redención. Su arte no está hecho para alegrarnos, sino para que contactemos con aquello que también forma una parte de nosotros mismos (nuestra tristeza, nuestra melancolía, nuestro dolor) y que nos hace ver a la vida y al mundo de una manera más auténtica y más profunda. 

Revisando el trabajo de los pintores románticos, me he encontrado con el de un pintor estadounidense del mismo período, que tiene mucho en común con David Caspar Friedrich. Me refiero a Thomas Cole (Niagara, EUA, 1801-1848), que pintaba los vastos y sublimes paisajes de la América profunda, donde los salvajes y los descendientes de los colonizadores, aparecen como pequeñas figuras que los contemplan. 

“Vista Distante de las Cataratas de Niágara”
(Distant View of Niagara Falls), 1829
Thomas Cole, EUA

Caspar David Friedrich nació en 1774, en Greifswald, una antigua ciudad comercial a orillas del Báltico. Su padre era un artesano de escasos recursos y pocas palabras. Su madre murió cuando Caspar David era todavía muy joven. Después murió una de sus hermanas. Cuando tenía trece años, Caspar David vivió una tragedia que lo marcó para siempre. En lugar de dejar que la pena lo aplastara, utilizó a la pintura como una forma de enfrentar y sublimar al dolor. Ocurrió durante un invierno típicamente alemán, un día en que fue con su hermano (mayor que él) a un lago y el hielo se rompió bajo sus pies y cayó al agua gélida. Su hermano se arrojó para rescatarlo y murió poco tiempo después. Es muy probable que Caspar David haya pintado “El Mar de Hielo”, la pintura de un barco que naufraga entre grandes fragmentos de hielo, pensando en la muerte de su hermano. Más adelante, Caspar David se casó y tuvo dos hijas y un hijo. Mantuvo una buena relación con su esposa. Apenas tenía un puñado de buenos amigos y era un hombre austero y solitario que pasaba casi todo su tiempo en su estudio, inmerso en su pintura.   

“Retrato de Caspar David Friedrich”
Gerhard von Kügelgen

En 1818, con 43 años, Friedrich se aisló y pintóEl caminante sobre el mar de nubes” (Der Wanderer über dem Nebelmeer), obra de culto de notable modernidad y con una original composición, capaz de provocar grandes emociones en el que la observa. Esta pintura pasó desapercibida durante muchos años hasta que, en 1950, comenzó a ser analizada por críticos de arte que reconocieron su inmenso valor.

Caspar David decidió colocar el lienzo de forma vertical, algo inusual en los retratos de la época. Ubicó al personaje en el centro de la pintura, convirtiéndolo en el punto de fuga de la composición y en una clara muestra de dominación de sí mismo. En cuanto al tema, se trata de un viajero que ha llegado a la cima de una montaña y, desde lo alto de una roca, contempla todo lo que tiene delante y debajo. Lleva puesta la ropa de un hombre de ciudad y un buen bastón que le confiere, a pesar de su posición de dominación, un signo de fragilidad. No tiene puesto un sombrero, como la mayoría de los personajes de su tiempo, o tal vez lo tenga en la mano izquierda y no podemos verlo. La mano derecha está dentro del bolsillo de su abrigo, lo que sugiere que mira el paisaje con toda calma y en total concentración. Debajo del acantilado hay una densa niebla que parece moverse y que no permite ver lo que hay debajo. Otros peñascos y picos y, por lo que se alcanza a ver y, a excepción de la montaña que se observa a lo lejos, él ha llegado al punto más elevado. Toda esa naturaleza sobrecogedora es la proyección de las emociones del viajero.

Los colores de la pintura son fríos. El trazo, el de un maestro insuperable. Los tonos azules, tenuemente combinados con los rosas, le proporcionan a la pintura una armonía cromática. 

Estamos colocados detrás del viajero (eso es muy importante), de manera que no podemos verle el rostro, ni la expresión que tiene frente a lo que observa. No podemos saber si tiene una expresión de admiración, de estupor o sosiego o de zozobra. Quizá se trate del mismo Caspar David. Verlo desde la espalda nos convierte en observadores del viajero y también de todo lo que contempla desde el borde del precipicio. Sin embargo, también queda abierta la posibilidad de que le pongamos nuestro propio rostro al hombre y nos convirtamos en el caminante que contempla el mar de nubes, con nuestros propios ojos.    

“El caminante sobre el mar de nubes” es una ventana que se abre a la reflexión. Nos plantea una enorme cantidad de preguntas que atañen a todos los seres humanos, pero no nos da respuestas. Lo que es indudable, es una obra de arte cargada de espiritualidad y de sentimientos que emocionan.  

Durante todos estos años se han hecho múltiples interpretaciones del cuadro, pero, al fin y al cabo, cada quien ve en lo que quiere o lo que necesita ver.

La montaña podría ser una alusión a la vida eterna. El viajero, un ser humano en su paso por la vida terrena. El mar de nubes podría ser la representación del universo y el sobrecogimiento que sentimos frente a la inmensidad.  

Para otros, el personaje de espaldas simboliza las condiciones pasadas y presentes del hombre. Y, el paisaje que contempla, su futuro incierto.

Historiadores alemanes también han querido darle una interpretación nacionalista a la pintura. Para ellos, el caminante sería uno de los soldados caídos en las Guerras de Liberación (que formaron parte de las Guerras Napoleónicas), en la que se logró una cierta unificación de los estados alemanes.   

Pinturas como “El caminante…” tienen un intenso efecto espiritual en nosotros. Nos recuerdan que, en última instancia, somos seres del abismo; atraídos por la inmensidad, llenos de contradicciones y paradojas. Y que si nos atrae tanto esa inmensidad, es porque nos permite vislumbrar el enigma que envuelve al mundo; nos llaman las profundidades, nos hacen sentirnos pequeños y livianos frente a la creación, nos hacen ver por un instante que nuestros problemas son muy pequeños comparados con el tamaño de la creación. Nos recuerda que no debemos de tomarnos tan en serio.  

En 1840, David Caspar Friedrich, el hombre que pintó algunos de los cuadros más perfectos y milagrosos que ha dado el arte, a pesar de lo tremendamente prolífico de su producción, murió casi olvidado. Tenía 65 años. Nunca imaginó que mucho tiempo después de su muerte, su obra tendría un enorme reconocimiento en Alemania y en todo el mundo. 

Cubierta del videojuego Zelda, de Nintendo Switch,
basado en la pintura de Friedrich
Print Friendly, PDF & Email
Artículo anteriorEl club de los poetas suicidas
Artículo siguienteMargarita Chacón Bache: estallido de forma y color
Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.