Nadie ha descrito el desgarramiento de la caída de la gran Tenochtitlan como lo hizo Elena Garro en el siglo XX; un texto solamente equiparable a los relatos de los mismos sobrevivientes. Bernal Díaz del Castillo en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España (1568) y Miguel León-Portilla, compilador de la Visión de los vencidos. Relaciones indígenas de la conquista (1959), registraron ese choque brutal entre dos imperios, dos cosmovisiones similares en algunos aspectos y en otros tan distintos.
En “La culpa es de los tlaxcaltecas” (La semana de colores, 1964), Elena Garro no sólo abordó el tema de la caída del imperio azteca, sino que renovó la cuentística en lengua española mediante el manejo del tiempo, la construcción narrativa anticonvencional y el rescate de la mitología prehispánica.
La autora conocía la obra de Bernal Díaz del Castillo, el soldado de Hernán Cortés, y seguramente leyó las narraciones de los subyugados, recogidas por Miguel León Portilla a finales de los años 50. Quizá la combinación de ambas y, sobre todo, la lectura de las segundas, hayan sido un punto revelador en la escritura de su relato. Esto solamente es una conjetura.
Elena Garro es por antonomasia una escritora original, polifacética, contestataria, conciencia de su tiempo y analista implacable de la historia. Por algo nació en Puebla, el 11 de diciembre de 1916, en plena lucha armada, cuando los líderes revolucionarios traicionaban sucesivamente los ideales del pueblo.
A ella podemos acercarnos y celebrar su pluma irreverente desde diferentes ángulos: ya sea por la revolución que produjo con sus innovaciones en el teatro (Un hogar sólido,1958); en la novela (Los recuerdos del porvenir, 1963); o en el cuento (“La culpa es de los tlaxcaltecas”). O bien a través de su periodismo antioficialista (material que compilé en El asesinato de Elena Garro, 2005 y 2014); sus guiones cinematográficos contrarios a los esquemas conservadores (Las puertas del Paraíso, 1971); como memorialista insólita (Memorias de España 1937,1992), o también como poeta subversiva (Cristales de tiempo. Poemas inéditos, 2016 y 2018).
En los 13 relatos reunidos en La semana de colores encontramos —además de la yuxtaposición y fusión de múltiples tiempos, de la proliferación de imágenes y metáforas sorprendentes, del lenguaje que sabe expresar las concepciones de los hombres que viven en el campo—, encontramos, ante todo, la memoria de la infancia: el mundo legendario y mítico de los indígenas.
Elena Garro comentó en una entrevista que le hizo Joseph Sommers en 1965, y que Beth Miller y Alfonso González recogieron en su libro 26 autoras del México actual (1978), que su infancia transcurrió en Iguala, en el estado de Guerrero. Mientras recibía la instrucción primaria directamente de su padre y asimiló a los clásicos griegos, latinos, alemanes, ingleses y españoles, su memoria se nutrió de las realidades fantásticas de la concepción prehispánica. De allí que, en la mayoría de sus cuentos, los elementos racionales aparezcan diluidos ante la irrupción de lo maravilloso, de las hechicerías y de las supersticiones. Esa mentalidad alucinante disuelve lo racional y científico de lo que pudiera ser aquí la civilización occidental: en lugar del análisis, lo mágico; de la síntesis, el desbordamiento de la imaginación para encontrar soluciones al problema del tiempo, de la muerte y el temor a lo desconocido.
Así, mediante un lenguaje pletórico de metáforas, adjetivos e imágenes, la polígrafa vivifica las intuiciones y las realidades sociales de los pueblos originarios; por eso sus preocupaciones temporales, traducidas en el fluir del tiempo lineal, en el de la memoria y en el tiempo mítico se desbordan en catarsis a través de las narraciones.
En “La culpa es de los Tlaxcaltecas” Elena Garro rompe cronologías para instaurar atemporalidades. Laura es la dama azteca que no puede soportar la caída de Tenochtitlan, la muerte de sus padres y hermanos, y huye y se transporta al México actual. Su cobardía es traición a la raza y a la historia. Sin embargo, en ella persiste la magnitud de su deslealtad y la conciencia del pasado: “—Yo me enamoré de Pablo en una carretera, durante un minuto en el cual me recordó a alguien conocido, a quien yo no recordaba. Después, a veces, recuperaba aquel instante en el que parecía que iba a convertirse en ese otro al cual se parecía. Pero no era verdad”.1
El relato se inicia con la espera de Laura en la cocina de su casa, en el México presente. Ahí retoma con Nachita, la cocinera, sus encuentros con su primo marido. Recuerda la guerra, la derrota inevitable y los celos atroces de Pablo, en espera de que acabe el tiempo, de que llegue el instante verdadero en el que junto con su esposo indio, se convertirán en uno solo.
El tiempo es el de la memoria, sin presente, pasado ni futuro, como la carretera en la que Laura se enamoró de Pablo Aldama y en la que el tiempo se dio la vuelta completa para transformarse en el tiempo mítico; en el tiempo infinito del amor que rebasa conciencias y traiciones, para develarnos el tiempo del destino. Como si se diera una venganza histórica más que humana al presente. El tiempo y el amor son uno solo, dice Laura, y en este trastocamiento temporal, en esta fusión de realidad y fantasía, se entrega la metáfora del amor. Relato, pues, de índole amorosa e histórica repleto de sensaciones, de pasados intuidos; en donde la sensibilidad poética del lenguaje guarda palabras llenas de reminiscencias, de vestigios. Es el reencuentro de dos seres en la dimensión mítica, sin tiempo, paralela a la traición y derrota continuas, subrepticias, intemporales. He aquí uno de los pasajes más conmovedores de la literatura universal:
—¿Sabes, Nachita? Ahora sé por qué tuvimos tantos accidentes en el famoso viaje a Guanajuato. En Mil Cumbres se nos acabó la gasolina. Margarita se asustó porque ya estaba anocheciendo. Un camionero nos regaló una poquita para llegar a Morelia. En Cuitzeo, al cruzar el puente blanco, el coche se paró de repente. Margarita se disgustó conmigo, ya sabes que le dan miedo los caminos vacíos y los ojos de los indios. Cuando pasó un coche lleno de turistas, ella se fue al pueblo a buscar un mecánico y yo me quedé en la mitad del puente blanco, que atraviesa el lago seco con fondo de lajas blancas. La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella. Luego la luz se partió en varios pedazos hasta convertirse en miles de puntitos y empezó a girar hasta que se quedó fija como un retrato. El tiempo había dado la vuelta completa, como cuando ves una tarjeta postal y luego la vuelves para ver lo que hay escrito atrás. Así llegué en el lago de Cuitzeo, hasta la otra niña que fui. La luz produce esas catástrofes, cuando el sol se vuelve blanco y uno está en el mismo centro de sus rayos. Los pensamientos también se vuelven mil puntitos, y uno sufre vértigo. Yo, en ese momento, miré el tejido de mi vestido blanco y en ese instante oí sus pasos. No me asombré. Levanté los ojos y lo vi venir. En ese instante, también recordé la magnitud de mi traición, tuve miedo y quise huir. Pero el tiempo se cerró alrededor de mí, se volvió único y perecedero y no pude moverme del asiento del automóvil. “Alguna vez te encontrarás frente a tus acciones convertidas en piedras irrevocables como ésa”, me dijeron de niña al enseñarme la imagen de un dios, que ahora no recuerdo cuál era. Todo se olvida, ¿verdad Nachita?, pero se olvida sólo por un tiempo. En aquel entonces también las palabras me parecieron de piedra, sólo que de una piedra fluida y cristalina. La piedra se solidificaba al terminar cada palabra, para quedar escrita para siempre en el tiempo. ¿No eran así las palabras de tus mayores?
Nacha reflexionó unos instantes, luego asintió convencida.
—Así eran, señora Laurita.
—Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero. Allí venía él, avanzando por la orilla del puente, con la piel ardida por el sol y el peso de la derrota sobre los hombros desnudos. Sus pasos sonaban como hojas secas. Traía los ojos brillantes. Desde lejos me llegaron sus chispas negras y vi ondear sus cabellos negros en medio de la luz blanquísima del encuentro. Antes de que pudiera evitarlo, lo tuve frente a mis ojos. Se detuvo, se cogió de la portezuela del coche y me miró. Tenía una cortada en la mano izquierda, los cabellos llenos de polvo, y por la herida del hombro le escurría una sangre tan roja, que parecía negra. No me dijo nada. Pero yo supe que iba huyendo, vencido. Quiso decirme que yo merecía la muerte, y al mismo tiempo me dijo que mi muerte ocasionaría la suya. Andaba malherido, en busca mía.
“—La culpa es de los tlaxcaltecas —le dije.
“Él se volvió a mirar al cielo. Después recogió otra vez sus ojos sobre los míos.
“—¿Qué te haces? —me preguntó con su voz profunda. No pude decirle que me había casado, porque estoy casada con él. Hay cosas que no se pueden decir, tú lo sabes, Nachita.
“—¿Y los otros? —le pregunté.
“—Los que salieron vivos andan en las mismas trazas que yo —vi que cada palabra le lastimaba la lengua y me callé, pensando en la vergüenza de mi traición. “—Ya sabes que tengo miedo y que por eso traiciono…
“—Ya lo sé —me contestó y agachó la cabeza. Me conoce desde chica, Nacha. Su padre y el mío eran hermanos y nosotros primos. Siempre me quiso, al menos eso dijo y así lo creímos todos. En el puente yo tenía vergüenza. La sangre le seguía corriendo por el pecho. Saqué un pañuelito de mi bolso y sin una palabra, empecé a limpiársela. También yo siempre lo quise, Nachita, porque él es lo contrario de mí: no tiene miedo y no es traidor. Me cogió la mano y me la miró. “—Está muy desteñida, parece una mano de ellos —me dijo.
“—Hace ya tiempo que no me pega el sol —bajó los ojos y me dejó caer la mano. Estuvimos así, en silencio, oyendo correr la sangre sobre su pecho. No me reprochaba nada, bien sabe de lo que soy capaz. Pero los hilitos de su sangre escribían sobre su pecho que su corazón seguía guardando mis palabras y mi cuerpo. Allí supe, Nachita, que el tiempo y el amor son uno solo. “—¿Y mi casa? —le pregunté.
“—Vamos a verla —me agarró con su mano caliente, como agarraba a su escudo y me di cuenta de que no lo llevaba. ‘Lo perdió en la huida’, me dije, y me dejé llevar. Sus pasos sonaron en la luz de Cuitzeo iguales que en la otra luz: sordos y apacibles. Caminamos por la ciudad que ardía en las orillas del agua. Cerré los ojos. Ya te dije, Nacha, que soy cobarde. O tal vez el humo y el polvo me sacaron lágrimas. Me senté en una piedra y me tapé la cara con las manos.
“—Ya no camino… —le dije.
“—Ya llegamos —me contestó. Se puso en cuclillas junto a mí y con la punta de los dedos acarició mi vestido blanco.
“—Si no quieres ver cómo quedó, no lo veas —me dijo quedito.
“Su pelo negro me hacía sombra. No estaba enojado, nada más estaba triste. Antes nunca me hubiera atrevido a besarlo, pero ahora he aprendido a no tenerle respeto al hombre, y me abracé a su cuello y lo besé en la boca.
“—Siempre has estado en la alcoba más preciosa de mi pecho —me dijo. Agachó la cabeza y miró la tierra llena de piedras secas. Con una de ellas dibujó dos rayitas paralelas, que prolongó hasta que se juntaron y se hicieron una sola.
“—Somos tú y yo —me dijo sin levantar la vista. Yo, Nachita, me quedé sin palabras.
“—Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo… por eso te andaba buscando —se me había olvidado, Nacha, que cuando se gaste el tiempo, los dos hemos de quedarnos el uno en el otro, para entrar en el tiempo verdadero convertidos en uno solo. Cuando me dijo eso lo miré a los ojos. Antes sólo me atrevía a mirárselos cuando me tomaba, pero ahora, como ya te dije, he aprendido a no respetar los ojos del hombre. También es cierto que no quería ver lo que sucedía a mi alrededor… soy muy cobarde. Recordé los alaridos y volví a oírlos: estridentes, llameantes en mitad de la mañana. También oí los golpes de las piedras y las vi pasar zumbando sobre mi cabeza. Él se puso de rodillas frente a mí y cruzó los brazos sobre mi cabeza para hacerme un tejadito. “—Éste es el final del hombre —dije.
“—Así es —contestó con su voz encima de la mía. Y me vi en sus ojos y en su cuerpo. ¿Sería un venado el que me llevaba hasta su ladera? ¿O una estrella que me lanzaba a escribir señales en el cielo? Su voz escribió signos de sangre en mi pecho y mi vestido blanco quedó rayado como un tigre rojo y blanco.
“—A la noche vuelvo, espérame… —suspiró. Agarró su escudo y me miró desde muy arriba.
“—Nos falta poco para ser uno —agregó con su misma cortesía.
“Cuando se fue, volví a oír los gritos del combate y salí corriendo en medio de la lluvia de piedras y me perdí hasta el coche parado en el puente del Lago de Cuitzeo.
“—¿Qué pasa? ¿Estás herida? —me gritó Margarita cuando llegó. Asustada, tocaba la sangre de mi vestido blanco y señalaba la sangre que tenía en los labios y la tierra que se había metido en mis cabellos. Desde otro coche, el mecánico de Cuitzeo me miraba con sus ojos muertos.
“—¡Estos indios salvajes!… ¡No se puede dejar sola a una señora! —dijo al saltar de su automóvil, dizque para venir a auxiliarme.
“Al anochecer llegamos a la Ciudad de México. ¡Cómo había cambiado, Nachita, casi no pude creerlo! A las doce del día todavía estaban los guerreros y ahora ya ni huella de su paso. Tampoco quedaban escombros. Pasamos por el Zócalo silencioso y triste; de la otra plaza, no quedaba ¡nada! Margarita me miraba de reojo. Al llegar a la casa nos abriste tú. ¿Te acuerdas?” (…)
Nacha asintió con la cabeza. Era muy cierto que hacía apenas dos meses escasos que la señora Laurita y su suegra habían ido a pasear a Guanajuato. La noche en que volvieron, Josefina la recamarera y ella, Nacha, notaron la sangre en el vestido y los ojos ausentes de la señora, pero Margarita, la señora grande, les hizo señas de que se callaran. Parecía muy preocupada. Más tarde Josefina le contó que en la mesa el señor se le quedó mirando malhumorado a su mujer y le dijo: —¿Por qué no te cambiaste? ¿Te gusta recordar lo malo?
La señora Margarita, su mamá, ya le había contado lo sucedido y le hizo una seña como diciéndole: “¡Cállate, tenle lástima!” La señora Laurita no contestó; se acarició los labios y sonrió ladina. Entonces el señor, volvió a hablar del presidente López Mateos.
“—Ya sabes que ese nombre no se le cae de la boca —había comentado Josefina, desdeñosamente.
En sus adentros ellas pensaban que la señora Laurita se aburría oyendo hablar siempre del señor presidente y de las visitas oficiales.
—¡Lo que son las cosas, Nachita, yo nunca había notado lo que me aburría con Pablo hasta esa noche! —comentó la señora abrazándose con cariño las rodillas y dándoles súbitamente la razón a Josefina y a Nachita.
La cocinera se cruzó de brazos y asintió con la cabeza.
—Desde que entré a la casa, los muebles, los jarrones y los espejos se me vinieron encima y me dejaron más triste de lo que venía. ¿Cuántos días, cuántos años tendré que esperar todavía para que mi primo venga a buscarme? Así me dije y me arrepentí de mi traición. Cuando estábamos cenando me fijé en que Pablo no hablaba con palabras sino con letras. Y me puse a contarlas mientras le miraba la boca gruesa y el ojo muerto. De pronto se calló. Ya sabes que se le olvida todo. Se quedó con los brazos caídos. “Este marido nuevo no tiene memoria y no sabe más que las cosas de cada día”.2
En el relato las huellas autobiográficas se hacen presentes. El texto se desarrolla durante la presidencia de Adolfo López Mateos (1958-1964). Por un lado, el contexto histórico, y por otro, el de carácter personal. Después de todo, como dijo José Ortega y Gasset, “lo que no es vivencia es academia”.3 Pablo Aldama, alusión a Octavio Paz, con quien la autora estaba casada desde 1937, es el hombre que aliado con los oligarcas se muestra racista, violento, machista, ególatra, celoso y ambiciona el poder. Por otro lado, Laura, alter ego de Elena Garro, recrea los ideales de justicia por los que lucha la autora en ese periodo. Así, la polígrafa hace un retrato de la sociedad patriarcal y del sistema autócrata de los años 50, ya que vivía bajo el yugo de Octavio Paz y las camarillas intelectuales sexistas de la época y la opresión del Estado mexicano, gobernado por el Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Octavio Paz incursionó en la diplomacia mexicana a mediados de los años 40 y paulatinamente se fue inclinando hacia las normas del statu quo. En sentido contrario, Elena Garro, en esa misma década, se inició en el periodismo de combate, y a finales de los 50 arrancó su lucha a favor de los campesinos despojados de sus tierras.
Esta relación ideológica de la pareja aparece reflejada en “La culpa es de los tlaxcaltecas”. Laura padece los ataques de celos de Pablo, el marido prepotente que discrimina a los indios, al igual que su madre Margarita, en tanto que Laura, unida con Nachita, la cocinera de raíces prehispánicas, representan la cosmovisión y los valores de la raza vencida. El primo marido de Laura, su esposo azteca, no la agrede física ni emocionalmente como lo hace Pablo, su cónyuge mestizo:
Nacha bajó los ojos, Josefina abrió la boca como para decir algo y la señora Margarita se mordió los labios. Pablo, en cambio, agarró a su mujer por los hombros y la sacudió con fuerza.
—¡Déjate de hacer la idiota! ¿En dónde estuviste dos días?… ¿Por qué traes el vestido quemado?
—¿Quemado? Si él lo apagó… —dejó escapar la señora Laura.
—¿Él?… ¿El indio asqueroso? —Pablo la volvió a zarandear con ira.
—Me lo encontré a la salida del café de Tacuba… —sollozó la señora muerta de miedo.
—¡Nunca pensé que fueras tan baja! —dijo el señor y la aventó sobre la cama.
—Dinos quién es —preguntó la suegra suavizando la voz.
—¿Verdad, Nachita, que no podía decirles que era mi marido? —preguntó Laura pidiendo la aprobación de la cocinera.
Nacha aplaudió la discreción de su patrona y recordó que aquel mediodía, ella, apenada, por la situación de su ama, había opinado:
—Tal vez el indio de Cuitzeo es un brujo.
Pero la señora Margarita se había vuelto a ella con ojos fulgurantes para contestarle casi a gritos:
—¿Un brujo? ¡Dirás un asesino!4
Pablo, en el México presente, encarna la violencia falocéntrica de los embriagados por el poder. De ahí que al final del relato la protagonista opte por regresar a sus raíces, al amor verdadero de su marido indio, abandone el presente materialista para volver a un pasado que ha sido vilipendiado por el conquistador oportunista:
Después, en muchos días no dejaron salir a la señora Laurita. El señor ordenó que se vigilaran las puertas y ventanas de la casa. Ellas, las sirvientas, entraban continuamente al cuarto de la señora para echarle un vistazo. Nacha se negó siempre a exteriorizar su opinión sobre el caso o a decir las anomalías que sorprendía. Pero, ¿quién podía callar a Josefina?
—Señor, al amanecer, el indio estaba otra vez junto a la ventana —anunció al llevar la bandeja con el desayuno.
El señor se precipitó a la ventana y encontró otra vez la huella de sangre fresca. La señora se puso a llorar.
—¡Pobrecito!…¡pobrecito!… —dijo entre sollozos.
Fue esa tarde cuando el señor llegó con un médico. Después el doctor volvió todos los atardeceres.
—Me preguntaba por mi infancia, por mi padre y por mi madre. Pero, yo, Nachita, no sabía de cuál infancia, ni de cuál padre, ni de cuál madre quería saber. Por eso le platicaba de la conquista de México. ¿Tú me entiendes, verdad? — preguntó Laura con los ojos puestos sobre las cacerolas amarillas.
—Sí, señora… —y Nachita, nerviosa, escrutó el jardín a través de los vidrios de la ventana. La noche apenas si dejaba ver entre sus sombra. Recordó la cara desganada del señor frente a su cena y la mirada acongojada de su madre.
—Mamá, Laura le pidió al doctor la Historia… de Bernal Díaz del Castillo. Dice que eso es lo único que le interesa.
La señora Margarita había dejado caer el tenedor.
—¡Pobre hijo mío, tu mujer está loca!
—No habla sino de la caída de la Gran Tenochtitlán —agregó el señor Pablo con aire sombrío.
Dos días después, el médico, la señora Margarita y el señor Pablo decidieron que la depresión de Laura aumentaba con el encierro. Debía tomar contacto con el mundo y enfrentarse con sus responsabilidades. Desde ese día, el señor mandaba el automóvil para que su mujer saliera a dar paseítos por el Bosque de Chapultepec. La señora salía acompañada de su suegra y el chofer tenía órdenes de vigilarlas estrechamente. Sólo que el aire de los eucaliptos no la mejoraba, pues apenas volvía a su casa, la señora Laurita se encerraba en su cuarto para leer la conquista de México de Bernal Díaz.
Una mañana la señora Margarita regresó del Bosque de Chapultepec sola y desamparada.
—¡Se escapó la loca! —gritó con voz estentórea al entrar a la casa.5
Mientras Laura se escapa y se reúne con su primo marido en el tiempo mítico del amor genuino, Nachita ya no se haya en la casa de los Aldama y se marcha “sin cobrar su sueldo”.6 Con este acto, la autora nos muestra que para Laura y Nachita los bienes utilitarios no representan la esencia de la vida, en oposición a Pablo y su familia. En un diálogo que sostuve con Helena Paz Garro, la poeta me comentó:
—Helenita, hablemos de La semana de colores porque se nos acaba el tiempo.
—Parece una frase de un cuento de mi mamá, “se nos acaba el tiempo”, pero el tiempo no se nos va a acabar nunca… nos vamos a ir al mar azul con flores amarillas, nos vamos a ir a nadar allá, tú y yo felices de la vida…
—Sí… claro que sí. ¡Cómo quisiera que no tuviéramos esta presión del tiempo! ¿Te acuerdas cuando tu mamá escribió “La culpa es de los tlaxcaltecas”?
—Sí. Pero antes, debo aclararte que mi mamá no me explicaba sus cuentos. Me decía: “Son muy malos. No los leas”. Recuerdo que “La culpa es de los tlaxcaltecas” surgió a raíz de un pequeño viaje. Mi mamá fue a Cuitzeo con Archibaldo Burns para ayudar a unos campesinos. Cuando regresó se puso a escribir ese cuento precioso, tan profundo, que a mí me fascina. Esto fue a finales de los años 50. Es totalmente imaginario. A ella le gustaba mucho.
“Con ‘La culpa es de los tlaxcaltecas’ renace la epopeya azteca. ¡Ese cuento pinta la epopeya azteca! Mi mamá es la primera que lo hace. Después lo hicieron otros pero de una manera muy cursi, o muy unilateral y acartonada, o sin sentirlo. ‘La culpa es de los tlaxcaltecas’ es uno de los mejores cuentos de Elena Garro porque es la única escritora mexicana que recrea, con una intuición extraña, el drama de la caída de la gran Tenochtitlan. Lo hace sin rabia contra los españoles o desprecio contra los indios. Es muy imparcial. El cuento es desgarrador. Tiene imágenes inesperadas y totalmente novedosas como ésta: ‘Afuera la noche desdibujaba a las rosas del jardín y ensombrecía a las higueras’. (…) Hay una frase que se repite a lo largo del cuento: ‘Es el fin del hombre’. Este leit motiv acaba dando escalofríos y pinta, en pocas palabras, toda la desesperación de los aztecas al ver su mundo totalmente derrotado. ‘¿Sabes, Nacha? La culpa es de los tlaxcaltecas’ porque los tlaxcaltecas se unieron a los españoles contra los aztecas, si no hubiese sido así, uno no se explica que 300 españoles, aunque llevaban caballos, fusiles y cañones, hubieran derrotado a un millón de indios. Entonces los tlaxcaltecas fueron los traidores. ‘Yo soy como ellos: traidora… —dijo Laura con melancolía’. La traición es una de las características de México. Inclusive en este siglo, en la Revolución. Los traidores son gente que no se atreve a dar la cara por timidez o miedo. Ése es el lado ‘bueno’ de la traición. Todo defecto tiene una explicación buena y mala. Como le dice el azteca a Laurita: ‘Ya sé que eres tradiora y que me tienes buena voluntad. Lo bueno crece junto con lo malo’.
“Cuando van a Cuitzeo, ella se queda a mitad del puente blanco. ‘La luz era muy blanca y el puente, las lajas y el automóvil empezaron a flotar en ella’. Imagen muy bella e inesperada. Luego, Laura dice: ‘Lo terrible es, lo descubrí en ese instante, que todo lo increíble es verdadero’. Es cierto. Nosotros, los materialistas, cegados a lo mágico, a lo espiritual, hemos sido rebatidos por los descubrimientos de la ciencia más actual. La ciencia cuántica. Todo lo que nos parecía increíble se ha vuelto real, científicamente hablando. ‘Ya falta poco para que se acabe el tiempo y seamos uno solo’, le dice el marido azteca a Laura. No es el tiempo azteca, como lo han dicho los críticos pedantes; es, sobre todo, el tiempo del amor: el tiempo de ser uno solo.
“Sí había ciclos en la filosofía del tiempo azteca, rompían todo al cabo de 52 años y volvían a empezar. Pero éste no es el tiempo que indica Elena Garro; el de Elena Garro es el tiempo del amor, cuando dos enamorados se vuelven uno solo.
(…)
“Es un cuento de amor con un final feliz. Para mí es un misterio extraño cómo Elena Garro pudo describir tan bien el tiempo azteca, la caída de Tenochtitlan, porque ella no lo vivió. Ni tuvo un amante que fuera un indio guerrero. Son los dones de los grandes escritores. Pero los mexicanos modernos no se sienten aztecas, como describe a su marido mexicano, el señor Pablo, que había aprendido a ser vencido. Este texto no está sacado de una vivencia. Es una intuición increíble de Elena Garro, porque parece muy real. Uno lo vive. Llora.7
En “La culpa es de los tlaxcaltecas”, Elena Garro formula el regreso a nuestras raíces prehispánicas pues antepone a los valores creados con la conquista, los principios de esa civilización arrasada y olvidada por la brutalidad de los nuevos habitantes. La escritora no diaboliza a los españoles ni tampoco idealiza a los indígenas, lo que propone es no olvidar nuestro legado primigenio, sino rescatarlo, revalolarlo y no vivir únicamente bajo los preceptos de la herencia europea; es decir, no olvidar que somos seres mestizos, producto de varias cosmovisiones. Elena Garro como hija de padre español y madre mexicana, sabía lo que eso significaba. Cuando Laura, su alter ego, se marcha con su marido indio, simbólicamente encarna ese volver a nuestras raíces originarias.
Como producto de ambas culturas, la peninsular y la indígena —sin olvidar la presencia africana— la polígrafa propone que debemos aceptar y reconocer el enriquecimiento que produce el choque de diversas culturas y, por lo tanto, reconocer por igual los valores positivos, así como los perjuicios e iniquidades de cada una de ellas.
Así, gracias al juego intertextual, Elena Garro analiza ese momento crucial, propone la abolición del tiempo cronológico histórico y disecciona la conjunción de dos cosmovisiones que se entrecruzan y fusionan para enfrentarnos a nuestra realidad mexicana mucho más variada y rica. En la conversación que sostuvo con Joseph Sommers declaró:
—Entonces, ¿por qué no crees, Elena, que todavía no se haya escrito la novela de la ciudad que iguale a Pedro Páramo en su tratamiento del hombre campesino de México?
—Porque el mexicano de la ciudad es un hombre, como te dije antes, con una dualidad. Es el hombre con cultura occidental y con un pie en lo indígena también. Entonces es un hombre muy contradictorio, que vive en dos tiempos o en dos mundos. Y todavía no hay un novelista que vea a ese mexicano que está parado en los dos tiempos o en los dos mundos. Páramo sí está en el campo. Él goza de toda la mitología antigua mexicana. Se nutre del maíz, de todos sus mitos bárbaros, lo que tú quieras. En cuanto al mexicano de la ciudad, no hay ningún personaje en las novelas con esa dualidad. El día que haya un escritor que le dé eso a un personaje en sus novelas, habrá novela en México. Y yo creo que el escritor es el que da el patrón de cómo vamos a ser. Homero inventó al griego; a partir de Homero todos los griegos fueron iguales; todos fueron Aquiles. Cervantes inventó al español; a partir de Cervantes hubo Sancho Panza y Quijote. O’Neill ha inventado a los americanos. Scott Fitzgerald inventó toda la época moderna. Pero el mexicano… Todavía no ha nacido el genio que nos diga cómo somos, o cómo debemos ser. Porque Fuentes nos dice cómo no debemos ser, más bien, pero cómo debemos ser, no nos lo dice.8
Al revisar la caída del imperio mexica, Elena Garro exhibe la realidad del México presente y efectúa un muestreo de un país convertido en Sodoma y Gomorra. Su visión resulta acerba y desacralizadora porque nunca hizo concesiones con su pluma.
Hoy, a 500 años de la caída de la gran Tenochtitlan, concluyo y afirmo que Elena Garro, a través de obras como “La culpa es de los tlaxcaltecas”, es la genia (y el genio) que nos dijo cómo debemos de ser y lo que no debemos olvidar, esto es, vivir sin descriminar nuestro valioso pasado prehispánico y honrar a los depositarios de esas civilizaciones que las mantienen vigentes en pleno siglo XXI. Es, por lo tanto, la escritora genial y extraordinaria que rescata la mitología de los antiguos mexicanos y la convierte en páginas memorables de la literatura, para que nos contemplemos y reconozcamos en ella.
Notas:
- “La culpa es de los tlaxcaltecas”, en La semana de colores. México: Porrúa, 2006, p. 15.
- Ibid., pp. 4-12.
- “Carta de Elena Garro. París, 1982”, en Carballo, Emmanuel. Protagonistas de la literatura mexicana. México: Ediciones del Ermitaño/ SEP., 1986, p. 514.
- Garro, Elena. “La culpa es de los tlaxcaltecas”, op. cit., pp. 20-21.
- Ibid., pp. 21-23
- Ibid., p. 29.
- Rosas Lopátegui, Patricia. “Diálogo con Helena Paz Garro”, en La semana de colores. México: Porrúa, 2006, pp. XII-XV.
- Sommers, Joseph. “Entrevista con Elena Garro”, en Rosas Lopátegui, Patricia. Diálogos con Elena Garro. Entrevistas y otros textos. México: Gedisa, 2020, 2 volúmenes, p. 206.