Puedes dejar la puerta entreabierta
para que se deslicen suavemente
cuando el sueño nos lleve hacia la infancia.

ANTONIO FERNÁNDEZ MOLINA
Los Reyes Magos

EL VUELO

Apenas sale de casa, Nicolás emprende una rauda carrera por la calle. Con esa velocidad hace levantar menudas polvaredas. El anaranjado de sus huaraches armoniza con el color siena de sus pies, cuyos dedos sobresalen victoriosos de las correas. En pleno trayecto se imagina ser el piloto de la aeronave que alguna vez vio en un programa de televisión. Del interior de su boca deja escapar el ruido ensordecedor del motor, con lo cual cree impulsarse aún más hacia el fondo del firmamento. Extiende lateralmente los brazos, convirtiéndolos en dos alas poderosas que se encargan de cortar los aires del horizonte.
Al levantar la vista, Nicolás observa el cielo que se torna en un manto azul cada vez más intenso. Detiene el paso. Se percata de la agitada palpitación al interior de su pecho. Solamente al llegar a la plaza del pueblo, su semblante recobra su total peculiaridad.

EL REGRESO
A ese sitio llega todos los días con su camisa y su pantalón bien limpios y planchados. Con el cajón de madera sobre el hombro se encamina en busca de quienes deseen recompensarle una moneda a cambio de lustrarles el calzado. En todo ese tiempo la labor de Nicolás consiste en caminar en torno del kiosco y de vez en cuando decir: “¿Quiere boleada, señor?”, “¿Le lustro sus zapatos, joven?”
Con las manos hundidas en los bolsillos de su pantalón, avanza con la mirada puesta en el suelo, como queriendo hallarle alguna explicación a la irregularidad del terreno, o al desorden de las piedras que de vez en cuando patea, tal vez para darles mejor acomodo en el camino.
Hacia ambos lados de la calle observa que, desde sus sitios, los cueramos sobresalen de las bardas y de los tejados del caserío, alzándose majestuosamente hacia el cielo. Se mira las manos y las extiende para luego tocarse con ellas las sienes. Ignora a la gente que encuentra a su paso. Se esconde en sí mismo. Piensa en su madre, en sus hermanos que están muy lejos de él y, sobre todo, en su padre que nunca regresó de su último viaje.
Como siempre, Nicolás regresa tarde a casa. Su jornada en la plaza termina a esas horas, cuando las tinturas del paisaje se han ensombrecido por completo.

LA CASA Y EL ESPEJO
La casa es pequeña. La única habitación es al mismo tiempo sala y alcoba. A través de una sola puerta se tiene comunicación con el interior de la casa. El corredor se halla delimitado por un alargado pretil hecho a base de piedra y adobe. Éste, a su vez, es cortado por un acceso que conduce al patio del fondo.
Entre los escasos muebles y objetos habidos en la casa, uno es de la preferencia de Nicolás: el espejo grande y rectangular, cuyo marco es de una madera finamente labrada, que se encuentra colocado verticalmente en una esquina de la casa. Es un regalo que les hizo su padre unos días antes de que falleciera. Bien lo recuerda Nicolás. Poco antes de irse a la escuela le dijo frente al espejo: “Mírate bien, hijo, qué hermoso estás”. Luego de felicidad dejó soltar una carcajada y, tomándolo por la espalda, lo condujo cariñosamente hasta la puerta de la calle.
Así eran los días cuando a su padre le palpitaba el corazón en la plenitud de su vida. Desde aquella vez, todas las mañanas se acerca y se asoma en el espejo para corroborar que su cabello esté debidamente acicalado. Al retirarse, con el rostro risueño, Nicolás se despide del espejo y de sí mismo.

LA CARTA
Desde muy temprano su madre le aconseja que escriba la carta, que lave bien sus huaraches y los deje secar al sol, sobre el tejado, para, llegada la hora de irse a dormir, los coloque en la silla y sobre ellos la carta. A propósito de ésta, su madre le ha advertido que al pedir tenga en cuenta que esos señores no tienen la obligación sólo para con él, sino con todos los niños del mundo.
Se dirige al patio donde parece esperar el apacible y viejo tamarindo. Se sienta sobre el suelo y comienza a escribir. Por la expresión del rostro se adivina el enorme esfuerzo que realiza al ordenar las palabras en el papel. Es una hoja especialmente decorada en todos sus márgenes. Además, Nicolás ha trazado y coloreado a la perfección la imagen de su juguete predilecto. “Así para que esta vez no se equivoquen”, se dice con un aire de satisfacción.
Por breves instantes contempla los movimientos nerviosos de su madre que, al parecer, realiza todavía algunos menesteres de cocina. A su vez ella, a través de un silencio casi intencional, observa de manera atenta a Nicolás sin que él lo advierta.
De pronto el suelo es ya del color de la noche. La oscuridad se instala en toda la casa de adobe. Entonces Nicolás se incorpora con el entusiasmo encajado en su corazón. Se sonríe con sólo pensar que más tarde podría hablar con esos señores.

LA CAMA DE OTATE
A esa hora, desde el infinito, la luz nerviosa de las estrellas parece esparcirse de manera mágica sobre la casa de teja.
Se escucha la voz imperativa de su madre.
–Nicolás, si quieres que los reyes vengan a esta casa, tendrás que dormirte ya.
– ¿Y a qué hora van a venir, madre?
–Seguramente cuando te cale el sueño.

Y gustoso va a tenderse en la cama de otate.
Con la sábana floreada hasta el cuello, se dispone a mirar la techumbre de la casa y comienza a cavilar. “No dormiré en toda la noche… Quiero asegurarme de que ahora sí me traigan eso… No quiero más balones ni pistolas… Mis compañeros se burlarían de mí otra vez… A mí nunca me han traído lo que les he pedido, aunque me comporte como Dios manda… Pero esta vez, si veo que no me acercan la bicicleta, de seguro se los reprocharé…”.
El tiempo toma su propio ritmo, pero para Nicolás los minutos son una eternidad. Se angustia más aún cuando por sus ojos le comienza a penetrar el sueño y el cuerpo a fugársele como si se tratara de un inminente desfallecimiento. Cierra los párpados con el ánimo de no dejarse dormir. Pero, finalmente, decide darse una pequeña tregua, mientras llega el momento decisivo.

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LA VISITA
Desde su interior escucha un ligero ruido proveniente del patio. Seguramente los reyes han estacionado ahí el carruaje. Luego, muy próxima a él, percibe la presencia de quienes otrora su padre solía contarle historias magníficas.
Pero nunca se los había imaginado así. Seres gigantes, tiernos y generosos, cuyos ropajes eran semejantes a los hábitos de los anacoretas medievales que alguna vez había visto en los libros de historia.
En sus cabezas alargadas llevan colocadas grandes coronas de plata y oro. De sus barbas encanecidas resalta el bermellón brillante de sus labios, y en sus ojos fulguran a torrentes los azules de mares lejanos.
Nicolás los observa cómo depositan al pie de la cama, tan cariñosamente, el regalo entrañable. Intenta levantarse para poder abrazarlos en señal de gratitud, sin lograrlo. Alcanza, en cambio, a mostrarles su rostro lloroso, invadido por una enorme alegría.
Hasta que salen de allí, Nicolás puede moverse y saltar de la cama, dar unos pasos y llegar hasta la puerta, cuyas hojas de madera se encuentran ligeramente sobrepuestas. Por la abertura del tamaño apenas de su pupila, observa cuidadosamente los pormenores.
El frío de la noche le invade todo su ser.
Al fondo del patio los reyes avanzan flotando en el aire hasta llegar y montar los animales, que de pronto comienzan a girar, seguidos por el enorme carro resplandeciente, alzando el vuelo hasta perderse en la bocaza de la noche.
Se da cuenta entonces que está semidesnudo y descalzo. Comienza a sentir un estremecimiento en todo su cuerpo, por lo que decide irse a tender de nuevo en la cama y a caer diligentemente en los precipicios del sueño.

EL DESPERTAR
Nicolás despierta cobijado de pies a cabeza. Por temor a que el tiempo le sea insuficiente para disfrutar su regalo, se incorpora súbitamente. Lo primero que se le ocurre es dirigirse hacia donde espera encontrar el entrañable objeto.
Esta vez resuelve no llevarse los juguetes. Así las cosas estarán mucho mejor en la escuela. Ya no alimentará el desaire y la conmiseración de sus compañeros, cuando lo vean llegar al salón, como en los demás años, con la pelota bajo el brazo y las dos pistolas enfundadas en sus costados.


*Día de Reyes, es una escena que forma parte de una novela que estoy escribiendo y que espero terminar pronto, la cual dedico a todos los niños, incluyendo a los adultos que por el hecho de seguir participando en esta fecha especial con el mismo fervor, sin duda lo siguen siendo.

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