TUXPAN, UNA CIUDAD CON BARCOS (Cuatro crónicas narrativas sobre Tuxpan)

Para habitar una ciudad es necesario arraigarse en ella. El arraigo consiste en poder encontrar lo más profundo que habita en el corazón de cada cosa y que muchas veces es lo más simple.

I

Para Gabriel García Márquez, la única diferencia verdaderamente esencial y admisible a la hora de hablar de las ciudades radicaba en la presencia o en la ausencia de barcos (Ciudades con barcos y sin barcos; Obra periodística; volumen I). Tuxpan es uno de esos puertos viejos y sabios, como los que describe Arturo Pérez-Reverte en Los barcos se pierden en tierra. Los barcos, como islas flotantes, siempre han estado ahí, entrando y saliendo del puerto, atracados en los muelles o desvencijados en los viejos astilleros o en el actual deshuesadero de Santiago de la Peña. A ese cementerio marítimo llegan los barcos a morir. El que no ha visitado uno de esos lugares no ha sentido la desolación que se alcanza a percibir frente a un barco que ha perdido su utilidad. La grandiosidad que proviene de la proeza de navegar en el océano. La nostalgia de esos barcos son los nombres que tuvieron (como inscripciones en las tumbas de cualquier cementerio) y que el sol ha dejado incoloros y apenas legibles o que han desaparecido por completo.

La nostalgia son las escamas de pintura que se caen a pedazos y el óxido que ahora cubre los cascos destruidos. Los mástiles rotos, los fierros viejos, las piezas que formaron parte de los motores o los instrumentos de navegación, inservibles. Las maderas de los catres, las mesas, las sillas que utilizaron los marineros en altamar, se pudren o son sustraídas, junto con todas las cosas que todavía puedan tener algún valor. Todo pasa a formar parte de un museo que casi nadie visita, de un comercio de reventa de piezas recobradas. Al final, quedan las enormes carcazas de unos navíos que no volverán al mar y que nos recuerdan que todo en este mundo es transitorio: también los barcos.

La historia de Tuxpan es la historia de sus habitantes en tierra, pero también es la historia de sus barcos y de sus tripulantes. Embarcaciones como el Granma (1956), que hicieron historia; mercantes como el Tuxpan (1987), que desapareció en el Atlántico, envuelto en una halo de sospechas de corrupción; y de barcos como el Blackfin (2011), que naufragaron y cuyas familias nunca recuperaron los cadáveres del fondo del océano. Este drama familiar y social fue motivo del documental Los ojos del mar, dirigido por José Álvarez y producido por Alejandro González Iñárritu. Hay algo hermoso en los barcos que recorren el río.

Cada vez que vemos un barco navegar hacia las escolleras, tenemos la extraña sensación de que una parte de nosotros se va con ellos al mar. De la misma manera, cada vez que regresan, traen consigo un pedazo del océano a la ciudad. Por eso no importa que no podamos ver el mar desde el puerto. Los barcos nos recuerdan que está ahí, no muy lejos de donde ocurre la vida en tierra firme. Esa sensación se revela con mayor fuerza cuando los barcos pesqueros regresan repletos de gaviotas revoloteando sobre la cubierta. La presencia de las aves marinas nos recuerda ese otro tipo de vida que sucede en alta mar.

II

Además del misterio de la vida y de la muerte en los barcos, está el misterio de los cientos de miles de tordos que hay por toda la ciudad. Estas aves de plumaje negro y brillante, forman parte de las 150 especies de la ornitofauna de la ribera costeña de Tuxpan. según un estudio de la Universidad Veracruzana (2012): las aves terrestres ocupan el 60% de las aves de Tuxpan; 19,7% las costeras; y 20,3% las marinas. Los tordos despiertan al alba, sobre las ramas de los almendros y, durante el día, recorren jardines y potreros, en busca de frutas y granos con qué alimentarse. Regresan al atardecer, ensordeciendo la atmósfera con sus graznidos y camuflándose en las ramas de los árboles. Siempre me han gustado los seres alados. Todo lo que vuele y grazne me provoca una sensación de libertad. No sé cómo las aves se ganaron el privilegio de poder mirar el mundo desde las alturas, pero me parecen los seres más privilegiados del planeta. En un lugar como Tuxpan, donde los nortes y los huracanes llegan tan repentinamente, no existen mejores meteorólogos que los tordos, con sus cantos agresivos y su nerviosismo, cada vez que perciben el mal tiempo. En más de una ocasión me he llegado a preguntar:

¿Adónde van a morir todas esas aves que vemos en Tuxpan?

Nunca vi a ningún tordo derrumbarse en pleno vuelo, ni tampoco encontré sus cadáveres disgregados en las calles de la ciudad o sobre el agua del río. No existen cementerios de tordos (como tampoco de elefantes en África, Asia o en alguna otra parte del mundo). Lo cierto es que los tordos no mueren muy lejos de nuestra mirada. Buscan refugios donde los depredadores no puedan encontrarlos. Sus cuerpos livianos se descomponen con rapidez. No obstante, casi siempre, gatos, perros, ratas, serpientes, escarabajos, hormigas y otros depredadores los encuentran y devoran sus restos antes de que nos demos cuenta.

III

Habitar una ciudad no sólo significa ocupar un espacio físico en ella, ser uno entre sus miles de habitantes. Tampoco cualquier espacio físico resulta habitable. Los espacios físicos inciden en las emociones de quienes los ocupan. De acuerdo a ciertas corrientes de la filosofía, sólo nos convertimos en auténticos seres humanos cuando habitamos, en el sentido más preciso del término. El concepto de habitar implica tener la posibilidad de vivir en paz, bajo el cobijo y el cuidado del gobierno y de los demás ciudadanos. La seguridad pública es uno de los propósitos esenciales que obliga a los gobernantes a guardar la integridad de sus gobernados. Para habitar una ciudad es necesario arraigarnos en ella. El arraigo consiste en poder encontrar lo más profundo que habita en el corazón de cada cosa y que muchas veces es también lo más simple. Lo más profundo o íntimo de las cosas, según Alberto Caeiro (uno de los heterónimos del escritor y poeta portugués, Fernando Pessoa) significa que a las cosas no debemos buscarles una significación, sino reconocerles una existencia. Cito un fragmento escrito por el arquitecto Andre Gar Clotas, que profundiza en este conjunto de ideas: «El sitio se convierte en lugar al verificarse como habitable, es decir, factible de usos repetitivos, pero también por su potencial para convencer y aun, conducir a sus receptores e ingresa así por hábito en un discurso cultural». Identificarnos con un lugar es apropiarnos de él. Apropiarse de un lugar significa interesarnos por él de manera profunda. Para habitar, es necesario procurar encuentros con los paisajes urbanos y con los demás habitantes.

De acuerdo al reconocido periodista literario Ryszard Kapuściński, el encuentro con el Otro tiene que ver con aquello que se forma con él, desde una perspectiva sustentada en criterios de conversación, igualdad y diferencia. El Otro es también la creación de emociones y sensaciones. «El encuentro con el Otro, con personas diferentes, desde siempre ha constituido la experiencia básica universal de nuestra especie», dice también Kapuściński. Habitar quiere decir vivir de forma libre y creativa dentro de un espacio. Me gustan las teorías que desarrolló el filósofo Walter Benjamin en sus paseos por Berlín: Benjamin proponía que debíamos perdernos en la ciudad. Perderse, para él, significaba todo lo contrario a estar distraído o ajeno a lo que sucedía alrededor. Perderse era estar plenamente presente, sumergido en la incertidumbre y en el misterio de todo lo que nos pueda ocurrir. Cualquier suceso, por pequeño que sea, puede modificar nuestro estado de ánimo o sacarnos de la rutina. Siguiendo esta idea de Benjamin, deberíamos de perdernos lo más que podamos en la geografía que habitamos. La idea es viajar sin salir de la ciudad, como llegó a proponer Fernando Pessoa en El libro del desasosiego; hacer del sitio donde vivimos nuestro ancho mundo, un lugar donde todo sea posible. Sólo se habita cuando la ciudad se hace una extensión del hogar. Cuando se busca el contacto con el Otro: el amigo con el que se queda a comer o a beber algo, el conocido que se encuentra en plena calle o el desconocido con el que se cruzan algunas palabras.

Lo primero que llamó mi atención, cuando llegué a vivir a la ciudad de Mons (Bélgica), fue que la gente se saludaba en las calles, en las farmacias, en los cafés. Muchas veces, tan solo al cruzarse en la acera. Cualquier encuentro, por breve o anodino que fuera, provocaba un saludo o algún comentario; en otras palabras, pude darme cuenta de que la gente ponía un interés en el Otro. Un lugar público debe ser un espacio cargado de relaciones humanas. Las ciudades son su arquitectura, sus sitios comunes, su gobierno, pero sobre todo, son sus habitantes. La cercanía con los otros habitantes se hace a través del paseo, del deporte, de las conversaciones que se generan en los espacios públicos o privados. Cuando se conversa de verdad, dos mentes, por un instante, forman una sola mente y, una mente que conversa, generalmente se dirige hacia la reflexión. La reflexión es el intento de poner luz donde no hay suficiente claridad. Los habitantes de las ciudades deben incluir a los marginados: pobres, enfermos, desvalidos y los (mal llamados) locos: convertir en habitantes a todos los “inhabitantes” de la ciudad. Se habita cuando se conoce y se promueve la historia de la ciudad y de las personas que han contribuido para hacerla un sitio mejor. Cuando se integra a las culturas que se tienen alrededor. La ciudad es una extensión (un macrocosmos) de nuestra vida interior. Las ciudades, tarde o temprano, terminan por parecerse a sus habitantes; pero también ocurre lo contrario: que los habitantes adquieran rasgos de las ciudades de donde provienen (en las provincias de Francia casi siempre reconocen enseguida a un parisino, por ejemplo). El espacio público debe ser una invitación para salir a recorrerlo: calles, plazas, parques, jardines, paseos. Algunas ciudades modernas nos aíslan de la naturaleza. Talan árboles, arrojan a los ríos aguas negras, descuidan la uniformidad de las construcciones, tiran viejas y hermosas edificaciones (en lugar de remodelarlas) y construyen grandes armatostes, cargados de concreto y mal gusto que no corresponden con la armonía del paisaje. Para el gran filósofo alemán, Martin Heidegger, habitar es el resultado de construir y de pensar.  

IV

Si hay algo en lo que los tuxpeños estamos arraigados, ese es el río Tuxpan. El río y su corriente incesante da un amplio sentido a la ciudad. Sin su río Tuxpan sería una ciudad nada poética y de poco color. El río Tuxpan conecta y recorre (a lo largo de 150 kilómetros), pequeñas comunidades agrícolas y ganaderas de la región, hasta desembocar en el Golfo de México. El paisaje de este río no se parece en nada a los canales de ciudades como Ámsterdam, Brujas, Gante o Venecia (la más lacustre de todas las ciudades anteriores), ni tampoco recorre la urbanización, pegado a los viejos edificios, como el Bósforo en Estambul o el Danubio en las ciudades del centro de Europa. El río Tuxpan no está tan próximo a los edificios de la ciudad. Su característica principal es la amplitud, la enorme extensión de su cauce de agua que es posible abarcar con la mirada. Ver el movimiento suave de su oleaje y sus destellos de luz. El placer de subir en una de esas pangas que cruzan el río, se debe a que uno tiene la sensación de navegar sobre un caudal de agua profundo y abundante, como si de un pequeño océano se tratara. Navegar en el río equivale a hacer un viaje en medio de la cotidianidad. El paisaje del río está siempre en mudanza.

Cada minuto cambian los colores del agua y del cielo, y la intensidad del oleaje se sincroniza con el viento. Antes había delfines en el río, pero desde que se acrecentó la contaminación (aguas negras, jabón, plaguicidas, químicos), los delfines dejaron de llegar desde el mar. Hay quién dice que hubo un tiempo en que los tiburones, con el poderoso olfato que les permite oler la sangre a varios kilómetros de distancia, flanqueaban las escolleras y recorrían el río, hasta el estero de Tenechaco, donde estaba ubicado el viejo rastro y donde arrojaban la sangre de las reses que habían sido sacrificadas en el matadero. Hay quien dice que lo anterior forma parte de un mito.

Sin embargo, la imagen de los tiburones avanzando por el río y buscando restos de carne en el estero siempre me ha causado una mezcla de terror y fascinación. Igual que el Everest tiene a sus muertos (cadáveres que nunca se han podido recuperar de las alturas), el río Tuxpan tiene a sus ahogados. En el transcurso de los años me tocó ser testigo de algunos y la visión que tengo de ellos es perturbadora. Los jóvenes de las décadas de los 80 y 90 pasamos muchos fines de semana afuera de nuestros automóviles, bebiendo cervezas y escuchando música en la orilla del río, hasta el amanecer. Algunas veces íbamos a navegar. En lo personal, prefería dirigirme río arriba, donde el cauce se vuelve más estrecho y desde donde es posible observar al ganado pastar en las tierras de vega o cultivos de árboles de cítricos, alineados y perfectamente barbechados.

También están los brazos de río que conducen a los manglares y a otros complejos ecosistemas que cobijan a un importante número de flora y fauna local, entre la que hay algunas especies protegidas. Me gustaba cruzarme con los deportistas que practicaban canotaje y verlos entrenar para las competencias. Observar a los pescadores en tierra, echando el cordel y pescando tilapias y mojarras. Y a los pescadores viejos y solitarios, arriba de sus frágiles y pequeñas embarcaciones, arrojando atarrayas para sacar la comida de la jornada. Mientras que al medio día, debido al calor sofocante, las calles del centro de la ciudad se quedaban vacías y silenciosas (mi madre decía que en Tuxpan podías cocinar un huevo en el cofre de un automóvil), en el río siempre corre la brisa fresca.

El río es siempre una pregunta abierta. Un sitio de reivindicación con la naturaleza y con uno mismo. «La vida no puede ser tan mala –escribió el Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk–, siempre que uno pueda ir a darse un paseo por el Bósforo». Y eso mismo, sin duda, puede decirse del río Tuxpan.

Juan Francisco Hernández
Juan Francisco Hernández
Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.
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