La nostalgia de Andrei Tarkovsky

Tarkovsky amaba profundamente a Rusia. Consideraba el exilio como lo más duro que le había tocado vivir.


– Señor Tarkovsky, ¿le tiene miedo a la muerte?- Para mi la muerte no existe.


Juan Francisco Hernández

En marzo de 2009, durante un viaje muy corto que hice a parís, me encontraba muy interesado en el tema del exilio. No sólo del exilio que obliga a un ser humano (o a un grupo de seres humanos) al cruce de fronteras, sino a la experiencia que se produce en el individuo durante ese desplazamiento: el exilio interior. No me refiero aquí al inmigrante, sino al exiliado, al refugiado, al que ha tenido que salir de su país por una causa ajena a sí mismo y, muchas veces, en medio de la miseria o la persecución. La ruptura del hogar, la partida, el abandono de familiares y amigos, la pérdida de identidad, la adaptación a una nueva forma de vida y a una nueva cultura, la incertidumbre del futuro, la melancolía y el perpetuo deseo de retornar, forman parte del exilio. El exiliado es siempre, irremediablemente, sacudido en lo más hondo. Para integrarse al lugar donde ha llegado, muchas veces debe hacer uso de su imaginación y de su creatividad. Algunas veces forma comunidades con otros exiliados donde preservan su historia y costumbres. El exilio es, la mayoría de las veces, un lento y doloroso proceso que no termina nunca. El exiliado debe  aprender a encontrar trozos de felicidad, donde sólo siente desesperanza.

No hacía mucho tiempo que había visto la película “Andrei Rublev” (1966), de Tarkovski. La película fue para mi una epifanía, una revelación de arte,  mística y religión. Tarkovsky pensaba que el cine podía ser un medio de autoconocimiento, no sólo para el cineasta, sino para el espectador; en ese sentido, el espectador es coautor de la misma. En un tiempo más reciente, un texto que el escritor Padro Paunero publicó en las redes, me introdujo a la poesía de Arsení Tarkovsky (padre del cineasta Andrei Tarkovsky), misma que me llevo a una mejor comprensión de sus películas. Como pocos, es un cine poético.

No es de extrañar que Tarkovsy considerase al cine  como un arte mayor. Tarkovsky, lejos de haber sido un artiste maudite, fue un artista respetado y elogiado por los críticos y periodistas de su tiempo.


Poco tiempo antes de ese viaje a París leí una biografía y decenas de ensayos y artículos sobre Tarkovsky. La última etapa de su vida, en Italia y en Francia, me habían dejado muy conmovido y quería recorrer alguno de los mismos pasos que recorrió el gran cineasta ruso, pero como estaría pocos días en la ciudad, decidí visitar el último lugar donde estuvo su cuerpo antes de ser enterrado en el cementerio para inmigrantes rusos de Sainte-Geneviève-des-Bois.

Recuerdo haber caminado por los alrededores de París hasta encontrar, en una estrecha calle de la Île-de-France, la catedral Alexandr Nevsky, importante templo de la Iglesia Rusa Ortodoxa en Francia.

Hay sitios que callan para que podamos sentirlos. Sitios donde debemos fijar el oído a la consciencia para discernir qué nos escinde de lo que nos rodea, qué nos separa de lo que somos, qué nos une a lo que no somos… La catedral Saint Alexandr Nevsky es uno de esos lugares. Desde que entré pude percibir el poder que el silencio otorgaba al templo. Enseguida percibí un suave olor a incienso. Pasé algunos minutos contemplando las pinturas murales de estilo bizantino que hay en el interior del recinto. Traté de visualizar a algunos de los personajes que habían estado en ese lugar. Tan sólo de pensarlo resultaba estremecedor. Picasso se casó ahí, Jean Cocteau, Max Aub y Guillaume Apollinaire fueron testigos de su boda. Tras sus muertes, Ivan Bunin, Turgenev, Kandinsky, Gurdjieff y Tarkovsky tuvieron sus servicios fúnebres en el mismo lugar. Imaginé a la familia de Tarkovsky reunida en torno al féretro. Su mujer, Larisa, y sus dos hijos, Andrei y Arseni. Su suegra, Olga. Artistas, intelectuales, políticos, miembros de la prensa y admiradores. Y afuera, al pie de las escaleras, el célebre violoncelista ruso, Matislav Rostropovich, con el rostro grave,  gruesas gafas, saco y corbata, interpretando una suite de Bach. Me fui a caminar por los alrededores y pensé en la vida que llevó el cineasta en el número 10 de la rue Puvis de Chavannes de París, sobre la que él mismo escribió: «¿Cómo iba a imaginar durante el rodaje de “Nostalgia” que aquel estado de tristeza aplastante y sin salida, que marca toda la película, ¿podría alguna vez ser el destino de mi propia vida? ¿Como iba a imaginar que yo mismo, hasta el final de mis días, tendría que sufrir esa misma grave enfermedad?».

Tarkovsky amaba profundamente a Rusia. Consideraba el exilio como lo más duro que le había tocado vivir. Le parecía una forma de violación, de castigo. Le pesaba pensar que no moriría en tierras rusas. Antes del exilio, en sus años rusos, Andrei Tarkovski había conseguido evadir la censura que el Partido Comunista de la Unión Soviética imponía a raja tabla sobre todo aquel pusiera en duda la ideología y la forma de actuar del régimen soviético. Durante todo ese tiempo habían ocurrido en la Unión Soviética tantas cosas distintas, algunas extraordinarias, otras magníficas, pero sobre todo, lúgubres, que permitieron a Tarkovsky desarrollar su creatividad y crear películas que, a la , serían consideradas cmo algunas de las obras maestras del séptimo arte. Sin embargo, en la Unión Soviética, el cine de Tarkovsky era considerado (dicho en sus propias palabras), como «un cine para las minorías, en ocasiones hermético y difícil de entender?». La persecución estatal lo obligó a exiliarse. Su primer destino fue Estados Unidos, donde se convirtió en un refugiado político. Posteriormente, se exilió Italia, donde rodó “Nostalgia” (1983) y después “Sacrificio” (1986), considerada como su testamento artístico, su manifiesto.


A finales de 1985, el feliz y tranquilo exilio italiano que Tarkovsky había vislumbrado se vio de pronto interrumpido cuando al director ruso le diagnosticaron un cáncer de pulmón. Había vivido en Italia desde 1982 y la consideraba su patria adoptiva, pero Italia no era el mejor lugar para recibir tratamiento, así que se trasladó a Francia, donde recibió un esmerado cuidado de los médicos. Francia admiraba la complejidad de sus películas, lo sublime de su poesía y la espiritualidad del mensaje que transmitían. En aquellos días, el mismo François Mitterrand hizo gestiones ante el secretario del Partido Comunista Soviético, para que dos miembros de la familia Tarkovsky pudiesen viajar de Rusia a Francia, donde esperarían el fatal desenlace.

A pesar de que, durante la época del rodaje de “Sacrificio”, había pasado el tiempo en el exilio viajando entre Italia, Alemania, Suecia y Francia, nunca abandonó su identidad artística rusa. Al respecto dijo: «Soy ruso y seguiré siendo ruso. Aunque haga una película en Suecia con actores suecos, seguirá siendo una película rusa». Su exilio en Francia no era fácil. París le resultaba hostil. Tenía pocos vínculos personales con el país. Era como si en París deambulara en el paisaje de un mundo agonizante, mientras que su cuerpo hacía el inevitable recorrido hacia su propia aniquilación. Prefería Italia: neblinosa, mística y cristiana. Y le dolía pensar que ya no podría construir esa finca con viñas, huerto y olivos en el predio que había adquirido en la Toscana. Tarkovsy era un hombre sencillo que bebía café todos los días en un local e invitaba a sentarse con él a quienes lo reconocían, si le preguntaban sobre cine, humildemente, les daba una cátedra. Era un artista y un hombre maduro que buscaba una vida simple. Un artista que creía en sí mismo. A pesar de todo, esos meses se esforzó por insuflar un poco de vida a su nuevo destino y estuvo muy activo otorgando entrevistas a la prensa especializada y profundizando en la teoría del arte del cine. Hizo profundas reflexiones acerca de sus directores preferidos: Bresson (para Tarkovsky, el el único cineasta que tenía una simplicidad absoluta), Bergman y Fellini. El diario de Tarkovsky es un libro obligado para estudiantes de cine y en él utilizó muy pocas referencias a otras disciplinas que no sean el cine para explicarlo.

La separación de su familia en el exilio lo habían afectado profundamente, de manera que la llegada de su hijo al país galo supuso para él un motivo de goce y tranquilidad. En 1986, “Sacrificio”, una película que retrata de manera brillante la atmósfera dramática que se vive ante una amenaza nuclear (y que se refería a la tragedia de Chernobyl), se impuso a las demás películas nominadas y consiguió ganar el Gran Premio Especial del Jurado del Festival de cine de Cannes. Tarkovsky no pudo recoger el premio, pero su hijo lo hizo en su lugar. Durante los primeros meses de 1986, Tarkovsky fue sometido a intensivas sesiones de quimioterapia y radioterapia. En ese mismo tiempo aprovecho para agradecer el apoyo que recibió de occidente y confesó la decepción que sentía por sus amigos soviéticos. En noviembre tuvo que acostarse para no volver a levantarse y, a partir de entonces, los médicos no fueron capaces de detener la progresión del agresivo cáncer que lo consumía. Murió la noche del 28 al 29 de diciembre de ese mismo año, en la Clínica Hartmann de Neuilly. Tenía 54 años.

En el tiempo en el que Rusia se encaminaba hacia la puesta en marcha de las reformas radicales de la Perestroika, que terminarían por derrumbar la utopía comunista y uno de sus bastiones, el 9 de noviembre de 1989 (la caída del Muro de Berlín), el cine soviético perdía a Tarkovsky, un cineasta que, con una obra de tan sólo siete largometrajes, se había convertido en uno de los maestros del cine contemporáneo y en el mejor director de cine que el país había tenido desde aquel glorioso Einsestein.


El exilio de Tarkovsky es tan sólo una muestra de todos los grandes personajes de la historia que, como consecuencia de regímenes opositores, han tenido que exiliarse alrededor del mundo. Muchas de las grandes obras de arte de la historia fueron realizadas en el exilio. Hoy, según datos de la ONU, existen más de 78 millones de refugiados que se han tenido que desplazar de sus lugares de origen hacia diferentes países. Muchos de ellos morirán en el exilio, sin volver a ver a  personas que amaron, sin volverá pisar su tierra a la que pertenecen.

Artículo anteriorEl “68” de Elena Garro en el teatro
Artículo siguienteEl arte urbano de Froy Padilla
Juan Francisco Hernández
Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.