Beethoven influyó de manera decisiva en los compositores que vinieron después de él; dio forma a diversos instrumentos e instituciones


Nadie antes había escuchado música como ésa. Su música se elevó, voló, luchó contra la adversidad y triunfó sobre las leyes de la naturaleza. Saluden a Ludwig van Beethoven (1770-1827), uno de los mayores fenómenos en la historia del arte y el músico más influyente de todos los tiempos. Su música es una suma incomparable de emoción, fuerza, belleza y libertad. Una afirmación del espíritu humano. En sus obras —138 Opus numeradas y 205 trabajos sin numerar— está contenida no sólo la vida del compositor alemán, sino toda la nuestra. Su música es capaz de explicar mejor que nadie quienes somos, qué nos define como seres humanos. 

Entre los compositores del clasicismo y del romanticismo, Ludwig van Beethoven forma un hueco generacional. Un estilo inclasificable, un período en sí mismo. Beethoven influyó de manera decisiva en los compositores que vinieron después de él; dio forma a diversos instrumentos e instituciones —la orquesta profesional surgió en gran medida para interpretar sus grandiosas sinfonías, las salas de conciertos se abarrotaron, la tecnología de grabación evolucionó y también la forma de escuchar música cambió para siempre—. Beethoven provocó un rompimiento con la forma y con el fondo, cimbrando a la música clásica y lo que el acto de escucharla significa. Él no quería que su música fuese sólo un instrumento de recreación estética, que se tocara en los salones frecuentados por la aristocracia, tampoco quería que fuera de uso popular, él quería ir más lejos, quería que su música fuese una revelación. Una fuerza capaz de liberar del sufrimiento a quien pudiera comprenderla. Con el tiempo y después de su muerte, el compositor alemán cumplió con su misión: durante las revoluciones de 1848 y 1849 se escucharon sus sinfonías, como estandartes de libertad; en la Segunda Guerra Mundial, las transmisiones de la BBC a los aliados comenzaban con las notas iniciales de la “Quinta Sinfonía”, para transmitirles la “V” de la Victoria; el día de Navidad de 1989, se celebró un concierto histórico en el Schauspielhaus de Berlín Este, un mes después de la caída del Muro, el estadounidense Leonard Bernstein dirigió la “Sinfonía n.º 9 en re menor, Op. 125”, con músicos de Múnich, Dresde, París, Londres, Nueva York y Leningrado; en 1977, el Voyager 2 partió al espacio en busca de otras galaxias y otras formas de inteligencia llevando, entre otros sonidos de la tierra, música de Beethoven. 

Este gran hombre se reconoció a sí mismo como un genio. Ellos no son nada. Morirán consigo mismos. Nosotros viviremos siempre. Los nombres de Goethe y Beethoven los repetirán muchas generaciones venideras, dijo a su amigo, el poeta, dramaturgo y hombre de estado, Goethe, después de que éste último se inclinase frente a la familia real austriaca, en medio de un paseo que los dos hombres hacían por la ciudad de Teplitz.

El mismo Goethe, después de escuchar la “Quinta Sinfonía”, exclamó: Qué grande es, ¡bastante salvaje!, lo bastante como para que la casa se venga abajo. Para los músicos, Beethoven es un dios secular, comparable a las columnas de humo y fuego que condujeron a los israelitas a través del desierto. Después de que Beethoven tocara a los 16 años frente a Mozart, el genio vienés dijo: No lo pierdan de vista, un día dará de qué hablar. Schumann aseguraba que la naturaleza estallaría si sólo produjera hombres como Beethoven. Y el compositor Carl María von Weber, declaró: Las extravagancias del genio de Beethoven han alcanzado el non plus ultra en la “Séptima Sinfonía” y creo que ya está preparado para ir al manicomio. 

Las composiciones de los gigantes que precedieron a Beethoven —Bach, Haydn y Mozart— fueron grandiosas. Pero lo que pone a Beethoven en un sitio aparte es que, con él, el proceso creativo se vuelve irresistiblemente adictivo. Ningún compositor trabajó tan obsesivamente sus composiciones, ni creo estructuras de una complejidad tan fascinante. Y todo esto lo consiguió estando sordo la mitad de su vida.

Beethoven era un hombre de baja estatura, cabeza grande y ancha, cabello negro y erizado que, al final de su vida, se le puso muy canoso; la piel de su rostro, enrojecida, presentaba cicatrices de viruela; la frente, ancha y las cejas espesas; boca pequeña, labios delgados, mentón ancho, barba partida. Mirada encendida. Su cuerpo, robusto y fuerte, de anchas espaldas; sus manos estaban cubiertas de vellos y sus dedos eran cortos y gruesos —muy lejos del estereotipo de las manos y de los dedos de un pianista—. Sus movimientos eran torpes y solía derramar el vino sobre el piano y la tinta sobre su mesa de trabajo. Vestía con ropas de calidad, pero solía estar desaliñado y sucio. No se bañaba en semanas o meses. Le caía comida sobre la ropa percudida de más comida, de días anteriores. Era desordenado, tenía partituras, papeles, libros, platos sucios, vasos y botellas vacías por todo su estudio. Vivía malhumorado, era hosco y misántropo y solitario. Los científicos no logran ponerse de acuerdo en cuanto al desorden mental que sufría, tal vez padecía de ciclotimia, de una psicosis maniaco depresiva —trastorno bipolar— o de un trastorno límite de la personalidad —borderline—. De lo que no cabe duda es que sufría de cambios abruptos de los estados de ánimo, mismos que se agudizaron a partir de que comenzara a quedarse sordo.

Aunque conoció el éxito en vida, su existencia estuvo marcada por una serie de tragedias que perfilaron no sólo su carácter, sino su música. Procedía de una familia humilde, sin embargo, por el ante-apellido “van” que precede a su apellido, algunos pensaban que provenía de la nobleza —aunque no fuera el caso, ya que es el ante-apellido “von” el que pertenece a la nobleza. Por otra parte, Beethoven significa “remolacha”, lo que sugiere un origen más bien campesino; sin embargo, él nunca desmintió los rumores de su ascendencia noble y eso le trajo problemas en el futuro; hubo quienes lo tacharon de embustero. Todo indica que, en el fondo, deseaba pertenecer a ese mundo aristocrático que tanto criticaba.

Su abuelo fue músico de la corte y su padre fue también músico, sólo que mediocre y frustrado que, igual que su abuelo, vivía alcoholizado.  Johan, el padre, quiso hacer de Beethoven un segundo wunderkind  o niño prodigio, —como lo había sido Mozart— que le trajese fama y fortuna. Beethoven empezó a tocar a los tres años de edad. Le fue contratado a un maestro ambulante para que lo instruyese. Johan, su padre, lo encadenaba al clavicordio, hasta que terminaba de practicar sus lecciones, le pegaba cada vez que se equivocaba en una nota o lo encerraba en el sótano. Su madre, en cambio, fue una mujer amorosa que no tuvo la capacidad de protegerlo de la violencia paterna. Ella padeció tuberculosis y, probablemente, sífilis. Murió en 1789, abrumada por la enfermedad y por las tareas domésticas que la consumían. Beethoven era todavía un adolescente.  

A pesar de la infancia turbulenta, Beethoven tocaba el clavicordio con una fuerza inusitada y, a los 11 años, fue nombrado músico de la Corte Electora de Colonia. Pero las dificultades en casa lo convirtieron en un niño solitario y meditabundo. 

A los 17 años viajó a Viena, donde conoció a Mozart —al que vio una sola vez en su vida— y se convirtió en alumno de Haydn, sin embargo, discutía mucho con el maestro y terminó continuando sus estudios con Schenk y Salieri. 

Muerta Marie, su madre, el padre se jubiló. Beethoven regresó a Viena y tuvo que tomar el lugar que había sido de su progenitor, como cabeza de familia, y hacerse cargo de la manutención de sus hermanos. En esta época tocaba el violín en el teatro de la corte y era admirado por Haydn, por los críticos y por su público, pero también empezó a volverse más intolerante y  malhumorado, y a tener violentos arranques de cólera. Su carácter tímido, retraído, taciturno y ansioso se agravó, hasta hacerlo insoportable para muchas personas. 

En 1823 su hermano, Kaspar Karl, se casó con Johanna Reiss y Beethoven se mostró muy disgustado porque ella se había embarazado antes del matrimonio. Beethoven tenía ideas de la vida muy conservadoras. Sin embargo, hoy existe una teoría, según la cual, Karl, su sobrino, habría sido hijo de Beethoven y no de su hermano, Kaspar Karl. De manera que Beethoven habría sido amante de su cuñada, Johanna. Al parecer, su hermano no podía tener hijos. Más adelante, después de la muerte de Kaspar Karl, Beethoven sostuvo una encarnizada batalla legal en contra de Johanna por la custodia de Karl, su sobrino —fue en esa época cuando Beethoven sacó a relucir lo peor de sí mismo, manifestando un tozudo egoísmo, al no importarle los sentimientos de su cuñada o de su sobrino, que no quería vivir con él—. Aunque ganó en los tribunales y Karl se fue a vivir con él, nunca consiguió su amor; juntos, tío y sobrino llevaban una relación tormentosa marcada por la severidad de uno y el rencor del otro. Karl llegó al punto de intentar suicidarse.

Beethoven conoció a muchas mujeres y se enamoró apasionadamente de ellas, pero la mayoría, por una razón u otra, estaba fuera de su alcance. Amores platónicos que amó en silencio, mujeres de una posición mucho más elevada que la suya o mujeres casadas, casi todas terminaban contrayendo matrimonio con otros hombres o volviendo con sus maridos.

Corren dos versiones relacionadas a la creación de “Claro de luna”, una de las sonatas más bellas que se hayan compuesto jamás  de la cual Franz Liszt dijera: Es una flor entre dos abismos. La primera versión se refiere a una mujer ciega para quien Beethoven compuso la pieza y la otra tiene que ver con Giullieta Guicciardi, una alumna suya de la que se enamoró —una vez más, platónicamente—, relación que no se pudo concretar por el rechazo que la familia de Giullieta manifestó contra el músico, que para entonces ya estaba casi sordo. Lo más probable es que la segunda versión sea la verdadera y que la de la muchacha ciega sea sólo una leyenda. Después estuvo enamorado de las hermanas Brunswick, Therese y Josephine y, como homenaje a Therese, compuso  “Para Elisa—una de las piezas para piano más bellas que existen— y que, en realidad, era para Teresa. A esa Therese sobrevino otra mujer del mismo nombre, pero de apellido Malfatti. La tía de esta Therese le aconsejó a su sobrina de no casarse con Ludwig porque, según ella, a pesar de que reconocía que era tal vez uno de los mayores genios de toda la historia, era también el hombre más torpe, más triste y más iracundo del mundo. Y no podría hacerla feliz. Tras la decepción, Ludwig se enamoró de otras alumnas, de algunas cantantes y de una poetisa, todas con el mismo destino fatal: el abandono, el desengaño, la frustración. Existe una célebre y hermosa carta que escribió a “La Amada inmortal” y que nunca envió. Se especula que esa mujer pudo haber sido Antonie Brentano, esposa de un mercader de Frankfurt y madre de cuatro hijos. Pero hay quien dice que su Amada Inmortal pudo haber sido también la primera Theresa, aquella que lo inspiró a componer “Para Elisa”.   

Beethoven tuvo una relación muy estrecha con las ideas políticas de su época. Admiraba a Napoleón Bonaparte al punto de haberle escrito la Sinfonía N°3, pero cuando cayó en cuenta de que Napoleón era un dictador, borró su nombre de la partitura y la dejó como la sinfonía “Heróica”. Sus ideas sobre la vida, el destino, el coraje, el desafío y la libertad se repiten a lo largo de todas sus composiciones. Aunque quizá sea “Fidelio”, su única ópera, su testamento político. Beethoven fue un revolucionario que participó en las transformaciones de su época con su música, a la que consideraba un arma muy efectiva contra la tiranía. Pensaba que después de Dios no había nada tan alto para él como el honor. Promovía la vida natural, la vida en el campo, como lo demuestra en su “Sinfonía Pastoral” y llegó a decir: Prefiero a un árbol que a un hombre

Beethoven nunca pudo ahorrar y, cada vez que le sobraba dinero, se lo gastaba en alguna sucia taberna de la ciudad, consumiendo comida poco saludable y bebiendo enormes cantidades de vino. Después regalaba dinero en la calle a los indigentes. No soportaba la pobreza de la gente. A pesar de que se consideraba superior al resto de los mortales —en todos los aspectos—, al final de su vida se avergonzaba de su sordera y se escondía de las personas. Los niños le lanzaban objetos y lo confundían con un vagabundo. Uno de los hombres más grandes de todos los tiempos deambulaba, menesteroso, por entre las estrechas callejuelas de la Viena y de Bonn, su ciudad natal. Por otra parte, ya ni las trompetillas, ni los demás artefactos que antes había utilizado para poder escuchar mejor le eran de utilidad. Escuchaba los ruidos, pero no comprendía lo que la gente decía. Todo en sus oídos era confusión. Conforme se aislaba de los sonidos, se aislaba del mundo, penetrando cada vez más en ese mundo solitario, atormentado y hermoso que había en su interior.

Se alejó de los escenarios, empezó a temer, obsesivamente, que su bronquitis crónica se convirtiera en tuberculosis, la enfermedad que había matado a su madre. Sufría ataques de angustia y de paranoia. Gritaba a los transeúntes desde su ventana. Empezó a tener diarrea y los dolores abdominales se intensificaron. Consideró otra vez el suicidio, pero terminó por abandonar la idea.

En 1820, con 50 años, quedó totalmente sordo. 

¿Cómo pudo un músico sordo escribir toda esa música tan notable? Según uno de sus biógrafos, leía sus composiciones como si de un libro se trataran, sin servirse de su audición, asociaba las notas y analizaba las modalidades, los efectos y los sonidos, coordinando sus pensamientos por asociaciones sensopsíquicas y utilizando como herramienta sólo su portentosa memoria auditiva.

En sus últimos años Beethoven lanzaba esputos con sangre. A pesar de todo, se entregó de cuerpo y alma a su proyecto más importante: la creación de una sinfonía que había querido componer desde que tenía 20 años y que culminó a la edad de 54 años. —Cantaremos la canción del inmortal Schiller—, dijo a un amigo. Esa obra es la “Novena Sinfonía”, también conocida como  la Oda a la alegría”, considerada el himno de Europa y declarada Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO en 2001. Su estreno, que él mismo dirigió, valiéndose de la ayuda de los instrumentistas —él nunca pudo escuchar lo que nosotros, hombres del futuro para Beethoven, podemos escuchar con tan sólo apretar un botón— y este estreno es considerado uno de los espectáculos más importantes de la historia de la música clásica.

Murió en soledad. Antes de morir levantó el puño cerrado y, después de bajarlo, se hundió en el lecho de muerte y expiró. Hiller, uno de los pocos amigos que estaban con él, cortó un mechón de pelo que le caía en la frente. Todas sus pertenencias se subastaron. Toda su herencia fue para su sobrino, Karl. De esta forma, quizá, intentó congraciarse con él y con Johanna, a la que tanto daño le causó cuando le quitó a su propio hijo.

Según las autopsias que se le practicaron, murió de complicaciones derivadas de una grave cirrosis hepática. A su funeral asistieron 25,000 personas, que se abarrotaban en las calles para seguir a la carroza fúnebre y despedir al músico que más admiraban. Durante la ceremonia, un coro cantó un acto de la ópera “Guillermo Tell”, de G. Rossini y F. Schiller. Su cadáver fue enterrado en un ataúd de pino y fue exhumado en dos ocasiones. En la primera se le hizo la famosa máscara mortuoria de arcilla. Finalmente, el genio descansa en el Cementerio Central de Viena.  

En un mundo moderno, donde la música es cada vez más repetitiva y previsible, la música de nuestro genio —como el resto de la música clásica— nos invita a hacer un viaje a nuestras mismas entrañas. Un viaje que, en Beethoven, siempre tendrá giros musicales inesperados y cargados de originalidad. Giros que destruyen, traicionan o crean nuevas expectativas a nuestro viaje, haciéndolo más interesante y más profundo. Como nos ocurre después de leer un poema épico o una novela, al terminar de escuchar cada una de las obras de Ludwig van Beethoven, irremediablemente, nos habremos transformado, tal vez un poco, tal vez mucho.

Beethoven fue el primer compositor que se puso a sí mismo en el centro de su música. El primero que supo darle cara al sufrimiento —físico y espiritual— y el primero que encontró la fuerza para seguir componiendo a pesar de los golpes que le propinó el destino. Expresó su mensaje con diáfana claridad y nos dijo: ¡Yo soy un genio!, y estoy aquí para moverlos, para tocarlos, para ayudarlos a descubrir partes de ustedes que ni siquiera sabían que existían.  Yo soy Beethoven.

Desde niño Beethoven ha sido uno de mis puertos de refugio. Cuando era pequeño, mi tío E. —aficionado y gran conocedor de la música, que solía referirse a Beethoven como a “El Gran Sordo”— nos hacía escuchar, una y otra vez, su Quinta Sinfonía. Mis primos y yo, después del Ta, ta, ta, taaa (Sol, Sol, Sol, Mi) del primer movimiento, decíamos: Ta, ta, ta, taaa…  Leche con pan…

Más adelante conocí a un ex directivo de EMI Capital que tenía una pequeña tienda de discos en el Pasaje Polanco de la ciudad de México, donde yo vivía, y que me vendió la colección completa de la música de Beethoven. Lo escuche durante algunos episodios depresivos que pasé. Esta música, junto con la de Satie, Bach y Chopin, me ayudó a conocer y a sublimar mi depresión.

Hace algunos años viajé con mi familia a Bonn, en Renania del Norte,-Westfalia, con el propósito de conocer la casa donde nació Beethoven, la célebre “Beethoven-Haus”. Era invierno y la casa estaba cerrada. El extrarradio de la ciudad me pareció inmenso y triste. Caminamos por un paseo que hay junto al Rhin, entramos al antiguo cementerio y, como rebanadas de pan, recorrimos aquellos angostos callejones del centro de la ciudad. Durante esos días, nunca dejé de pensar que tal vez yo estaba mirando algunas de las cosas que Beethoven había mirado. Alguno de aquellos objetos que duran cientos de años. Bebimos un café en la Münsterplatz, donde se erigió una enorme estatua del hijo prodigio de la ciudad. 

Regresamos decepcionados del invierno alemán y de las calles solitarias en esa época del año, pero felices de haber pisado el mismo suelo que alguna vez pisó Beethoven, uno de mis héroes y el héroe de millones de personas que, desde hace 250 años, hemos sido transformados por su música. Héroe, porque los héroes son personas reales, cuyas hazañas tienen la capacidad de salvar a una sola persona o a toda la humanidad. La vida de Beethoven me ha convencido de que la música es una esencia superior a la vida y, por supuesto, a la muerte.

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Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.