“En algunos momentos produce vértigo
acordarse de las personas dejadas
por el camino”.
Javier Marías,
Las amistades desaparecidas
Desgajado y roto, algunas páginas ambarinas, aún conservo mi viejo ejemplar del libro de memorias del poeta checo Jaroslav Seifert: Toda la belleza del mundo. El texto empieza así: «En la calma de la memoria, y sobre todo cuando cierro fuertemente los ojos, en el momento que quiero, veo los rostros de muchas bellas personas que he conocido en la vida y de algunas de las cuales fui amigo; entonces me vienen los recuerdos, uno tras otro, cada vez más hermosos. Y me parece que fue ayer cuando hablé con toda aquella gente. Aún siento el calor de las manos que estreché…».
En el centro de nuestra vida está el asunto de las relaciones humanas y el influjo que nos dejan aquellos con los que hemos compartido una parte de nuestra existencia.
Con algunos amigos escuchábamos música. Con los mejores, también podíamos escuchar el silencio.
A veces nos da por recordar las conversaciones que teníamos con los amigos que hemos perdido. Había días en los que hablábamos sobre nada y otras sobre libros, películas o algún programa de televisión. En ocasiones se trataba de conversaciones serias, realmente serias, sobre el sufrimiento, el hambre o la injusticia.
A cada época de nuestra vida corresponde un amigo (o un grupo de amigos) que nos acompaña y que, cuando los intereses o la cosmovisión que nos unía a él cambia, esa amistad se transforma o se esfuma de golpe.
Algunas de estas pérdidas son irreparables y otras son irremediables. Sin duda, las que más duelen son las amistades imposibles. Aquellas con alguien que ya no está.
Hay ocasiones en las que tenemos perfectamente claro qué fue lo que terminó con una amistad. Pero la mayoría de las veces no lo sabemos. Malentendidos, decepciones, ingratitudes, traiciones, falta de tiempo, interés y reciprocidad; cambios de estatus económico y social; deudas sin saldar. Todo eso también forma parte del laberinto sentimental que acaba por desembocar en el final de una amistad que, en otro tiempo, se creía inquebrantable.
Algunas veces (como escribió Javier Marías) la conclusión de una amistad puede comenzar con algo tan absurdo como una diferencia de opiniones políticas. En el mejor de los casos y, siempre y cuando prevalezcan la lealtad y la comunicación, una amistad rota puede volver a unirse y fortalecerse.
Hay cosas (escribió Juan José Millas) que cuando se rompen quedan mejor que enteras, como los troncos de los árboles apilados en forma de leña junto a una chimenea. Con la amistad y con el amor ocurre lo contrario, si las piezas rotas no pueden unirse, es mejor retirarse. El dolor que causa la pérdida de una persona depende de la importancia que dábamos a la misma. Hay personas de las que extrañamos su energía, su inteligencia, su generosidad, su esencia.
Toda vida está hecha de ganancias y de pérdidas. Las pérdidas duelen porque nos enfrentan a un vacío. Sobre todo nos duele la pérdida de personas cuya compañía nos hacía sentir en buenas manos.
No estoy seguro de que en esta época, donde todo (amor y afecto incluidos), se lleva a cabo como una transacción comercial donde debe haber un ganar-ganar, pueda ser pensado en términos aristotélicos. En su Ética Nicomáquea, Aristóteles define tres tipos de amistad: la que es motivada por la diversión, la que es motivada por algún interés y, la última, que es la amistad verdadera. Este tipo de amistad está regida por la virtud. Y la virtud, para el filósofo griego, se refiere a la capacidad de realizar, lo mejor que uno puede, todo lo que uno hace.
Amigos verdaderos hay tan pocos como días templados en la Antártida, pero las formas de una amistad verdadera pueden ser numerosas: amigos que se rompen y se vuelven a unir, amigos que maduran y envejecen con el tiempo, amigos que durante algún tiempo ponen en pausa su amistad y, cuando se vuelven a ver (como en una partida de ajedrez), la retoman en el momento justo en el que la habían dejado.
De algo estamos seguros: la amistad requiere empatía y, la empatía, es la capacidad de sentir el dolor ajeno que, en el caso de la amistad, es el dolor del amigo. El amigo verdadero no sólo siente el dolor ajeno, sino que reacciona a él.
Tras la pérdida de una amistad pueden ocurrir tres cosas: que un afecto profundo prevalezca en el tiempo y nos quede una profunda nostalgia de ese amigo perdido, que la amistad en cuestión se convierta en una franca enemistad o que la persona pase a formar parte del inventario de personas que ya no nos interesan.
Muchos de los mejores recuerdos de nuestras vidas están poblados de esos amigos perdidos, que terminan convertidos en una especie de fantasmas en la memoria. ¿A cuántos de ellos podemos recordar? ¿Cómo están? ¿Qué han sufrido y qué han gozado? ¿Han cumplido algunos de los sueños que nos compartían? ¿Qué parte de ellos ha cambiado y qué parte ha permanecido igual? ¿Nuestra esencia cambia con el tiempo o es siempre la misma y lo que cambia es nuestra personalidad?
Si nos reencontráramos con ellos, ¿nos aceptarían de vuelta? ¿Los aceptaríamos nosotros tal y como son ahora? ¿Nos daríamos cuenta de que sólo estábamos en pausa o de que nuestros vínculos se rompieron por completo? ¿Seguiría existiendo un lazo en el que pudiéramos confiar? ¿Seremos los mismos al reencontrarnos después de tanto tiempo? Y al final: ¿Vale la pena reflexionar acerca de las causas de nuestras rupturas?
En la extraordinaria película Flores rotas, de Jim Jarmusch, el Don Juan que interpreta Bill Murray, emprende un épico viaje para disculparse con todas las mujeres a las que lastimó a lo largo de su vida.
En su novela epistolar Los amigos que perdí, Jaime Bayly (el enfant terrible de la literatura peruana), crea al personaje de Manuel, un escritor solitario que vive cerca de Miami y que espera, inútilmente, que alguien le llame por teléfono. Pero nadie le llama. Sus amigos no quieren volver a saber de él y el motivo es muy claro: Manuel se inspiró en cada uno de sus amigos para crear a los personajes de sus novelas, sacando a la luz sus secretos más oscuros. Para intentar resarcir un daño que tal vez ya sea irreparable, Manuel escribe una carta a cada uno.
¿Valdría la pena, después de tanto tiempo, tratar de dar o de pedir explicaciones a los amigos perdidos?
Con los años nos damos cuenta que los verdaderos amigos sólo son un puñado de personas. Y que siempre nos queda la amistad con nosotros mismos (al fin y al cabo no sabemos quienes somos).
Tal vez lo mejor sea soltar y dejar que, como el mar que de vez en cuando regresa a uno de los muertos de sus naufragios, nos sorprenda y nos traiga de vuelta a alguno de nuestros amigos perdidos.