Cuatro plumas tuxpeñas: Rivas, Lopátegui, Peralta y Chao

Hoy Tuxpan es todavía un vestigio de romanticismo abandonado. Un lugar que puede dar voz a esa palpitación profunda de lo que ya somos. Frontera de dos mundos, puerta al universo mágico de una civilización antigua y reservorio de sabiduría en las frágiles miradas de nuestros ancianos.

En esta plática exploro las huellas de Tuxpan en la obra de cuatro escritores contemporáneos de esta ciudad, quienes le han dado su literatura al mundo. Ellos son José Luis Rivas (1953), Patricia Rosas Lopátegui (1954), Braulio Peralta (1953) y Guillermo Chao Ebergenyi (1946).

Tuxpan es un lugar situado en la frontera. Frontera de dos mundos: el mar y el continente. Frontera de dos latitudes: el norte y el sur de México. Frontera de dos tiempos: el pasado huasteca y el presente, moderno y tradicional al mismo tiempo. Ciudad puerto por donde se entra al mundo y ciudad ceremonial por donde se sale de él: sepulcro de los grandes monarcas de la antigüedad. Sitio sagrado del Levante mexicano, punto intermedio entre el Anáhuac y los grandes cerros del Altiplano. Cuna de poetas. Crisol de influencias. Piedra angular en la conformación de nuestro ethos. Antiguamente, su conexión con la capital no era directa. Había que trasladarse a Tampico por agua, cruzando la Laguna de Tamiahua, y tomar el tren que lo llevaba a uno a la estación Buenavista. Dicha elipsis servía para amortiguar los ánimos ante una transición dramática de atmósferas, pero también en el sentido de la realidad.

Tuxpan era como el Ixtepec de Elena Garro, un lugar suspendido en el tiempo, un mito de piedra sostenido en el vacío de una realidad nacional cada vez más azarosa y traicionera. En Tuxpan, los caimitos, los mangos y las uvas de playa sostenían con gran esfuerzo la magia evanescente de una realidad cada vez más divorciada de su cosmogonía local.

Invadida por una retahíla de gobernantes desquiciados, cortó sus framboyanes de ramas extendidas al río y se montó en la locura del conquistador con un falso sueño de “modernizarse” y “modernizar” al país. Cincuenta años lamentó no tener una carretera que lo pusiera a tres horas del centro del país y hoy, que la tiene, descubre que su carisma reside en otro lugar: en ser un lugar mítico, apartado del bullicio de una nación en tránsito. Tránsito hacia sí misma, aun cuando Tuxpan siempre ha estado ahí, reencontrada con su pasado indomable, con sus bellos paisajes y sus atardeceres de playa; con sus esteros apacibles tocados sólo por el sonido ocasional del cangrejo crepitante o un pez que sale a ver el sol. En ese lugar sagrado, se anida también nuestra alma, o lo que queda de ella, sofocada entre las botellas de PET y bolsas de Sabritones que flotan a la deriva entre las ramas de laurel de nuestras antiguas coronas.

Hoy Tuxpan es todavía un vestigio de romanticismo abandonado. Un lugar que puede dar voz a esa palpitación profunda de lo que ya somos. Frontera de dos mundos, puerta al universo mágico de una civilización antigua y reservorio de sabiduría en las frágiles miradas de nuestros ancianos.

Por ello es importante visitar el trabajo de los escritores vivos que esta ciudad nos ha dado, que con sus palabras e imaginación tejen una concepción del mundo diferente, que abreva del abecedario sensorial de esta ciudad frontera. ¿Qué pueden tener en común José Luis Rivas, Patricia Rosas Lopátegui, Braulio Peralta y Guillermo Chao? Cuatro plumas que bañan sus páginas con remembranzas y símbolos de una conciencia disonante, que se mueve a contrapelo de la estética cultural del México actual. Todos ellos son críticos rebeldes y contestatarios del status quo de nuestro tiempo y con esto hemos nombrado el primer elemento en común, pero hay otros.

Los cuatro defienden el azar como telón de fondo de la historia y buscan habitar en este espacio como garantía de su libertad creativa; apelan a lo empírico más que a lo racional, buscan más las particularidades de cada cosa, que los patrones ocultos en el todo; son más aristotélicos que platónicos. La sensualidad del mundo los sublima más que las grandes narrativas de la historia que pretenden dar sentido a lo incomprensible: la Revolución mexicana, el capitalismo, la disparidad social, la depredación del medio ambiente, el papel de la mujer, la adicción al poder. Temas todos que los preocupan, pero sus respuestas son más poéticas que ideológicas; vienen más de la praxis que del logos. En este sentido, son anti-intelectuales modernos, iconoclastas prófugos del reduccionismo de la mente.

En su prosa, su poesía o su periodismo encontramos rastros de una individualidad sana, inhibida sólo por los abusos del sistema patriarcal, del gatopardismo de los intelectuales al servicio del poder; del machismo y de los crímenes de odio. Los cuatro son héroes que reclaman para sí —y no para el proyecto de Nación— los atardeceres y caminatas junto al rio o en el Parque Reforma, bajo el alegre revoloteo de los pájaros, cuando aún existía ese lugar mítico con mesas de lámina, donde la gente se reunía a platicar, hoy convertido en un triste adefesio de concreto.

Todos ellos alzan su voz contra una visión de país que pretende arrebatarle el fuego a los poetas para sacrificarlo en el altar de los dioses nacionales. No, ellos prefieren saborear con su propio paladar los tamales de zacahuil y los chilpacholes de jaiba de la realidad antes que venderse a una ficción intelectual.

Patricia Rosas Lopátegui

Patricia Rosas Lopátegui, por ejemplo, nos trae a la memoria la inteligencia de una mujer como Rosario Castellanos que además de poner en tela de juicio la sumisión femenina ante el hombre, como habían hecho ya antes Antonieta Rivas Mercado y otras, se atrevió a cuestionar la vocación maternal como valor supremo para las mujeres. Ella creció, igual que Lopátegui, en la periferia de México —en los Altos de Chiapas— y convivió desde pequeña con las culturas sureñas, recuperando así en su literatura las voces de los pueblos marginados y reconstruyendo el rostro de una nación desdibujada por una modernidad castrante.

Su libro Nahui Olin, Sin Principio ni Fin echa luz sobre una de las figuras más destacadas de la vida cultural y del imaginario erótico del siglo XX, que cargaba en su pluma la cruz de su belleza y sensualidad, pero que —como la actriz austriaca Hedy Lamarr— no sólo era bella sino además una intelectual ferviente. Carmen Mondragón, casada seis años con el pintor Manuel Rodríguez Lozano, un hombre que no la pudo complacer, fue una llama que se devoró a sí misma. Junto con Frida Kahlo, Nellie Campobello, Elena Garro y Pita Amor es uno de los cinco soles de nuestro calendario azteca. Mujeres que brillaron por sí mismas en un tiempo que no hacía justicia a su inteligencia y fueron sepultadas en el olvido, excepto Frida, por la osadía de mostrarse como eran y por salirse del libreto en los estereotipos de género que las buenas costumbres imponían. Como lo revela el poema “Es una coqueta” de Nahui Olin:


Es una coqueta
la que
pierde la cabeza
la
que
va
como yo
sin
saberlo
gustándose
todas las veces
que la miran

ES
inútil
saber
que se
es
bella
y
linda
se tiene
sin cesar
que encontrar
a alguien
que se lo diga
y rediga

o que no le haya
dicho nunca
qué
linda
es

ES
una coqueta
la que
deja
de tener
el mismo
efecto
ella cambia
para encontrar
una nueva
manera
de gustar
de ser deseada
y aunque
todo el mundo
se voltee
para mirarla
ella
no está
cansada
de arrancar

deseos
al mundo entero
que
no la ha
mirado demasiado
dicho y redicho sin cesar
que es linda
como una coqueta
que hace perder la cabeza
al mundo entero

Dado que
no son suficientes
las conquistas
LA COQUETA
irá
siempre
a buscar
a alguien
que le
diga
y
rediga

eres linda


¿Acaso los intelectuales del momento no supieron ver a través de esa inocencia, erotismo y espontaneidad de niña del Colegio Francés al genio que latía por dentro? ¿A la intelectual que conversaba con Einstein sobre la relatividad en libros como Energía Cósmica (1937), introductora de términos como “molécula de amor”, “intra-atómico”, “totalidad sexual del cosmos”. Su poesía, llena de novedades estilísticas, como la disposición tipográfica y la sensualización de las palabras, es muy original. La belleza erótica que se desprende de sus versos y de sus pinturas, insistentes en el tema de la libertad corporal de las mujeres, es excepcional. Seguramente así también era su música, si la pudiéramos volver a escuchar, ya que no queda registro de ella.

Nos hace pensar también en Antonieta Rivas Mercado, esa única mujer del grupo de Los Contemporáneos, que luchó por liberar a la mujer del yugo patriarcal y, tras apoyar a José Vasconcelos en sus aspiraciones a la presidencia asumiendo la mayor parte de sus gastos de campaña, acabó aplastada por la maquinaria callista que impuso a Pascual Ortiz Rubio con el fraude electoral más grande de la historia (hasta ese momento).

Rosas Lopátegui, profesora de literatura y cultura mexicanas en la Universidad de Nuevo México, ha hecho una gran labor de rescate del pensamiento largamente opacado y censurado de Elena Garro al publicar su biografía en cuatro volúmenes: Yo sólo soy memoria (Ediciones Castillo, 1999); Testimonios sobre Elena Garro (Ediciones Castillo, 2002); El asesinato de Elena Garro (Editorial Porrúa, 2005), y un enorme volumen titulado Yo quiero que haya mundo… (Editorial Porrúa, 2008), donde recupera el testimonio de más de 80 escritores y críticos acerca de su dramaturgia. Una mujer que denunció la violencia perpetrada desde el poder contra los indígenas y que sufrió en carne propia la persecución del aparato de seguridad del presidente Díaz Ordaz a cargo de Luis Echeverría y Fernando Gutiérrez Barrios por la amenaza que representaba su apoyo a Carlos Madrazo y el partido Patria Nueva que estaba por fundar. Eso sin mencionar sus asuntos personales con Octavio Paz, quien no le permitía desplegar su potencial literario y que, ya para 1947, habían terminado en dos intentos de suicidio. A Rosas Lopátegui le interesa señalar cómo ésta fue una de las primeras mujeres en denunciar la connivencia de los intelectuales del status quo con el sistema, llegando a utilizar a los estudiantes como carne de cañón para asegurar sus prebendas políticas: puestos directivos en suplementos culturales, presupuesto para revistas literarias, espacios en las editoriales de prestigio, becas, etc. A través de estos izquierdistas de café, como ella los llamaba, se controlaba a la cultura nacional desde la oficialidad.

Quiero ahora nombrar el tercer aspecto en común que veo en estos cuatro escritores tuxpeños: la conciencia de pertenecer a una realidad frontera, nepantla entre dos mundos, donde la libertad de criterio se desborda por encima de los cánones y revela los pliegues en el vellocino de oro de nuestras figuras de autoridad, rescatando así al individuo —en especial a la mujer, la Diosa blanca— de la masa anónima que la sojuzga. El pensador tuxpeño siente en su seno el deseo de pertenecer a una cultura popular, no de elevarse sobre ella. Quiere permanecer atento, como Monsiváis o Castellanos o Garro o Saint John Perse, al Vox Populi de la sabiduría social; palpar de cerca la realidad sin subirse en atalayas de piedra. Para ellos, saber es ante todo, dialogar con el Genius loci. Más allá de dogmas e ideologías, el escritor tuxpeño siente una necesidad de conexión con el entorno, siente la materialidad de su cuerpo y la dimensión física de sus extremidades a través de la música, la danza y la gastronomía. Porque, como dijo Iván Illich, filósofo croata que vivió en México en los años 70, cuando la palabra se separa de los labios que la emiten, se aísla en la imaginación y engendra quimeras. Es decir, el pensamiento desprovisto de una experiencia real en los sentidos, abre camino a la locura de lo que no sabe existir en el mundo. Illich llamaba a este fenómeno “concretudes desplazadas” y se refería al abandono gradual de la conversación y la expresión oral a cambio de una mentalidad libresca que George Steiner ha descrito como punto clave en la decadencia de Occidente.

Guillermo Chao Ebergenyi

Guillermo Chao, por ejemplo, con su experiencia en el periodismo y su fascinación por la fotografía, nos relata una y otra vez, pasajes anti-solemnes de la historia de México y de otras partes del mundo que rayan en el absurdo, en la parodia, en el exposé de los contornos rasgados de cualquier historia de héroes: la muerte de Álvaro Obregón a manos de León Toral, pero también de una desquiciada monja queretana, la Madre Conchita, que inspiró el atentado por influencia del clero y posiblemente de Plutarco Elías Calles en última instancia. En su libro La Maleta Mexicana, nos relata también el irónico descubrimiento, 70 años después, de una valiosa colección de fotografías de Robert Capa y otras vacas sagradas de la fotografía en el clóset de la Colonia Condesa de un narcotraficante y embajador mexicano en la Francia de Vichy, el general Francisco Aguilar González. Su excelente prosa rescata para nosotros la memoria de Renato Leduc —el poeta de los arrabales, como lo llamó Paz— iniciador de una vertiente latinoamericana de poesía que, cito, “le pegó un apabullante baño popular a las exquisiteces de Los Contemporáneos… tan puros y tan mamones, con excepción de José Gorostiza y Salvador Novo”. Con Leduc, nos dice Chao, asistimos al “asalto temático a la rima de lo verdadero por la vertiente de lo fantástico”, pero esto también ocurre con Chao. En un reciente artículo publicado en la Revista Praxis, nos cuenta que el récord mundial de poetas suicidas lo tiene México y nos guía por el destino de varios de Los Contemporáneos que acabaron con sus vidas en esta forma trágica: Jorge Cuesta, Jaime Torres Bodet, Antonieta Rivas Mercado, Xavier Villaurrutia (este último no confirmado), y Abraham Ángel, el joven pintor pareja de Manuel Rodríguez Lozano. Talentosos, implacables, irreverentes con la academia y todo lo que oliera a siglo diecinueve y Revolución —dice Chao— el grupo se fue apagando por la vía del exilió voluntario… y del suicidio. En otro artículo nos describe un viaje que realizó a Argentina, donde curioso por descubrir la verdad detrás del mito de Alfonsina y el Mar, compró una pequeña monografía sobre la poeta suizo-italiana, esperando corroborar lo dicho por la alegre canción de Félix Luna y Ariel Ramírez sobre su arrebatado suicidio en el mar. Pero no. La historia de caracolas, caballitos de mar y sirenitas que dio vida a su leyenda… es mucho mejor que la verdadera historia de ahogamiento a causa de un resbalón sobre una enlamada escollera, termina.

De esta manera real y descarnada, Chao nos exhibe las realidades de la enfermedad de cáncer que sufría la poeta, lo mismo que la paranoia de Ernest Hemingway, otro maestro del relato que sufrió de alcoholismo y delirio de persecución, o de Kevin Cartner, el fotógrafo surafricano que ganó el Premio Pulitzer en 1994 por su foto La Niña y el Buitre que dio la vuelta al mundo para poner en el radar la guerra civil de Sudán, pero que hundió al fotógrafo premiado en una terrible depresión que lo llevó a quitarse la vida. No sabemos si la niña retratada prevaleció a la guerra —dice Chao—. Lo que sabemos es que Kevin Carter no lo logró.

Me parece que la insistencia de Chao en el tema de la muerte y la cara oculta del éxito, no se debe a una actitud pesimista ante la vida. Muy al contrario, es en esta capacidad de reírse de las victorias pírricas que trama la imaginación humana donde reside su genio y donde permanece estable en su valoración del presente. A grandes alturas grandes abismos, pareciera decir Chao, no por ello insinuando que uno debiera abstenerse de buscar el éxito. Su vida misma es un claro ejemplo de ello: fue director de varios periódicos y revistas; Presidente de Información de la Organización Editorial Mexicana; Vicepresidente de la agencia United Press International (UPI) y autor de seis novelas históricas, algunas de ellas premiadas. Más bien, lo que se lee entre líneas es su actitud humilde ante la ufanía a la que es propenso el espíritu humano.

Braulio Peralta 

Vamos con Braulio Peralta. Estamos aquí ante una de las mentes más lúcidas en el periodismo cultural mexicano, fundador entre otras cosas del diario La Jornada y la revista Equis. Con su fascinación por la literatura, el teatro, las artes plásticas y la música, Braulio nos retrata de cerca y de primera fuente sus impresiones sobre algunos de los grandes íconos de la cultura nacional, como Octavio Paz y Carlos Monsiváis. Pero no desde el elogio gratuito.  

Uno de sus libros más completos es El Poeta en su Tierra, diálogos con Octavio Paz. Braulio no sólo fue el primero en entrevistar al poeta tras recibir el Premio Nobel, sino a lo largo de 15 años, entre 1981 y 1996, en conversaciones que reúne en este libro que lleva ya siete ediciones agotadas. Los Rostros de Octavio Paz, una antología crítica es otra cuidadosa selección de entrevistas y textos de gente muy importante como José Emilio Pacheco, Fernando Savater, Elena Poniatowska, Roger Bartra y otros que, sin ser autores incondicionales de Paz, reflejan el lado humano del escritor, el traductor, el amigo de los jóvenes, el surrealista, el amante del arte prehispánico y el hombre colérico con quien en muchas ocasiones entabló discusiones por sus posturas políticas, mismas que al final aprendió a respetar. A Paz hay que desentrañarlo —nos dice Braulio—, si no lo hacemos, nos iremos quedando en un vacío intelectual, como de hecho está sucediendo. 

Braulio también aborda el papel de los intelectuales de izquierda en la confrontación con el poder en su crónica de Carlos Monsiváis como impulsor del movimiento cívico por los derechos de la comunidad LGBTTTI. En El Clóset de Cristal, nos retrata el lento peregrinaje de estas organizaciones contra el endurecimiento de las posturas de la iglesia, la sociedad y el gobierno a raíz de la explosión del SIDA a principios de los 80. Al mismo tiempo, describe aspectos de la vida personal de Monsiváis, Nancy Cárdenas y otros luchadores sociales que ya no deben considerarse marginales, sino ir al centro —parafraseando el título del libro de Monsiváis sobre Salvador Novo— porque ya son parte no sólo de la historia de la comunidad gay, sino del México democrático.  

A través de esta figura, Braulio nos presenta a un personaje que analiza los signos caducos de nuestra cultura y desarma prácticas que nos anquilosan en el pasado. No sólo la intolerancia a la diversidad sexual, sino también el rechazo clasista a las expresiones del arte y la estética popular, manifiesto en su vasta colección de pintura, grabado, caricatura, fotografía, juguetes y otros objetos que ahora forman la colección del Museo del Estanquillo.  

De esta manera, Braulio Peralta nos devuelve el gusto por nuestro presente, por lo que somos. No por lo que queremos ser. Defensor también de las mujeres y de la igualdad de género, exorcista de la culpa sexual, que tanto ha mutilado nuestra evolución política, porque como él dice, sin libertad sexual tampoco hay libertad política.

En un artículo de la revista Praxis dedicado a Marilyn Monroe, nos dice “Marilyn ha sido incomprendida por un gran sector del feminismo radical. Evocarla aquí es abrir la puerta a la discusión de mujeres que, como ella, pudieron vivir como actrices sensuales que despertaron la comezón del séptimo año pero pagaron con su vida la aventura de vivir en una época donde los hombres son, siguen siendo el poder supremo”.

José Luis Rivas

Por último, José Luis Rivas, uno de los poetas más destacados de México y de las letras hispánicas en general, miembro correspondiente de la Academia Mexicana de la Lengua en Veracruz, ganador del Premio Nacional de Letras de Sinaloa en este mes de noviembre, y antes Premio Xavier Villaurrutia, Premio Aguascalientes y Premio López Velarde de Poesía, además de Premio Nacional de Ciencias y Artes en Lingüística y Literatura en 2009.

Ha traducido la poesía completa de Arthur Rimbaud y T. S. Eliot y es autor de la traducción al español de títulos medulares de las obras poéticas de Shakespeare, Saint-John Perse, Joseph Brodsky y otros grandes nombres de origen francés y británico.

Muchas de sus obras poéticas, que vieron la luz desde el año 1981, poseen en sus títulos elementos que hablan de una fascinación por el agua y el mar. Con sus poemarios “Brazos de mar”, “Luz de mar abierto”, “Río” y “Un navío, un amor”, Rivas ha enriquecido a la cultura hispana, pues ha atraído hacia el seno de la propia lengua criaturas de otros universos lingüísticos, que transfigura. Su lengua —ha dicho el ensayista Jaime Moreno Villarreal— no hace más que ennoblecer el dialecto de los abuelos, que han sufrido la suerte del río Tuxpan amortecido por los desechos industriales y el oro negro.

Raz de marea, obra poética, reúne en siete fases los libros publicados por el autor hasta el año de 1993. A decir de Guillermo Sheridan, “Rivas persiste en los aciagos enigmas de una naturaleza que no solamente es metáfora del mundo o inventario del edén, sino interlocutora viva de la realidad (…), materia ante la que el poeta se pregunta: ¿cómo podría yo permanecer impávido?” (Adolfo Castañón, Saludo a José Luis Rivas en Revista de la Universidad de México, México, 2010, Núm. 72, febrero, pp. 31).

Rivas se ha dado a la tarea de trasladar al castellano, además, las obras de Derek Walcott, para no hablar de sus versiones de John Donne, Andrew Marvell y otros poetas metafísicos ingleses, así como de Ezra Pound, Dylan Thomas, Elizabeth Bishop o Emily Dickinson a los que ha sabido absorber y sazonar con su propia voz.

Duelo amoroso con la sombra, dice Adolfo Castañón. Diálogo del cuerpo con el amor. Coloquio del amor con sus sombras. Justa de los cuerpos en la luz.

Louis Panabière, uno de los mexicanistas franceses más reconocidos dentro y fuera de su país, ha definido así su singularidad: “Se ha hablado mucho de la fertilidad poética en México. Los campos de su lirismo y de su literatura sensible han sido generosamente celebrados, sin embargo, hay que reconocer y subrayar la importancia y originalidad innovadora de este poeta de Veracruz. José Luis Rivas ha ensanchado considerablemente y de manera notable el aire de la poesía mexicana contemporánea, al menos en dos terrenos. Primero, en virtud de su hermosa y profunda temática marina, José Luis Rivas conjura la paradójica talasofobia de la literatura mexicana (¿Se ha tomado nota de que en un país con más de 7000 km de costas el mar es muy rara vez celebrado?) Luego, y esa no es la menor de sus virtudes, ha restituido el impulso de la música a una poesía a la que la influencia surrealista había tendido a limitar a las preocupaciones por la imagen. No es fortuito que sea un espléndido traductor de Saint-John Perse, hijo del Caribe como él. Restituir a la poesía mexicana el mar y la música, ambas de por sí asociadas, es abrir aún más un horizonte ya luminoso. (Adolfo Castañón, Saludo a José Luis Rivas en Revista de la Universidad de México, México, 2010, Núm. 72, febrero, pp. 32-33).

Su poemario Río es como una pequeña novela en la que describe escenas de su infancia, de su madre y del río Tuxpan, donde la naturaleza y la sensualidad femenina ocupan un lugar especial. Cito un fragmento de un excelente análisis que hace Luis Antonio Vázquez Heredia, de la Universidad Veracruzana (Fuentes Humanísticas, Año 28, Número 54, I Semestre, enero-junio 2017, pp. 105-129) en el que, lo cito, “sorprende el contraste inmediato que construye el yo poético: en medio de la agonía y de la muerte anunciada con los colores oscuros y olores de hierbas curativas”:


Y pronto la ribera con sus chozas
y sus palos de humo pardeaba como un gato.
Mi prima agonizaba
sobre un catre de
[lona.
Un curandero negro
le chupaba un tobillo.

[…]

Y el hechicero
[negro
lavaba aquella herida
y luego la sorbía con delicia
lo mismo que un ostión hendido. Yo me moría de celos muy negros.
La tarde se entregaba al igual que Regina.

[…]

Por la ventana
reptaba el lento ofidio de las aguas (y lo odié entonces porque
también era una víbora de prieta lluvia
tirada de la cola
desde lo alto del monte).
Entre sufridas hierbas
el hueledenoche
abría con la brisa
un postigo a su aroma
con vista al otro lado de la tapia
tapizada de madreselvas
copas de oro
y un manto de la virgen.


A manera de cierre, no quiero dejar de mencionar que Tuxpan cuenta, además, con otros tres escritores importantes, ya fallecidos, que nacieron en los albores del siglo XX y que podrían ser objeto de otra charla, pero que vale la pena nombrar aquí. Ellos son: Magdalena Mabarak Pancardo, Manuel Maples Arce y César Garizurieta. Espero tener oportunidad de hablar sobre ellos en otra ocasión.

(PONENCIA PRESENTADA EN EL FESTIVAL “DEL SUEÑO TÉNEK AL TUXPAN MODERNO”, 21 NOVIEMBRE 2020)

Alejandro Basáñez Beltrán y Puga
Alejandro Basáñez Beltrán y Puga
(CDMX, 1974) Escritor y diplomático con raíces en Tuxpan, Veracruz. Director Editorial de la Revista Praxis: Cultura y Medio Ambiente. Internacionalista por El Colegio de México y Maestro en Ciencias Políticas por The New School, fue Titular de Desarrollo Cultural del IMSS; Agregado Cultural de la Embajada de México en Japón en dos ocasiones; y Jefe de Prensa de la Misión Permanente de México ante la ONU. Es autor de Los Japoneses en Morelos: Testimonios de una Amistad (Fondo Editorial del Estado de Morelos, 2018) y coordinador de la edición bilingüe del Popol Vuh español-japonés (Fondo de Cultura Económica, 2016). Ganó el Concurso Nacional de Oratoria en Japonés 1994.
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