EL VIAJE POÉTICO: La vieja carretera del Distrito Federal al puerto de Tuxpan

“La vida es un viaje experimental […]
Es un viaje del espíritu a través de la materia […]
La vida es lo que hacemos de ella […]
Los viajes son los viajeros”.

FERNANDO PESSOA

I

Durante el siglo xix, el puerto de Tuxpan solía tener mayor comunicación y comercio con Francia, España y Alemania que con la ciudad de México. Buques de vapor cubrían la inexorable ruta: Europa-Veracruz-Tuxpan-Nueva Orleans-La Habana. 

Antiguamente, el camino terrestre que comunicaba a la meseta mexicana (donde se encuentra la capital del país) y el Golfo de México, estaba dividido por la cadena montañosa que forma parte de la Cordillera Americana de la Sierra Madre Oriental. En aquel entonces debió ser un viaje, por entre nubes de polvo, largo, tedioso y fatigante. El recorrido podía durar varios días o semanas y no estaba exento de vicisitudes y peligros.

En las décadas de los ochenta y noventa, ese mismo viaje podía hacerse en seis horas o menos, aunque dependía en gran parte del tiempo que los viajeros se detuvieran por el camino. Con el paso de los años, debido al constante paso de vehículos de carga y de automóviles y a la falta de mantenimiento, aquella vieja carretera (que fue construida en 1946, durante el sexenio de Miguel Alemán), terminó por acabar destrozada y, en algunos de sus trayectos, intransitable.

Ahora, con la súper autopista, cuya construcción fue iniciada gracias a un fideicomiso creado por el banquero tuxpeño, Roberto Hernández (hijo de don Pedro Hernández, ex alcalde de Tuxpan), durante la presidencia de Carlos Salinas de Gortari y la gubernatura de Patricio Chirinos, y que se concluyó hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto (aunque todavía no se ha terminado por completo), se requieren menos de tres horas para llegar desde el DF hasta el puerto de Tuxpan.

Las arriesgadas curvas que la carretera tenía que serpentear para evadir las partes más difíciles del recorrido, fueron sustituidas por avanzados túneles y puentes, venciendo los infranqueables caminos de la Sierra Madre Oriental y otros tramos carreteros para acortar la ruta.

II

Muchos de los viajes que hacíamos sobre aquella vieja carretera, más que simples traslados se convertían, para muchos de nosotros, en viajes poéticos; en el sentido de que una forma de poesía consiste en reconocer, en nuestra propia existencia, la parte sublime que la rodea. Ningún viaje por esa carretera era igual, cada uno evocaba algo distinto. Los olores, los colores, los paisajes, el frío y el calor, variaban en función del día y la hora del trayecto.

El viaje, por corto o largo que sea, siempre ha sido motivo de reflexión. Los antiguos aconsejaban el desplazamiento físico como un método para aprender a prescindir de las pequeñeces, expandir la mente y facilitar la introspección. Entre otras cosas, viajar es aprender a crecer en la diversidad. Y lo que hacía tan especial esa carretera era, precisamente, la gran cantidad de elementos que la componían. En pocas horas se transitaba por una parte del Distrito Federal y por cuatro entidades federativas y regiones del país (Estado de México, Hidalgo, Puebla y Veracruz), se cambiaba rápidamente de paisajes (desierto, selva, bosque de pinos y bosque tropical, montaña, llanura y costa), de climas (seco, templado, húmedo, lluvioso y cálido) y se pasaba por territorios habitados por diversas culturas y etnias (mazahuas zapotecos, chichimecas, tepehuas, pames, toltecas, mexicas, totonacas, nahuas, otomíes, huastecos, mestizos y europeos).

Esa vieja carretera, como pocas que haya yo recorrido, era un sitio privilegiado para renovar la antigua tradición; la del viaje como metáfora que construye, desde la íntima reflexión del viajero, el espacio en el que cimienta su propia identidad.

III

Siempre he considerado que el recorrido de la vieja carretera comenzaba en la salida a Pachuca, cerca de los cerros de Ecatepec: feas casuchas de material —con las paredes sin revocar—, se apilaban y trepaban, casi hasta llegar a las cimas de esos cerros bajitos y rematados por un gran número de antenas del gobierno. Toda la miseria del DF arrinconada y olvidada en los suburbios de la ciudad.

Desde ahí hasta llegar a Tulancingo no había otra cosa que algunas casitas aisladas con paredes de barro y techos de teja, en medio de un desierto frío, con plantas de maguey y de nopal, desperdigadas en el paisaje; grandes extensiones de tierras deshabitadas.

Sabíamos que habíamos llegado a Tulancingo cuando mirábamos, a lo lejos, aquellas grandes antenas parabólicas que el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz utilizó para transmitir los Juegos Olímpicos en aquel turbulento año de 1968. En más de una ocasión fuimos a visitar la zona arqueológica de San Juan Teotihuacán y San Martin de las pirámides, uno de los centros prehispánicos más importantes de Mesoamérica.

Cerca de Acaxochitlán, dentro del Valle de Tulancingo, entre eucaliptos, manzanos, encinos, ocotes y oyameles, pastaban rebaños de borregos. En los puestos de la carretera se comían barbacoa y caldos de borrego y se bebían curados preparados con frutas de la región.

IV

Más adelante, el desierto se tornaba en un bosque poblado por diferentes especies de coníferas. Recuerdo una laguna conocida como El lago de los patos, donde mujeres indígenas vendían, en sencillos puestos, quesadillas de queso, requesón, huitlacoche, flor de calabaza y papa con chorizo. La gente del lugar tenía la piel enrojecida y los labios agrietados por el frío. Con cada bocanada del fresco aire del bosque inundaba los pulmones. Algunas vez hicimos el alto en esa laguna para estirar las piernas y terminamos por alquilar un pequeño bote para remar. A lo lejos, en medio del paisaje, cerca de algunos cultivos de maíz y huertos de ciruela, manzana y durazno, se alcanzaban a ver hilos de humo saliendo de las chimeneas de las casitas rurales.

V

Algunas veces nos parábamos a comer en una molienda donde se detenían los autobuses ADO y los camiones de carga. Comíamos cecina adobada con enfrijoladas. Mi abuelo, que recorrió esa carretera mucho tiempo antes que yo, decía que en la carretera, los mejores sitios para comer están siempre repletos de camiones; los choferes encuentran las mejores moliendas y paradores.

Aunque era más frecuente que comiéramos en un restaurante campestre, La Cabaña, no muy lejos de ahí. Un lugar rústico donde se comía muy bien, aunque tenía un desagradable olor a humedad. Ordenábamos un plato al centro. Tortillas recién hechas, chorizos verdes y rojos y queso crema envueltos en papel aluminio, con la marca del lugar. Mi madre bebía café de olla,  humeante, en un pequeño cazo de barro que sujetaba con ambas manos.

Por algún motivo dejamos de ir a La Cabaña y comenzamos a detenernos en Mi Ranchito, un hotel-restaurante ubicado en Villa Juárez o Xicotepec de Juárez (en plena sierra del norte de Puebla), que había sido fundado por una familia alemana. Era un lugar muy limpio y decorado con gusto europeo. Antes de las comidas servían una canasta con bolillos recién horneados y una suave mantequilla hecha en casa. Los huevos rancheros eran parte de la especialidad. Se bebía café de la región y vendían, para llevar, miel de los apicultores locales, nueces de macademia cultivadas cerca de ahí y mermeladas hechas por ellos mismos. Durante el invierno, en el vestíbulo de ese sitio, encendían la chimenea. En alguna época el lugar fue administrado por el hijo de los propietarios, un hombre que llevaba una barba bien arreglada y que estaba postrado en una silla de ruedas. Con él jugaba a las damas inglesas y bebía rompope junto a la chimenea. Tiempo después, cuando quise volver a jugar a las damas con él, supe que había muerto. 

VI

Cada viaje en la vieja carretera marcaba su propio ritmo, aunque también dependía de los acompañantes, cuando los había. Mezcla de música, paisaje, silencio y conversación. El silencio, durante los viajes en carretera, cobra una poderosa dimensión. Las conversaciones adquieren otro significado; lo mismo puede decirse de la música. La música personifica nuestros sentimientos y nos lleva a otros sitios, en armonía con los paisajes.

VII

Antes de llegar a Mi Ranchito se pasaba por Huauchinango. Alguna vez entré a conocer la localidad. Huachinango alcanzó el rango de ciudad en 1851 y, en aquella época, se le conocía como La puerta de oro, de la sierra. Durante el siglo xix era un importante centro comercial y contaba con una red de caminos de herradura desde los cuáles partían, hacia otros lugares,  caravanas que podían llevar hasta doscientas mulas. En esa época, Tuxpan formaba parte de la Diócesis de Huachinango.

Solíamos pensar que la presa de Necaxa indicaba la mitad del camino. La construcción de la presa, cuya construcción se comenzó en 1903, almacenaba 170 millones de metros cúbicos de agua y proveía de energía eléctrica a la ciudad de México, Puebla, Orizaba, Pachuca y a las minas de oro. La presa estaba rodeada de bosques y había algunas cabañas que formaban parte de un proyecto de turismo ecológico. Desde ahí era posible apreciar el vasto horizonte serrano.

Durante el periplo ocurría algo extraño: llovía a ratos y, con la misma rapidez, dejaba de llover, quedando gotitas de agua sobre el parabrisas. Esto podía ocurrir de una curva a otra. A ratos el sol parecía estar a punto de extinguirse y a ratos brillaba en como una luminosa esfera roja.

VIII

A ciertas horas, la niebla avasallaba la sierra del norte de Puebla: el tramo más enigmático del itinerario. El paisaje era extraño. Los cafetales, entre la bruma, parecían manchas negras y difusas, extraviadas sobre las colinas o descendiendo en los profundos barrancos. Ese andar entre las nubes convertía a la sinuosa carretera en una región quimérica, transfigurando ese mundo verde intenso en un hermoso y agreste país de ciegos. Cuando la niebla era muy densa (algunas veces no era posible ver más allá de tres metros), mi abuelo aconsejaba pegarse a un camión; los camioneros, no solo llevaban potentes luces, sino que se conocían, a ojos cerrados, la carretera

Recuerdo que desde antes de llegar a una curva, era posible ver a los zopilotes volar en círculos y elevarse hasta las cimas de las montañas. Una vez que llegábamos a la curva donde tiraban la basura los lugareños, podíamos observarlos, a unos cuántos metros de distancia, en su tamaño real. Auténticos reyes del basural, aquellos buitres eran unas aves muy grandes. Se posaban sobre la basura, donde no los alcanzaban las llamas (era usual que los aldeanos estuviesen quemando esa basura) y, desde ahí, observaban a los automóviles pasar. Oscuros y encorvados, entre las llamas y el humo, yo tenía la impresión estar en una de las escenas del Infierno de Dante.

IX

Pasada la serranía la carretera comenzaba a descender. Las peligrosas curvas eran sustituidas por largas rectas cercadas por verdes pastizales. Comenzaban a aparecer, aquí y allá, como manchas blancas, algunas cabezas de ganado (cebú, suizo, Indo Brasil). En los potreros había árboles frutales (naranjales, mangos, mamey, chicozapotes) y, también, árboles madereros (encinos, sauces, cedros, álamos).  Al bajar el cristal de la ventanilla del automóvil nos golpeaba una fuerte ola de calor y empezábamos a sentir el olor a salitre, aunque todavía estábamos lejos del mar.

Cuando, en la lejanía, aparecían las primeras antorchas, significaba que Poza Rica, ciudad petrolera, estaba cerca. El fuego que desprendía esos mecheros daban un aspecto irreal al paisaje. Al pasar frente al puente que cruzaba sobre un riachuelo y que llevaba a la ciudad, se percibía el inconfundible olor que desprendía el gas metano. Nos preguntábamos cómo hacían los habitantes de Poza Rica para acostumbrarse al repulsivo olor de la ciudad.

A partir de ahí faltaba menos de una hora de camino para llegar a Tuxpan. Grandes potreros con verdes pastizales, galeras, corrales y divisiones de alambradas de púas o de madera barnizada con chapopote o pintura blanca. La presencia del ganado y de algunos caballos se hacía más evidente. Los árboles cítricos y los árboles de maderas finas también.

X

El puente que cruza el río Tuxpan, al que siempre he considerado como a un pequeño Danubio (por la importancia que tiene en la economía, el comercio, la historia, la estética y la cultura de la región), marcaba el final del recorrido sobre la carretera vieja.

Por las aguas de ese mismo río navegaron (partiendo de Santiago de la Peña) Fidel Castro, el Ché Guevara y su grupo de revolucionarios, a bordo del yate “Granma”, hacia la isla de Cuba, donde iniciaron la revolución que llevaría al derrocamiento de la dictadura de Fulgencio Batista.

Acerca de ese río, en 1964 (en la ciudad de Madrid), se publicó el libro A la orilla de este río, de Manuel Maples Arce, líder del primer movimiento vanguardista de la literatura mexicana y, en 1988, el poeta y traductor tuxpeño, José Luis Rivas, publicó su poemario Rio.    

Antes de que existiera el puente solo era posible cruzar en un chalán que se conocía como “La balsa”.

La construcción del puente fue gestionada por Enrique Rodríguez-Cano, en tiempos de la presidencia de Adolfo Ruíz-Cortines, aunque fue inaugurado hasta 1963, bajo el mandato de López Mateos.

Así es como terminaba (y aún termina) el viaje en la vieja carretera que llevaba de la ciudad de México al puerto de Tuxpan. Pero en realidad, los viajes no terminan nunca, porque son solo el comienzo de un nuevo viaje.

Los viajes son los viajeros, como afirmaba el gran escritor portugués, Fernando Pessoa.

Juan Francisco Hernández
Juan Francisco Hernández
Nació en la ciudad de México en 1971. Es tuxpeño por adopción. Sobrino-nieto de Enrique Rodríguez-Cano, durante su adolescencia, vivió en el puerto de Tuxpan, donde estudió parte de la secundaria y de la preparatoria, y donde también trabajó en los ranchos ganaderos, “Los Rodríguez” y “Los Higos”. Más adelante, estudió la licenciatura en administración, una maestría en administración pública y ciencias políticas y cursó, parcialmente, el doctorado en letras modernas. Tiene cursos y diplomados en economía, finanzas bursátiles, creación literaria y guion cinematográfico. Ha dividido su carrera profesional entre el sector bursátil, la literatura, la fotografía documental, la fotografía de retratos y la fotografía urbana, y la docencia. Entre 2005 y 2006 colaboró como promotor cultural en el gobierno municipal de Tuxpan. Ha publicado cinco novelas cortas y un libro de cuentos (con los pseudónimos Juan Saravia y Juan Rodríguez-Cano). Ha publicado más de treinta relatos cortos en diversas revistas especializadas y más de un centenar de artículos. Ha ganado diversos premios literarios, entre ellos, el «XIV Premio de Narrativa Tirant lo Blanc, 2014», del Orfeó Català de Mèxic. Su novela «Diario de un loco enfermo de cordura», publicada por Ediciones Felou, en 2003, recibió una crítica muy favorable por parte de la doctora Susana Arroyo-Furphy, de la Universidad de Queensland, Australia, y su novela «El tiempo suspendido» fue elogiada por la actriz mexicana, Diana Bracho. Su novela anterior y la novela «La sinfonía interior», publicada por Ediciones Scribere, en Alicante, fueron traducidas al francés y publicadas en Paris, Francia. Ha sido colaborador del diario Ruíz-Healy Times (México), El Diario de Galicia (España), Revista Praxis (Tuxpan, México), Diario Siglo XXI (Valencia, España), Revista Primera Página (México), El coloquio de los perros (Cartagena, España), Revista Nagari (España), Revue Traversees (Luxemburgo-Bélgica), y otros medios. Desde hace 11 años vive en Bélgica, donde es profesor de español (titular de la maestría, por parte del Departamento de Idiomas), orientado a estudiantes de ciencias políticas, ciencias de gestión y ciencias humanas, en la Universidad Católica de Lovaina.
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