Poema a la Iguana (Alejandro Basáñez)
Ella mira, apacible.
El mundo gira a su paso,
inmóvil, pausado.
Sus uñas rasgan el tronco,
sus manos se aferran, pero no a la vida;
sino al paso del tiempo.
Sus ojos acarician la tierra,
huelen el aire.
Dos lóbulos de cristal reflejan el mundo,
taciturno, solemne.
Sus oídos se llenan de viento,
recogen esencias de lugares ajenos al hombre.
Vibran con el compás de la eternidad.
Impávida ante los avatares del destino,
la iguana no sabe de tragedias humanas.
Su corazón clavado más allá,
en un lugar longevo y lejano.
Huele el aire, lo acaricia, lo prueba con su lengua febril.
Ella espera abrazada de un tronco,
el regazo seguro en un trozo de árbol.
La naturaleza se acaricia a sí misma,
autosuficiente.
Así el hombre también se yergue por encima de sus errores
y mira al río buscando un destino.
Impávida y soñadora a la vez,
la iguana mira a lo lejos con su cara de roca,
imperturbable ante el mundo,
firmemente plantada en el tiempo.
Su piel tan gruesa como la de aquellas espinas que la rasguñan,
nada la lastima.
Se mueve lento.
Su corazón late despacio,
casi inocente.
Apacible, la iguana dormida en la roca nos recuerda nuestra propia infinitud.
Vivir despiertos, contemplar cada momento.
Ser impenetrables a la ignorancia ajena.
Ser pacientes a que los demás elijan su camino.
Sin pedirles nada, sin esperar nada.
Piel de acero, paciencia y contemplación.
Escrito en Jardines de Tuxpan, al salir a correr y encontrar una iguana anaranjada sobre el muro de piedra del embarcadero, a la orilla del río