“El capitán de Castilla” Cuando Hollywood denunció al racismo mexicano

El cine mexicano de la “Época de Oro” no era, por “indigenista”, menos racista. Sus protagonistas se dividían en blancos y líderes, e indios aniñados, estereotipadas fuerzas de la naturaleza que necesitaban ser guiados por aquellos blancos.

“Después de todo, no eran más que unos indios”

Llovizna (Sergio Olhovich, 1977)

En “El cisne negro” (Black Swain, 1942), Henry King, su director, ofrecía una historia de “Capa y espada”, ya decadentista, situada en el período de la piratería caribeña, que tuvo, por el contrario, gran influencia en las artes gráficas (la historieta española, el “tebeo”, sobre todo), y que tendría continuación a través de las versiones televisivas y cinematográficas del legendario Robin Hood, siempre prontas a resurgir de las sombras. Cuando King llevó al cine la versión de la conquista española de Tenochtitlan –es decir, la idea estereotipada y difusa que se tiene en Hollywood de tales hechos históricos-, no hizo sino acudir al mismo subgénero de su película anterior, en la que actuaba, una vez más, Tyrone Power en el rol principal, abriéndose paso a punta de espada. En la película, un producto desechable, sin más propósito que el entretenimiento de fin de semana, se descubre una importancia soterrada, inesperada, cuando nos enteramos de los hechos, las anécdotas y las vicisitudes –que, por otro lado, deben de rodear la producción de cualquier película- localizadas “detrás de cámaras” de dicho filme.     

Henry King, hábil artesano de Hollywood, maestro en el uso de la cámara (plano secuencia, travelling, rodaje en exteriores), varias veces puso en la pantalla historias de personajes desarraigados, en exilios auto impuestos, de buscadores, exploradores (incluyendo en el terreno espiritual) y, a través de aquellos devenires narrados en imágenes, dio sus mejores obras: la citada “El cisne negro”, basada en la novela de Rafael Sabatini y uno de los más memorables filmes sobre piratas, “La canción de Bernadette” (The Song of Bernadette, 1943), sobre la pastorcilla del mismo nombre y las apariciones de la Virgen de Lourdes; el anti western “El pistolero” (The Gunfighter, 1950), acaso su mejor película y dos adaptaciones, con irregulares resultados, de obras de Ernest Heminghway, “Las nieves del Kilimanjaro” (The Snows of Kilimanjaro, 1952) y “Fiesta” (The Sun also Rises, 1957).

Apunta Andrew Sarris, el célebre crítico americano que introdujo la “política de autor” francesa en los Estados Unidos, en su polémico libro “El cine norteamericano” que:

“El lugar de Henry King en los libros de historia, es atribuible casi por completo al feliz accidente de la admiración de Pudovkin por “Tol´able David” con sus grandes golpes de villanía expresiva”.

Luego remata que sus películas:

“Son lo bastante agradable en intensidad pero no tienen la fuerza bastante para compensar o llenar las escenas interminables pedidas por el estudio, que King nunca pudo convertir en nada personal y ni siquiera en nada divertido”.

En el libro citado, Sarris, a la manera de un biólogo, clasifica a los directores en categorías. Ha sido el único que se ha expresado de Stanley Kubrick en los siguientes términos:

“Quizá la tragedia de Kubrick fue que se le aclamó como a un gran director aun antes de haber llegado a ser un artesano competente”.

A Kubrick lo categoriza entre los directores de “Seriedad forzada”, es decir, entre los “directores talentosos pero desiguales, que tuvieron el pecado mortal de la ostentación. Sus ambiciosos proyectos tienden a inflarse, no a expandirse”. A Henry King en la de “Temas para investigación posterior”, que engloba a “directores cuyo trabajo debe ser evaluado cabalmente, antes de poder hacer una determinación final del cine norteamericano”. Es decir, a Sarris no le quedaba claro todavía si King poseía o no el talento suficiente para situarlo en una categoría mejor.

“El capitán de Castilla” era otra adaptación literaria, esta vez de una novela de Samuel Shellabarger, autor de exitosos Bestsellers históricos (entre estos “El príncipe de los zorros”, llevado al cine también por Henry King en 1949, con Tyrone Power y Orson Welles como Orsini y César Borgia, respectivamente en, por supuesto, otra cinta de Capa y espada) y publicada dos años antes. La novela, que según el célebre crítico de cine Bosley Crowther (The New York Times, 26 de diciembre de 1947) había sido concebida con “el cine y el tecnicolor en mente”, narra la aventura de Pedro de Vargas (Tyrone Power), noble español perseguido por el inquisidor Diego de Silva (John Sutton), que viaja a la América continental en pleno proceso expedicionario español y se ve involucrado en la Conquista de México por Hernán Cortés, interpretado por un César Romero “indisciplinado”, que apenas permitía ser dirigido y que dio, después de todo, su mejor actuación para la pantalla grande en este filme.

Crowther era conocido por sus críticas mordaces y, a menudo, moralizantes, aunque no podemos soslayar reconocer su abierta inclinación hacia el gusto del drama social, como en el caso del Neorrealismo italiano, y sus negativas opiniones sobre “Psicosis” (1960), una de las obras maestras de Alfred Hitchcock, a la que calificó como “una mancha en una carrera honorable”, aunque luego se desdijo, calificándola como una de las mejores de aquel año y destacando la prodigiosa técnica hitchcockiana.   

“El capitán de Castilla” se filmó en locaciones de Guadalajara, Acapulco y Michoacán (Morelia y Uruapan), así como en las inmediaciones del recién surgido volcán Paricutín como fondo. King aprovechaba, así, su destreza en el arte de filmar en exteriores. Esto no bastó para que Crowther expresara que, en la película, tanto los horrores de la inquisición como las batallas épicas entre mexicanos y españoles (“violentas y estruendosas”) no existían en las “llamativas” pero “poco excitantes imágenes”. El crítico atribuía este hecho a una “deferencia meticulosa con la iglesia católica y con nuestros vecinos del sur”. Para Crowther, la atención de la película se centraba, principalmente, en una intriga que carecía de auténtico dramatismo. Mención aparte merece la banda sonora, compuesta por Alfred Newman (en especial la marcha “Conquest”), uno de los artistas más importantes en la historia del cine, nominado al premio Oscar varias veces, y responsable de la célebre fanfarria de la 20th Century Fox, en la cual resuenan notas orgullosas y épicas.

Pero la parte más interesante del rodaje, capaz de mostrarnos la naturaleza contradictoria –una doble moral acentuada- del mexicano, corrió a cargo de la actriz michoacana Stella Inda, elegida para el papel de la Malinche, y que ni siquiera aparece acreditada, cuando recordara varias anécdotas, en una entrevista (publicada en “Cuadernos de la Cineteca” No. 3; Mayo de 1976 y rescatada por Emilio García Riera), que dan cuenta, así mismo, tanto de la artificialidad de la puesta en escena, como de la predisposición del director Henry King para atender consejos de una actriz extranjera a quien apenas conocía (no sería sino hasta 1950 el año en que, Inda, actuaría su papel más importante, en la trascendental “Los olvidados” de Luis Buñuel, y por el cual recibiría un premio Ariel), para mejorar su película pero, sobre todo, de su extraordinaria amabilidad. Inda recuerda que, para su papel de la Malinche, “me mandaron vestir para hacer prueba con un sarong de seda estampada; yo dije que no podía ser ya que no tenía nada que ver con el personaje.” King le permitió usar un huipil, y los accesorios necesarios que ella llevaba para su papel, para el cual se había documentado previamente.

Al leer el libreto, Inda se percata que los diálogos correspondientes a los personajes españoles están escritos en inglés, y los de los indígenas en español. Inda se dirige al director. Vale la pena trascribir su conversación:

“-Señor, esto no puede ser de ninguna manera, los indígenas no hablaban español.

“Intervino el abogado de la compañía:

“-¿Pero a quién le importa eso? ¿No se ha dado cuenta que va a trabajar con Tyrone Power?

“-Sí, perfectamente, y él también va a trabajar conmigo, no somos más que dos actores, y todos los demás, César Romero, Lee J. Cobb, me parecen extraordinarios todos, pero primero que ellos está la historia de mi país, que no se puede falsear en tal forma.

“-¿Pero quién habla náhuatl en México?

“-¡Uhh! Miles de personas.

(Claro que no dije: ésos no van al cine, ¿verdad?, al menos en esa época)”.

Inda recalca la “habitual gentileza” de King, acaso condescendiente, quien acepta su sugerencia de trasladar los textos al náhuatl. El primero en traducirlos es el antropólogo y humanista Daniel Rubín de la Borbolla. Luego se dirige al Museo de Antropología y se pone en contacto con el historiador Antonio Pompa y Pompa, quien hace llamar al profesor R. H. Barlow, estadunidense que les enseña el idioma. De Barlow, a quien se ha reconocido como el “T. E. Lawrence de México”, es necesario recordar que era uno de los más reconocidos expertos, a nivel mundial, en lengua náhuatl, coleccionista e investigador de antiguos códices y albacea literario H. P. Lovecraft, de quien conservaba su manuscrito “La sombra fuera del tiempo”, amigo, así mismo, de William S. Burroughs, quien, a través de Barlow, se hiciera estudioso del idioma español y las antiguas culturas mesoamericanas.

Pronto, Inda se topa con la dificultad de pronunciar las palabras sin aprender el idioma. Memoriza los diálogos por el sonido. A la distancia, cuando recuerda aquél tiempo pasado en Uruapan, en los días del rodaje, le parece una de las cosas más difíciles que haya hecho en su vida. Musicaliza los diálogos mientras los estudia. Los estudia en la iglesia. Llora en algunas ocasiones. La actriz se propone, en el futuro, aprender náhuatl. Y lo cumple.

Confiesa al director que prefiere no ponerse los carísimos trajes, mandados a hacer por la producción. King, accede, siempre gentil. El encargado del guardarropa no cabe en su asombro. Inda dirige, entonces, un taller de costura que le han mandado a instalar, para confeccionar el nuevo vestuario. La producción demora cuatro meses en lo que se termina el diseño del nuevo ropaje.

Barlow supervisa los diálogos. Los alumnos de náhuatl de Inda, a quienes ella ha puesto los textos, sirven como extras y actúan como el resto de los personajes indígenas, entre estos los príncipes, cuyos tipos faciales resultan adecuados. Si Barlow escucha una pronunciación equivocada manda parar la escena hasta que sea correcta.

Recuerda:

“Gracias a Dios que el señor King me hizo caso y la cinta resultó decorosa: casualmente, yo la vi hasta hace como un año en la televisión; sentí muy curioso al verme a mí misma, fue extraño oírme hablar en inglés y náhuatl, pero nunca en español”.

Englobada en lo que en Hollywood se denomina “Súperproducción”, la película no es tan buena como podría pensarse, a pesar de la decisiva, habría que reconocerlo, labor de Stella Inda por mejorarla. Emilio García Riera apunta, siendo “Un capitán de Castilla”, una de esas rarísimas -hasta aquellos años- incursiones de Hollywood en la Conquista de México:

“Captain from Castile” resultó en definitiva una mascarada que justificó la frecuente elusión cinematográfica de su tema y que no logró engañar a nadie”.

El más esclarecedor, como importante, de los hechos vividos por Stella Inda durante el rodaje de “Un capitán de Castilla” sucedió durante el rodaje a la sombra del volcán:

“Durante la filmación hubo atenciones increíbles; por ejemplo, una vez hacíamos unas tomas en las faldas del Paricutín, hacía un frío pavoroso en las madrugadas y Tyrone ordenaba el mismo trato a los extras, que eran indígenas de la sierra, que el que nos brindaban a nosotros: desayuno, cigarros, cobijas, les daban todo lo necesario”.

Cosa curiosa: las personas encargadas de la producción por parte de México, cuya misión era atender a los elementos mexicanos, eran las primeras en decir:

“-No, no les hagan caso, son indios y están acostumbrados.

“Entonces nosotros: el señor King, Tyrone y una servidora, les atendíamos personalmente; tuvimos varios choques con ciertos mexicanos, lo cual es muy doloroso por cierto”.        

Se pueden extraer varias reflexiones de “Un capitán de Castilla”, que nos enseñan, todas, hechos –concedamos- sobre la naturaleza humana y no sólo sobre la idiosincrasia mexicana. Un profesor extranjero experto en náhuatl. Un director (por irregular que fuera, aunque un “Maestro” para algunos), también extranjero, bastante humanitario (¿condescendiente, acaso?), y un elenco mexicano (aunque secundario para la trama de la película), que no tenía la más mínima idea del idioma náhuatl y, encima, con fuertes inclinaciones discriminatorias con sus paisanos indígenas.

El cine mexicano de la “Época de Oro” no era, por “indigenista”, menos racista. Sus protagonistas se dividían en blancos y líderes, e indios aniñados, estereotipadas fuerzas de la naturaleza que necesitaban ser guiados por aquellos blancos. El indio causaba la desgracia del indio, como sucediera en “María Candelaria” (Emilio “Indio” Fernández, 1943), cuya protagonista (Dolores del Río), terminaba estigmatizada y lapidada por su propio pueblo. Un resabio ancestral de aquella piedra, proveniente de una multitud, tan furiosa como anónima, que matara al Tlatoani Moctezuma II en su balcón. El pueblo mata a su propio pueblo. Los blancos se lavan las manos.

En el excelente Western “El jardín del diablo” (“Garden of Evil, Henry Hathaway, 1954), cinta también filmada sobre la lava petrificada del Paricutín, se mostraba una visión favorable del mexicano, pero esta mirada no carecía de un infantilismo visto como  a través de un microscopio. Tres americanos, Hooker (Gary Cooper), Fiske (Richard Widmark) y John (Hugh Marlowe), se encuentran, camino de California, en plena fiebre del oro, en una villa costera mexicana. Entran a la cantina. Beben un fuerte tequila. Una chica canta (Rita Moreno). Los americanos conversan: “No creas nada de lo que te diga a una mujer, pero sí todo lo que cante”. Uno de los mexicanos se acerca a la muchacha, otro la defiende, sacando a empellones al patán. Ante la mirada azorada de los americanos el mexicano se explica: “No me gusta que nadie moleste a la señorita”. Uno de los americanos, Hooker, responde en español: “Comprendemos muy bien, señor”. Entra una americana, Leah, visiblemente preocupada, pidiendo a los mexicanos que la acompañen a rescatar a su esposo, atrapado en una de mina de su propiedad. Nadie se atreve a acompañarla. Aquél es territorio hostil, asediado por los indios. Ella ofrece mil dólares a cada hombre que la acompañe. Nadie se ofrece. La mujer se acerca a los americanos, les dobla la oferta. Ellos dudan. El mexicano llega a ellos y explica: “Ninguno quiere ir porque nadie regresa (dirigiéndose a los americanos), algunos como ellos van atraídos por el oro. Iré con usted. Todo saldrá bien”. Hooker comenta: “Dice que sólo los locos van y él debe serlo. Se va con ella. (toquetea la talega del dinero, sobre la mesa) ¿Dos mil dólares? Está bien, voy”. Cada uno de los hombres tendrá la oportunidad de lucir su valentía, y Vicente, el mexicano (Víctor Manuel Mendoza) aparte de su demostrada caballerosidad, su extraordinaria fuerza; y a veces torpeza, como cuando saltan un precipicio y es el único a quien se le cae una sartén, que va rodando cuesta abajo, haciendo ruido. Cuando la mina amenaza con caer sobre ellos, será Vicente quien sostenga el techo: “¡Vicente aguanta eso y más!”. Por supuesto, estas actitudes envalentonadas, temerarias, atraerán su muerte, hacia el final de la película, cuando desafíe abiertamente a los apaches y lo cuezan a flechazos. Debemos reconocer que, Daly (Cameron Mitchell), otro de los americanos, no resultará más sensato. Está obsesionado con la mujer. Y el oro. Serán los comentarios de Hooker los que nos pondrán en evidencia lo que piensa del mexicano: Vicente es pura fuerza, es decir, animalidad, zafiedad, brutalidad. Su defensa de la mujer no es sino una demostración de poder sobre los demás, un puro alarde ante los extranjeros y, después de todo, sobre la mujer misma. En el fondo su mestizaje, según esta visión, habría dado como resultado a un ser aniñado, que tiene que madurar, conducido por los Estados Unidos, cuya ideología, en absoluto hipócrita –reconozcámoslo- se expresa en su “Destino manifiesto”. Unas frases, localizadas en el cuento “La ciudad del sol”, escrito por Lisa Tuttle, aclaran esta visión ingenua, que idealiza al indio “puro”, pero condena al mestizo. Nora Theale, el personaje femenino de esta historia, se encuentra en El Paso, escucha las conversaciones en español de sus vecinos y, la cercana con frontera con México le molesta, así como el país, al que considera “un lugar pobre y sucio, lleno de indeseables que siempre entraban furtivamente en los Estados Unidos”. Nora trabaja en un hotel, y pasa su tiempo hundida en el deseo de escapar de su departamento, una extensión de su postración existencial. De pronto, el hedor de algo podrido comienza a volverse una presencia diaria, penetrante y la presencia de un hombre, a quien al principio confunde con un ladrón –muy a su pesar pide ayuda a su vecino mexicano a que revise su cocina-, se torna evidente, insistente, sobrenatural. Nora se topa con una figura “vestida con una piel humana, el pellejo arrancado a otro ser humano y colocado grotescamente sobre el suyo propio”, cuya piel “era horrible, de un color gris listado con los bordes desgarrados y negros”. Comprende que aquel ser no es sino Xipe, el Desollado: “Había acertado al pensar en algún antiguo dios mexicano, pero no sabía nada más de él, ni necesitaba saberlo. No era un sueño que requiriese una interpretación… Ahora estaba ahí”.

Sin duda, Xipe Tótec se le ha aparecido a Nora para ofrecerle un cambio de vida, así como el dios representa el cambio estacional, el cambio en el sistema de cosas del mundo, y le ofrece su daga de obsidiana como remedio último, al que ella no puede rechazar. Pero es en la siguiente descripción en la que podemos encontrar esa idealización, racista e ingenua, que idealiza al indígena de antaño: “Revelado sin la piel externa que le desfiguraba, Xipe era un joven moreno de rostro puro y atractivo. A Nora no le pareció mexicano, sino indio, un noble de antigua estirpe. El hombre le sonrió y ella le devolvió la sonrisa, convencida ahora de que nunca había tenido ningún motivo para temerle”.

El racismo está sustentado por equívocos. Que una película como “El capitán de Castilla” no haya despertado grandes pasiones en el público mexicano, se contrasta con ese afán nacionalista e independentista escocés que se alimentó de los afanes que, en la película “Corazón valiente” (Braveheart, 1995) Mel Gibson nos diera como William Wallace, el héroe con cuya historia “no estarán de acuerdo los historiadores”, que posteriormente atravesó la frontera para filmar un disparate ucrónico titulado “Apocalypto” (2006), supuestamente situado en los tiempos del declive de la civilización maya.

Como trampantojo el cine puede resultar en un deleite visual, o en un caso sintomático de enfermedad arraigada. Quinientos años después de la caída de México-Tenochtitlan, cuando todavía se padece “la conquista”, a pesar de que su culminación se debiera a un ejército compuesto, en el grueso, por indígenas aliados de los españoles, y se cambia el nombre de árboles como el de “la Noche triste”, por el de “la Noche victoriosa” –así, en idioma español-, pero la mayoría de los indígenas viven en la pobreza, los hechos acontecidos “detrás de cámaras” de “El capitán de Castilla”, no dejan de ser sintomáticos de esa enfermedad, de esa máscara nacionalista, de ese complejo de inferioridad, y ese racismo del mexicano para el mexicano. Películas como esta son, por ello, más importantes en su estudio, en su investigación para el historiador cinematográfico, que cualquier documental exacto o preciso, al revelar la auténtica naturaleza –escondida- del ser humano.                  

Bibliografía:

 Emilio. México visto por el cine extranjero Tomo 3. 1941-1969. Ediciones Era; Universidad de Guadalajara. Primera edición, 1988.

Kapsis, Robert E. “Hitchcock, The Making of a Reputation”. University Of Chicago Press. 1992

Sarris, Andrew. El cine norteamericano: directores y direcciones, 1929-1968. Editorial Diana, Primera edición, México, Noviembre de 1970.

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Novelista, cuentista, ensayista y crítico de cine, nacido en Tuxpan, Veracruz, México, en 1973. Tiene una licenciatura en biología terrestre. Su trabajo se ha publicado en México, Argentina, Colombia, Venezuela, España y Francia. Algunas de sus publicaciones figuran en: Tecknochtitlán: 30 visiones de la Ciencia-ficción Mexicana, antología de Federico Schaffler (Edo. de Tamaulipas, 2014); en la antología Futuros por cruzar: Cuentos de ciencia ficción de la frontera México-Estados Unidos (New Borders / Nuevas Fronteras nº 2, Universidad Autónoma de Baja California y University of Colorado, Colorado Springs, 2014) del antologador Gabriel Trujillo Muñoz; un ensayo sobre el teatro del Grand Guignol en Dos Amantes Furtivos, Cine y Teatro Mexicanos, libro coordinado por el investigador y director de cine Hugo Lara (Editorial Paralelo 21, 2015), la novela Weird Western y Steampunk Señor de las máscaras y la novela de terror post apocalíptica Una cierta hecatombe (Camelot América, 2018 y 2019). Fue nominado al Premio Ignotus 2015, de la Asociación Española de Fantasía, Ciencia Ficción y Terror(AEFCFT), por su cuento El paisaje desde el parapeto; ha ganado dos veces el premio Tirant lo Blanc por parte del Orfeó Catalán de la Cd. de México y el premio Miguel Barnet que otorga por la Facultad de Letras Españolas de la Universidad Veracruzana